“Una vaina que debe ser impactante es robarse la espada de Bolívar”, me contó el fotógrafo Carlos Sánchez Méndez que le dijo Luis Otero cuando apenas tenían 16 o 17 años y viajaban en un bus camino al colegio Aurelio Tobón de la Universidad Libre. Ambos estudiaban ahí, al igual que lo hacían entonces muchos jóvenes pertenecientes a la Juventud Comunista.
“A mí me pareció interesante la idea”, comentó Sánchez. Lucho se la propuso al Flaco (Jaime Bateman) y él se la planteó a las FARC. Pero no le pararon bolas.
No obstante, la idea siguió dando vueltas en la cabeza de Bateman. Y en la primera reunión de la dirección inicial del M-19, integrada por Bateman (a quien llamaban Pablo), Iván Marino Ospina (a quien le decían Felipe), Álvaro Fayad (a quien apodaban el Turco) y Ómar Vesga y el Mono Pedro, quienes poco después se retiraron del movimiento, Bateman la planteó y fue acogida de inmediato.
Comenzó entonces un trabajo frenético: se dividieron en dos grupos: uno, encabezado por Fayad, que sería el encargado de apoderarse de la espada de Bolívar, la cual se exhibía en la Quinta de Bolívar de Bogotá. Y el otro, dirigido por Iván Marino Ospina, que se tomaría el Concejo de Bogotá. No obstante, Bateman coordinaba cada detalle, especialmente lo relacionado con la propaganda que se haría a raíz de los dos operativos.
Planearon realizar entonces una campaña de expectativa y, para ello, buscaron a Nelson Osorio, quien trabajaba en una agencia de publicidad y era reconocido por sus ideas brillantes en esa materia. Nelson propuso que se publicara en los periódicos una serie de avisos que anunciaban un producto, que bien podría parecer un vermífugo o un remedio que todo lo curaba: “Parásitos… gusanos? Espere, M-19”, decía el primero. “¿Decaimiento… falta de memoria? Espere, M-19”, anunciaba el segundo. “¿Falta de energía…? Espere, M-19”, afirmaba el tercero. Y, “Ya llega, M-19”, advertía el último.
Mientras se planeaba la campaña publicitaria, un par de células de militantes del movimiento, sin saber por qué ni para qué, realizaban labores de inteligencia en la Quinta de Bolívar y sus alrededores: de una de ellas hacía parte Vera Grabe, de ascendencia alemana, a quien le decían la Mona y llegó a ser miembro del Comando Superior del movimiento; y en la otra estaba María Eugenia Vásquez, la Negra, que participó en la toma de la Embajada dominicana y publicó el libro Escrito para no morir, con el cual se ganó el Premio Nacional de Testimonio del Ministerio de Cultura en 1998.
“Yo estudiaba Antropología en la Universidad de los Andes”, cuenta Vera. “El Eme me llegó por varios lados: por un hombre que estaba en el Teatro La Candelaria, por otro que estudiaba Antropología, por uno más que estaba en la Nacho… Éramos un grupo de cuatro. Había una propuesta de hacer algo. Y en lo que más se insistía era en trabajar para unir los esfuerzos revolucionarios en Colombia… Un día nos dijeron que hiciéramos una investigación en la Quinta de Bolívar sobre cómo funcionaba el museo y cuál era su rutina, pero no nos dijeron de qué se trataba. Y uno tampoco preguntaba…”.
Entonces, a finales de 1973, Vera Grabe empezó a ir todos los días, entre diez y doce, a la Quinta de Bolívar, haciendo como si estudiara, y se sentaba en un banco a observar a la gente y tomar nota de qué ocurría: cómo funcionaban los turnos de los vigilantes y guías; cuántos había; dónde se colocaban; a qué horas había más afluencia de gente… Después, a Vera la relevaba otro compañero y ella regresaba a la universidad, que le quedaba cerca, y le transmitía la información al jefe de la célula. En ese tiempo, se hizo amiga de un celador de la Quinta que le completaba la información que le hacía falta.
María Eugenia Vásquez, por su parte, era miembro de una célula de cinco personas, dirigida por Iván Marino Ospina. Este les dijo un día que debían recoger información en la Quinta de Bolívar, pero no les explicó con qué fin. El grupo debía averiguar las horas de entrada y salida del personal, cuántos celadores y funcionarios trabajaban allá, levantar un croquis del lugar, mirar cuáles eran los días de la semana y las horas de mayor y menor afluencia de visitantes, y saber en qué momentos hacían sus rondas los de la estación de Policía cercana.
María Eugenia me relató que la información la recogieron en varias etapas. Dijo que, antes del operativo, en unas tres oportunidades, siempre en pareja, visitó como turista la Quinta de Bolívar. Cuando llegaban a la casa, hacían el croquis de las habitaciones, de las puertas y ventanas, de su ubicación en la Quinta, en fin, de todos los detalles de la edificación y sus alrededores.
Ella no sabía en qué se utilizaría la información que estaba recopilando, pero sí recuerda que la espada de Bolívar reposaba dentro de una urna localizada en la parte de atrás de la Quinta, junto al cuarto que utilizaban Bolívar y Manuelita, cerca de la pequeña cama donde dormía la pareja. Cuenta la Negra que el Mono Pedro, como parte de la tarea de levantar la inteligencia en la Quinta de Bolívar, tomó varias fotografías con una cámara Zenith, rusa, que Bateman le había entregado. Realizó unas cuatro o cinco visitas a la Quinta. Y el propio Bateman hizo otras tantas.
Así, la información que todos recogieron se comparó y se contrastó durante cerca de dos meses, y se obtuvieran datos exactos sobre cómo transcurría la vida en la Quinta de Bolívar. De modo que, a comienzos de enero de 1974, el Movimiento M-19, próximo a aparecer, ya tenía listos todos los detalles necesarios para apoderarse de la espada de Bolívar y convertirla en el estandarte de la lucha revolucionaria y nacionalista que estaba por venir.
* Se publica con autorización de Planeta Grupo Editorial. La presentación del libro será este 8 de agosto a las 6:30 p.m. en la Biblioteca del Gimnasio Moderno. La autora conversará con la periodista María Jimena Duzán.