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Hace dos días se despidió del mundo terrenal Iván Duque Escobar. Sus huellas, su legado y su calidad humana están presentes en cada segundo, antes y después de su partida, porque Dios y la vida tuvieron la generosidad de brindarme su compañía como el mejor de los padres y el mejor de los amigos. Es tal mi gratitud por lo que representó para su familia que en una de nuestras últimas conversaciones le dije que si me hubieran permitido escoger a un padre, nunca hubiera dado con alguien como él, que tuviera tantas virtudes.
Fue un hombre que dedicó su vida al servicio público. Secretario de Hacienda de Medellín, gerente fundador de Empresas Varias, diputado a la Asamblea de Antioquia, auditor externo de la Organización de Naciones Unidas, contralor de Bogotá, presidente de Renault, gerente del Instituto de Crédito Territorial, gobernador de Antioquia, ministro de dos carteras, dirigente gremial y registrador nacional del Estado Civil. En cada una de esas posiciones promovió modernización, luchó contra la corrupción, mejoró la productividad y creó equipos de personas formidables que llegaron a ser ministros, gobernadores o destacados líderes empresariales.
Una incansable hoja de vida, aunque fueron más las facetas humanas que lo hicieron admirable. Fue, por corto tiempo, jugador profesional de fútbol en el equipo Incas de Medellín; un dedicado lector que construyó una cultura enciclopédica; un historiador riguroso que se adentró en lo más profundo de la vida de Simón Bolívar; un bohemio ocasional que cantaba tangos o recitaba poemas, y un orador que exponía ante los auditorios como si leyera cada letra.
Además de esa combinación de humanismo y gerencia, Iván Duque fue un padre singular. Siempre cariñoso y al mismo tiempo exigente, tolerante ante algunas cosas y pedagogo estricto en otras, comprometido con dar amor y enseñar con su ejemplo. Sus conversaciones fueron un placer inagotable. Jamás desaproveché un minuto para deleitarme con sus charlas. Su buen humor, su agudeza analítica o su talante para no tragar entero fueron llegando a nuestros corazones y mentes.
Pero ante todo, el Iván Duque Escobar que despedimos fue sinónimo de rectitud, honestidad, cariño y preocupación por los débiles y los desposeídos, amigo incondicional, abuelo compinche y pechichón, hermano paternal y padre obsesionado por la educación. Un hombre sin excesos y un ser humano entregado siempre a querer.
Siento con mis hermanos su ausencia, pero al mismo tiempo la presencia de su espíritu. El espíritu de un luchador que hasta el último segundo batalló por su vida atormentada por la enfermedad. Mi padre no merecía sufrimiento y por eso Dios lo supo llamar. Hoy, en cada segundo, le doy gracias a la vida por ese ser inigualable que tuvimos a nuestro lado y que enalteció en todas sus facetas lo que representa un verdadero humanista.
Hasta pronto, jefe.