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Guillermo Cano y su pensamiento: Colombia y “la mano ancha para pagar el soborno”

A propósito del centenario del natalicio del director de El Espectador, hoy 12 de agosto, el testimonio de su visión de la historia del país marcada por la corrupción y la deshonestidad que tanto denunció en estas páginas.

Nelson Fredy Padilla

12 de agosto de 2025 - 10:00 a. m.
Una caricatura de Betto, José Alberto Martínez, en homenaje a Guillermo Cano Isaza (12 de agosto de 1925 - 17 de diciembre de 1986) como símbolo de la visión moral de Colombia desde el periodismo.
Foto: José Alberto Martínez
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Al conmemorar el centenario del natalicio del director de El Espectador, Guillermo Cano Isaza, recordamos tantas columnas de opinión en las que el asesinado periodista denunció en este diario el “cultivo de la deshonestidad” que se implantó en Colombia, valentía que le costó la vida el 17 de diciembre de 1986 a manos de un sicario del cartel de Medellín. (Vea la entrevista a Fernando Cano sobre su padre y los tiempos del narcoterrorismo).

El 6 de noviembre de 1983, en una columna de opinión titulada “¿Dónde están que no los ven?...”, había señalado a “los poderosos criminales que tienen mano ancha para pagar el soborno o el dedo pronto para apretar el gatillo mortal…”, refiriéndose a la corruptora llegada del narcotraficante Pablo Escobar Gaviria al Congreso de la República como representante suplente a la Cámara de Representantes. Ese envenenamiento de la sociedad colombiana fue definido por Gabriel García Márquez en “Noticia de un secuestro”, su libro sobre los años del narcoterrorismo del cartel de Medellín, como “una operación inconcebible de soborno e intimidación”.

Cano escribió en 1982: “Hizo cambio la corruptora realidad de que sembrar deshonestidad era negocio altamente reproductivo y que trabajar en la siembra de la honradez era un desastre nacional. Fue entonces cuando se comenzaron a llenar los cargos públicos con los más deshonestos a cambio de los más honestos, y de los más vivos y no los más capaces, a tal extremo que, como lo estamos viendo hoy, donde se pone el dedo supura la herida”.

Hacía poco había terminado el gobierno de Julio César Turbay Ayala (1978-1982) dejando un eslogan del que se apropiaron muchos políticos y empresarios: “Tenemos que reducir la corrupción a sus justas proporciones”. El 8 de enero de 1984 Cano publicó la columna “Perdiéndole el miedo al coco”, en la que acusaba en otra de sus campañas: “la administración Turbay se negó a obrar” contra “los abusos del poder económico” del Grupo Grancolombiano y la comisión de delitos financieros en detrimento de los ciudadanos ahorradores. “Cuántos sobresaltos se le habrían podido evitar a este lindo país colombiano si quienes en el momento tenían en sus manos y en sus decisiones el poder suficiente para detener la enorme bola de nieve de la inmoralidad que comenzaba a formarse y a rodar implacablemente”, se preguntó. Cuando la justicia empezó a actuar celebró: “Sí se puede tocar a los intocables”. Y convocó: “Hay que identificar claramente hasta dónde llega la deshonestidad”.

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A pesar de las advertencias, en Colombia se impuso “la corrupción como norma”, como escribió en El Espectador el columnista, abogado y doctor en Ciencias Políticas Mauricio García Villegas, autor del libro “El país de las emociones tristes”. Opinó: “La defensa que Turbay hacía de la corrupción, más que un disparate (como siempre se ha dicho), era el producto de su agudo sentido político, el cual le permitía ver cómo una buena parte de los colombianos (entre ellos él mismo) no sólo toleraba la corrupción, sino que veía en ella, en un país en donde el ascenso social está casi bloqueado, una manera de hacer justicia”. Según él, Turbay “sabía muy bien que en Colombia la corrupción es una norma social que tiene más fuerza vinculante que la Constitución misma”.

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Foto: Archivo El Espectador

La Comisión de la Verdad, en su informe final de 2022, subrayó el efecto nocivo del narcotráfico, especialmente de la época cuando “Pablo Escobar inició una campaña para sobornar jueces con el fin de desaparecer los procesos en su contra que estaban a punto de salir a la luz pública. Quienes no aceptaron el soborno fueron asesinados”. A causa de ese tipo de violencia, “en Colombia la impunidad se ha mantenido a través de mecanismos de cooptación que, con el tiempo y a su manera, asumieron los grupos ilegales con objetivos no muy distintos. Desde la amenaza o el soborno y la corrupción, la justicia quedó inmersa en medio de las presiones del conflicto”.

El caso colombiano está lleno de casos cíclicos que en los últimos 25 años van de los sobornos de la multinacional de telecomunicaciones Ericsson hasta los de la multinacional Odebrecht, pasando por “carteles” o “carruseles” de la contratación pública en ciudades y pueblos del país. Sigue siendo vox populi “la mordida” o “la coima” de al menos un diez por ciento. Pasamos de escándalos como de corrupción Agro Ingreso Seguro, durante el gobierno de Álvaro Uribe, al de la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres, en el gobierno de Gustavo Petro, y llegamos hasta la condena del expresidente Uribe, en primera instancia, por soborno en actuación penal y fraude procesal.

Mientras tanto, los ciudadanos de a pie hemos sido testigos de la normalización del verbo sobornar, sea para convencer al “chupa”, saltarse un puesto en una fila o para “agilizar” algún trámite burocrático. Es tan arraigado ese mal comportamiento que nuestro premio nobel de Literatura, Gabriel García Márquez, lo incorporó a su realismo mágico a través de personajes como Billy Sánchez en el cuento “El rastro de tu sangre en la nieve”. En la novela El otoño del patriarca “nada sucedía en el país ni daban un suspiro los desterrados en cualquier lugar del planeta que José Ignacio Sáenz de la Barra no lo supiera al instante a través de los hilos de la telaraña invisible de delación y soborno con que tiene cubierta la bola del mundo”.

Revisando el Índice de Percepción de la Corrupción (IPC) de 2024, Colombia está en la casilla 92 entre 180 países, un puesto más malo que en el estudio de 2023. Tiene 39 puntos en una tabla en que cero equivale a mucha corrupción y 100, a muy baja. En teoría no estamos tan mal como Sudán del Sur, Somalia, Venezuela, Siria, Yemen y Libia, pero nos ubicamos lejos de los países ejemplares: Finlandia (88), Singapur (84), Nueva Zelanda (83) y Luxemburgo (84).“La corrupción es una amenaza mundial en progreso que no solo socava el desarrollo, sino también es un factor decisivo en el declive de la democracia, la inestabilidad y las violaciones a los derechos humanos. Combatir la corrupción debe ser una prioridad absoluta y constante de la comunidad internacional y de todos los países. Esto es fundamental para hacer retroceder el autoritarismo y asegurar un mundo pacífico, libre y sostenible”, anotó François Valérian, presidente de Transparencia Internacional.

De poco parece haber servido la aprobación de normas como la Ley 1778 de 2016, llamada Ley Antisoborno o Ley Anticorrupción, o que Colombia haya suscrito la Convención para Combatir el Soborno de Funcionarios en Transacciones Internacionales. Este año el economista Eduardo Lora publicó el libro Así somos los colombianos, en el que le dedica un capítulo a la delincuencia de cuello blanco que sigue operando campante a punta de sobornos.

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Guillermo Cano Isaza dejó constancia de que la herencia de este fenómeno fue la cultura del dinero fácil y del enriquecimiento ilícito; casas y apartamentos en Miami, fincas con carreteras propias, algunas veces a cambio de algunos años de condena. Por eso hoy es tan importante recordar su llamado a educar ciudadanos “insobornables y libres”, capaces de sembrar y cosechar honestidad.

Por Nelson Fredy Padilla

Periodista desde 1989, magíster en escrituras creativas, autor de cinco libros, catedrático de periodismo y literatura desde 1995, y profesor de la maestría de escrituras creativas de la Universidad Nacional, del Instituto de Prensa de la SIP y de la Escuela Global de Dejusticia.@NelsonFredyPadinpadilla@elespectador.com
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