Aun antes de que asumiera como alcalde de Bogotá, ya Samuel Moreno Rojas era cuestionado por movimientos políticos distantes del Polo Democrático y por algunos medios de comunicación, como si las heridas que dejó su victoria en las urnas el 28 de octubre no hubieran cerrado.
Lo acusaron de ser la sombra de su madre, la Capitana, María Eugenia Rojas, de seguir instrucciones de su hermano, Iván Moreno, a cambio de contratos en las secretarías de Educación, Integración Social, Planeación y el Acueducto. Moreno se posesionó el 1º de enero de este año. Todavía no había dado pistas sobre su gabinete, pues algunos de los principales candidatos a los que había tanteado no le habían respondido. Sin embargo, uno de los futuros aspirantes a su cargo, David Luna, ya tenía armado un “gabinete a la sombra” que se reuniría desde entonces y hasta hoy, todas las semanas, en un hotel del norte de la ciudad. El objetivo del equipo era seguir a Moreno, evaluar cada una de sus decisiones, comprobar sus fortalezas y debilidades y, sobre todo, ejercitarse para manejar la capital.
El 8 de enero, cuando Moreno nombró a sus secretarios más emblemáticos, las aguas parecieron calmarse. Los nombres de Juan Ricardo Ortega en Hacienda, de Luis Bernardo Villegas en Movilidad, Juan Antonio Nieto en Medio Ambiente y el de Clara López Obregón en la Secretaría de Gobierno, generaron cierto grado de optimismo en la opinión pública. Nadie podía rebatir la importancia, honestidad y trayectoria de los primeros asesores de Moreno. Pocos días más tarde, no obstante, y por debajo de cuerda, los delegados de algunas bancadas se encargaron de recordar que López Obregón había sido la mujer que denunció los vínculos de algunos políticos con fuerzas paramilitares.
Ese gesto no se lo perdonarían, pero tampoco se lo podían restregar. No era “polite”. Entonces sus detractores empezaron a regar la historia de que su esposo, Carlos Romero, tenía contactos con las facciones más agudas del comunismo. “A mí no me queda la menor duda de que la franqueza es un problema. Yo he denunciado muchos temas. Entonces se ponen en contra no sólo de la persona que habla, sino de las personas que la apoyan, y el Alcalde me ha apoyado en la defensa de los derechos humanos. Es lo que le pasaba al mensajero en la historia antigua cuando llevaba malas noticias: como la gente no las quería escuchar, lo mataban. La política de la ciudad exige ese tipo de franqueza. Esta es la administración de los derechos humanos”, nos explicaba ella una semana atrás.
Acababa de explotar una de las realidades más macabras de la historia militar colombiana: la desaparición y asesinato de 11 jóvenes que fueron reclutados por el ejército en Soacha, llevados hasta Ocaña, y muertos allá, tal vez, por los mismos miembros de la fuerza militar que los quisieron hacer pasar por guerrilleros para obtener las recompensas que había estipulado el Gobierno Nacional. Tanto López como Moreno Rojas se mostraron entonces “enemigos de la guerra y su reverso, la medalla”, como decía mucho tiempo atrás el poeta español Luis Eduardo Aute.
Aquella, una de las maniobras más valientes de la administración, fue de inmediato tergiversada. “Sentí una agresividad muy grande por parte de los colegas del Concejo -según López- cuando hablé sobre lo que estaba sucediendo en Soacha. Dije que los casos de esos jóvenes no eran de reclutamiento tradicional, eran algo muy distinto. Dije que se trataba de una modalidad de degradación del conflicto armado mucho más profunda. Uno tiene que alertar esas cosas. Se me cayó el mundo encima cuando lo hice. Hubo integrantes del Concejo que me hicieron críticas muy fuertes”.
En voz muy baja, algunos concejales aseguraron que las réplicas hacia las denuncias de Clara López se debían a intereses económicos de sus “enemigos políticos”, quienes habían suscrito millonarios contratos con el Ejército en el rubro de uniformes. Otros, decían, aprovecharon la oportunidad para inculpar al Alcalde y su equipo de un acto más de inseguridad.
Entonces devolvieron la película y se detuvieron en la escena de las cifras. Recordaron los reiterados petardos que estallaron en Bogotá, las busetas incendiadas, el robo del grabado de Goya y algunos otros sucesos. Moreno, papeles en mano, sostenía que los índices de inseguridad habían bajado. Nadie le creía. O mejor, a muy pocos en el Congreso y el Concejo les convenía creerle. Todos, sin embargo, tuvieron que deponer momentáneamente sus armas cuando Antanas Mockus dijo que “la seguridad de la ciudad, en efecto, ha mejorado, pues hace 10 años morían muchas más personas. Es verdad que este es un tema en el que debe seguir habiendo mejorías, pero que Bogotá ha mejorado en el tema de respeto a la vida y seguridad, es una cuestión innegable”.
Las cifras publicadas durante los primeros seis meses de los últimos años marcaban que en 2007 se habían producido 681 homicidios, contra los 670 de este año. Los hurtos cayeron de 6.049 a 4.906, y las denuncias de lesiones comunes pasaron de 4.131 a 2.577. El representante Nicolás Uribe, del partido de la U, dijo entonces que “la administración distrital maquillaba las cifras, pues no incluyó en sus estadísticas los robos menores a cinco millones de pesos ni las agresiones callejeras que dejan lesiones con incapacidades menores a 30 días”. Hablaba, sin nombrarla, de la ley de pequeñas causas, la Nº 1153 del 2007, aprobada por el Congreso. “Y no por Moreno”, como aclaró uno de los altos directivos del Polo Democrático.
Jaime Dussán, senador del mismo partido, decía: “Yo creo que en Bogotá se generan muchas envidias, es un cargo muy apetecido para los políticos y hay un sector que pretende desestabilizar al Alcalde de Bogotá. Pero las cosas que están planteando no son ciertas. La ciudad está funcionando normalmente, lo de la movilidad se está arreglando y en cuanto a las vías, hay algo más de siete mil millones de pesos para pavimentar las calles el próximo año”.
El viernes, poco antes de la medianoche, Moreno Rojas le aceptó la renuncia a su secretario de Movilidad, Luis Bernardo Villegas. Su gesto contradijo a quienes lo señalaban como pusilánime. Por otra parte, con él, les señaló a los bogotanos que pese a los alcances del metro por el que tanto ha trabajado, que fue aprobado y ya comenzó a rodar, por lo menos en los diseños, el tránsito es una de sus prioridades. “El metro le permitió ganar la Alcaldía a Moreno, pero se puede convertir en su tumba, pues ni siquiera estará en el Palacio Liévano para inaugurarlo”, decía a comienzos de la semana pasada el concejal Carlos Vicente de Roux, para sugerir que de una u otra manera, las metas del Alcalde van más allá de la política y sus mañas, pues su gran obra apenas comenzará a funcionar cuando él ya no esté.
Por ahora, las intrigas de La U, de Cambio Radical, de algunos peñalosistas y otros del Polo que no lo soportan, de los conservadores uribistas y de los liberales del Gobierno, lo han arrinconado hasta llevarlo a su primera crisis profunda. Todos le apuestan a las elecciones presidenciales de 2010, comenzando por el vicepresidente Francisco Santos, quien le admitió a El Espectador que pretende la Alcaldía.
Quieren despojar al Polo de su mayor fortín: Bogotá, y la cabeza más preciada es Moreno, quien ha decidido defenderse más con sus futuras obras que con sus palabras. Por eso, ante tantas críticas, dice: “En poco más de 10 meses contamos con logros importantes que responden a los compromisos asumidos en nuestro programa de gobierno y al mandato que recibimos por casi un millón de ciudadanos. Desafortunadamente, estos resultados los han querido minimizar y desconocer”.