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“Muchos temas me costaron porque trabajé sin cálculos y todo mi patrimonio político lo entregué por la paz. No le debo nada a la guerrilla; ni ningún dirigente político puede decir que llegué porque fui la amante, la moza o la amiga. Me erigí como una voz importante en el continente, trabajé a favor de ello. No me arrepiento de nada. Si me equivoqué, lo hice de buena fe. Di todo lo que más podía (…) hice todo lo que pude y lo voy a seguir haciendo, sin pensar en la temática electoral”. Era lo que le decía Piedad Córdoba a El Espectador en julio del año pasado, en plena fragor de la pandemia, anunciando así su retiro de la política electoral, reflexionando sobre lo vivido y los costos por ser una voz disruptora del establecimiento.
Más que cansada, se le notaba en ese entonces decepcionada. Y es que con ella no hay puntos medios y menos en un país como la Colombia de los últimos tiempos, donde la polarización es protagonista de primer orden y la disputa por poder no da tregua. Porque si se quiere hablar de una mujer disonante en la política nacional, hay que hablar de Piedad Córdoba. No solo porque en el pasado irrumpía la uniformidad de un Congreso de tonalidades grises y negras, llevando un mensaje no verbal con su ropa -especialmente con su turbante de muchos colores-, sino también porque ha sido una mujer de contracorriente y de un pensamiento de avanzada en una sociedad que siempre ha sido tímida en hablar, por ejemplo, de derechos reproductivos, relaciones homoparentales, negritudes y paz negociada.