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Guillermo Cano Isaza advierte sobre los trucos del poder

Hoy hace 95 años nació el insigne director de El Espectador, asesinado por la mafia del narcotráfico. Lo recordamos con uno de sus editoriales más irónicos, tan vigente como en los años 80.

Guillermo Cano Isaza

12 de agosto de 2020 - 10:09 a. m.
Guillermo Cano Izasa nació en Bogotá el 12 de agosto de 1925 y fue asesinado a la salida del diario El Espectador el 17 de diciembre de 1986.
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23 de agosto de 1981

Pesadilla fumanchesca…

¿Sobre qué podría escribir esta tarde? Ciertamente no las frases más bellas, como la noche está estrellada y titilan los astros a lo lejos, citando malamente al gran Neruda. Pero no me da la gana escribir nada bello mientras me estoy quedando dormido, con un sueño inquieto, donde se me aparece una y otra vez el mago Fumanchú con su lujosa, colorida, vistosa vestimenta de falso señor llegado del Oriente.

Entre sueño y sueño recuerdo que en mi adolescencia fui amigo de Fumanchú, amigo deslumbrado y engañado, pero amigo. Era un catalán estupendo. Aventurero juvenil de bambalinas, me llevó al escenario una y varias veces como ayudante y otras como su calanchín de la platea para los más desconcertantes y maravillosos prodigios de su magia, que en realidad no lo era, como no lo son los de ningún mago.

Fue así como conocí la otra cara de la magia que subsiste aún por la ingenuidad de los seres humanos que les encanta ser engañados cuando no aprenden qué es lo que realmente está sucediendo en los escenarios. Sobre todo los niños. Pero la época de oro de los grandes magos, entre ellos Fumanchú y Houdini, para citar solo dos nombres, ha pasado. Subsisten los magos de segunda y tercera categorías, imprescindibles en las fiestas infantiles y necesarios en fantásticas series televisadas.

Lo anterior sirve de preámbulo al sueño inquieto e inestable, y es para contar el cuento de ese sueño que más que sueño era pesadilla. El escenario en donde el gran mago se iba a presentar no era, ni mucho menos, el decorado tablado del pequeño, acogedor e inolvidable Teatro Municipal de Bogotá, en mala hora arrasado por la picota dizque del progreso. El salón de la magia era el solemne Elíptico del Capitolio Nacional, rebosante en las galerías de “claques” adiestradas y en la lujosa platea de inmensa mayoría de espectadores tan suficientemente adiestrados como yo por Fumanchú, en las magias que se iban a presentar desde el alto estrado reservado a los más escogidos ayudantes del máximo oficiante de la magia maravillosa.

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En contraste con la escenografía de Fumanchú, todo era adecuados telones de fondo con fotografías y cartelones, en apología anticipada a las grandes ceremonias programadas. Cuando hizo su teatral aparición el gran mago, las barras lo aclamaron con gritos y aplausos, como cuando Fumanchú surgía de entre el humo y las llamas. Luego de largos preámbulos a cargo de los oficiantes secundarios del espectáculo, el gran mago inició el gran acto primero, el del cubilete, de donde fue sacando, entre gritos de admiración y de asombro, conejos para ponerle conejo a la audiencia. Palomas voladoras, serpentinas de elogios, confeti, corbatas y banderas rojas y colombianas en una especie de pre apoteosis para luego de la gran ovación mostrar que en el cubilete cabía hasta la liebre.

Y la liebre, para suspenso de todos, echó a correr por la platea como alma que lleva el diablo, si no hablando si indicando que no quería que la devolvieran al cubilete. Luego, en ese instante, la pausa para que la audiencia, mientras caía el telón, comenzara a pensar en serio que el mago que sacaba conejos, serpentinas, confeti y banderines no quería, como la liebre, volver al escenario…

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***

Al comenzar el segundo acto, el clímax se veía venir. El cubilete del mago, con la varita mágica, había quedado de pronto relegado a un rincón del escenario, por si acaso había que sacar la liebre otra vez. En cambio, ocupando el primer plano del escenario aparecía un fúnebre cajón y a su lado una bellísima, ideal mujer, símbolo de la unidad de todos los presentes. Y junto otras dos o tres o cinco, en el sueño no pude contarlas, bellísimas y atractivas mujeres.

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Fue entonces cuando el mago anunció que como la liebre no quería, él proponía presentar su máxima atracción del momento, para la cual lo había preparado todo con su debida oportunidad. Introduciría en el cajón —sólido por arriba, sólido por abajo, sólido por los lados— a la mujer. Y para que resultara más espectacular, a las dos, tres o cuatro mujeres más, y luego haría descender sobre ellas una gigantesca y horrible sierra para cortar el cajón. Y si la joven salía ilesa o alguna de sus compañeras sin rasguño alguno, él pediría que fuera ella quien reemplazara a su liebre.

Una vez más escuchó a las barras amaestradas y a los de la platea preinstruida delirar de entusiasmo ante el sacrificio que se les ofrecía. El mago ordenó a los manipuladores de la sierra que la pusieran en acción. Y la sierra cortó en instantes, en dos partes, el fúnebre cajón. Ante el supuesto asombro de la audiencia se abrió una mitad y no apareció nada, porque el mago la había tocado con la varita mágica que había tomado en sus manos cerca del cubilete. Murmullos de admiración. ¿Pero, qué habría en la otra mitad?

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Entonces el mago tomó la otra mitad del cajón y apareció sana, salva y bella la adolescente de unión para todos. Las demás desaparecieron, como en los trucos de Fumanchú, por las puertas falsas del ataúd y del escenario. Una aclamación final, verdadera apoteosis, acogió no solo al

mago como al mago más mago de todos los magos, sino a la figura símbolo dizque de la unidad de todos, de los que estaban ahí, con puesto numerado y escogido, y de los que no pudieron entrar o no quisieron entrar porque sabían, como yo conocía, que todo era truco de Fumanchú.

Y entonces el mago se quedó con todo el poder y su elegida con todo el respaldo de la audiencia cautiva, mientras por fuera del Teatro Elíptico las grandes multitudes no se reían sino lloraban, porque sabían que todo había sido un truco y el truco, truco era… Me despertó, no sé si para bien o para mal, una impertinente llamada telefónica, que había confundido mi nombre y apellido con el de don Guillermo Cano Mejía, el de las Galerías Cano, a quien suelen llamar a mi casa en todos los idiomas imaginables en esta tierra de Babel.

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Pero en todo caso la pesadilla fumanchesca puede que resulte no ser sueño sino una desagradable realidad a muy pocos días vista… Porque sabemos de dónde salta el gato para metérnoslo como liebre de los cubiletes de los magos, para ponernos conejo; y porque sabemos cómo corta la sierra en dos partes el ataúd, sin romper ni manchar a las vedettes entrenadas por el mago…

* Lea aquí sobre las cartas entre Guillermo Cano y Gabriel García Márquez.

Por Guillermo Cano Isaza

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