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Uno de los primeros registros que tiene el país sobre la violencia en las universidades -en la historia reciente- se remonta a 1954. El 8 de junio de ese año miembros del Ejército asesinaron al universitario Uriel Gutiérrez en el campus de la Universidad Nacional. Disparos en ráfaga de los uniformados acabaron con su vida, luego de que él y otros compañeros regresaban de una protesta estudiantil. Al día siguiente integrantes del Batallón Colombia del Ejército, recién llegados de la Guerra de Corea, masacraron a nueve estudiantes que estaban en las calles manifestando por su muerte.
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A partir de ahí, alumnos, profesores y trabajadores (especialmente los sindicalizados) de las universidades (particularmente las públicas) han vivido de forma reiterada y en cuerpo propio el horror de la guerra. En el caso de los claustros, los crímenes contra sus comunidades académicas reflejan el carácter del conflicto armado en Colombia: se ha tejido como una colcha de retazos, sumando hechos que aunque diferentes se fueron trenzando hasta formar juntos una amalgama lo suficientemente potente para encender una confrontación que dejó centenares de víctimas y modos de operación que se perpetraron en el tiempo. El impacto de la guerra ha sido tan catastrófico para las ciudades universitarias, que la Comisión de la Verdad las situó como un escenario de historias de dolor y resistencia. En el más reciente encuentro de la entidad, en Bucaramanga, víctimas y responsables hicieron catarsis sobre lo ocurrido durante las décadas del 70, 80, 90 y los años 2000, épocas en las que el conflicto arreció con más fuerza en las aulas.
La historia de Uriel Gutiérrez y sus nueve compañeros es apenas una parte de la línea del tiempo del terror que relató la Comisión de la Verdad en dicho evento. Las cifras condensan crueldad y son alarmantes. La entidad, creada en el Acuerdo de Paz, trazó una serie de hallazgos a partir de la escucha de múltiples testimonios de agentes del Estado, guerrillas, paramilitares y víctimas. Con sus voces, más de 20 informes sobre violencia en las universidades públicas y otras fuentes como la investigación “Estudiantes caídos”, elaborada por el maestro Jorge Wilson Gómez, la institución concluyó que con excepción de 1968, entre 1962 y 2011, todos los años se registraron casos de homicidios en contra de estudiantes. En ese período, 588 jóvenes del movimiento universitario fueron asesinados. Es decir, en esos 49 años, cada año mataron a 12,2 alumnos, uno cada mes.
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Toda esa violencia y la posterior tuvo su base, entre otras cosas, en los Estados de sitio. Entre 1958 y 1978 incrementaron las manifestaciones de las organizaciones juveniles, obreras y campesinas como respuesta a esas medidas que les otorgaban facultades extras a la Fuerza Pública. En esos años fueron declarados cuatro Estados de sitio con ocasión de la protesta. “Esto propició asesinatos, detenciones masivas, judicializaciones arbitrarias, sin respeto pleno a los derechos, torturas, entre otros”, señaló la entidad. “Como Comisión hemos reconocido la recurrencia de la violencia perpetrada por agentes estatales contra estudiantes, docentes y trabajadores sindicalizados de las universidades, especialmente las públicas. La tviolencia de agentes estatales contra el movimiento y la comunidad universitaria se arraiga en la estigmatización y se exacerba en la persecución a la protesta social y al pensamiento crítico, que suelen ser asociados con la insurgencia”, explicó el comisionado Saúl Franco, quien lideró el tema.
Según la elaboración propia de la Comisión de la Verdad, esos actores estatales que menciona Franco fueron los responsables del 36,54 % de los asesinatos y las desapariciones forzadas en las universidades, entre 1962 y 2011. En ese período, actores desconocidos son responsables del 31,96 % de esos mismos delitos, a los paramilitares se les atribuye el 29,46 % de los casos, a los narcotraficantes el 1,01 %, el 0,63 % a las Farc y el 0,38 % a otros. La gente de los claustros también padeció torturas, desplazamiento forzado, exilio para no morir, violencia sexual, amenazas, entre otros crímenes. Antioquia, Cundinamarca, Santander, Valle del Cauca y el Atlántico fueron los departamentos más afectados por esta violencia.
Según los hallazgos de la Comisión, las universidades fueron puntos estratégicos para los señores de la guerra por “la posibilidad de cooptar su presupuesto de contratación con el consentimiento de las directivas, los políticos y la Fuerza Pública”, así como por la posibilidad de “exponer sus ideologías para sumar a los jóvenes a los respectivos bandos”.
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Es por ello que en el marco del conflicto se cuentan uno a uno los atentados contra la comunidad universitaria. Como ejemplo está la masacre que se perpetró en la Universidad del Valle en febrero de 1971, los casos del colectivo 82 (que narran los asesinatos de estudiantes de Bogotá), los de la guerra contra los alumnos de la Universidad de Antioquia también en los 80, la arremetida paramilitar en centros como la Universidad del Atlántico, en los 90, y el “Plan Pistola” en la Universidad Industrial de Santander, que también enfrentó la convivencia entre miembros del cuerpo directivo y el paramilitarismo para silenciar a su estudiantado.
“Los campos universitarios fueron objeto de hostigamientos y el país vio la reinvención de la violencia generada por la represión policial contra jóvenes de los barrios populares, estudiantes del Sena y universitarios”, insistió el comisionado Saúl Franco.