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Sergio Fajardo es el prototipo de un pésimo político. Uno al que no lo trasnocha el poder. También es el mejor ejemplo de que política no siempre es igual a corrupción, como tanto se menciona por estas épocas tan entusiastas. Todo depende de la óptica y los principios de quien se refiera a uno de los fenómenos políticos de Colombia, a quien le dio por ingresar a ese mundo a los 43 años, algo que para muchos puede ser tardío. Y lo hizo, además, en una de las regiones y contextos más complejos para un primíparo: la Medellín de finales de los años 90.
La figura disruptiva de Fajardo emergió como la única forma de romper el statu quo que dominaba la capital antioqueña. En ese entonces, prácticamente, había un “Frente Nacional” local. Un carrusel de grupos políticos que pertenecían a partidos tradicionales y que se turnaron el mando de Medellín. En paralelo, fue ese el tiempo en el que narcos y grupos violentos se tomaron el país en todas sus esferas. Ese coctel aburrió por completo no solo a los medellinenses, sino también a ciertos círculos políticos y empresariales que decidieron construir una opción para dar fin a esa etapa.
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