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Joe Biden, el líder político, según su hijo Hunter

Fragmento del libro autobiográfico “Cosas bonitas” (sello Ediciones B) en el que se cuenta de la obsesión por ser presidente de los Estados Unidos, pero primero tuvo que aceptar ser vicepresidente de Barack Obama.

Hunter Biden * / Especial para El Espectador

20 de abril de 2023 - 09:27 a. m.
El actual presidente de los Estados Unidos, Joe Biden, junto a su hijo Hunter, durante un evento deportivo en 2010. En su libro, Hunter insiste: "Beau (hermano mayor) y yo siempre supimos que papá no pararía hasta llegar a ser presidente. Ese era el sueño común de los tres".
Foto: AP - Nick Wass
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La profesión familiar no es la política sino el servicio público. Pero la política va unida a una parte considerable de este servicio y hay que tenerla en cuenta al tomar decisiones, como cuándo y a qué tipo de cargo optar y cómo hacer la campaña. A Beau (hermano mayor fallecido en 2015 por un cáncer cerebral a los 46 años de edad) y a mí siempre nos costó trazar su trayectoria política mientras la carrera de nuestro padre continuaba ascendiendo, pues ambos estábamos íntimamente involucrados tanto en lo que papá hacía en política (las carreras para el Senado, las primarias presidenciales, la decisión de formar parte de la lista electoral de Obama) como en la planificación de la propia estrategia de Beau. (Recomendamos: La importancia de la reunión de Gustavo Petro con Joe Biden).

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Beau fue elegido fiscal general de Delaware en 2006. Dos años más tarde papá dejó libre su escaño en el Senado para dedicarse a la Administración Obama. Lo normal era pensar que el gobernador demócrata designaría a Beau para que ocupara el escaño hasta que se celebraran unas elecciones parciales dos años después, en cuyo momento él sería el favorito. Beau no lo permitió. Quería que lo vieran como una presencia autónoma y no como alguien que se monta en el carro de su padre, que es una persona destacada.

El escaño fue a parar a Ted Kaufman, amigo de papá y su antiguo jefe de personal. No había nadie mejor preparado para ser senador de Estados Unidos que Ted, quien además era uno de los confidentes más cercanos de Beau y una especie de tío para nosotros dos. Cuando se convocaron las elecciones especiales, Beau acababa de regresar de Irak y no quiso causar más trastorno a su familia después de haber estado fuera un año. Tenía la mira en convertirse en gobernador, probablemente en 2016, y ninguno de nosotros planeó nada más allá de eso.

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Beau y yo siempre supimos que papá no pararía hasta llegar a ser presidente. Ese era el sueño común de los tres. Nunca hablábamos de ello abiertamente, pero teníamos claro que esa era la senda. Cuando papá tuvo que decidir si acompañar a Barack Obama como vicepresidente, Beau y yo sopesamos en privado los pros y los contras. Mi reacción inicial fue: «Eres uno de los miembros más poderosos del Senado, presides el Comité de Relaciones Exteriores y puedes tener tu propia voz». La de Beau fue menos instintiva, más predictiva, como la del niño que se plantea el salto a la poza de la cantera desde el punto más alto de una roca. «Rechazar al candidato de tu partido en unas elecciones históricas es algo que simplemente no se hace, está fuera del protocolo —aconsejó—. Tu cometido como vicepresidente será el que quieras que sea.»

Como siempre, Beau, Ashley, nuestra madre y yo éramos los únicos que estábamos con papá cuando tomó la decisión. Apiñados en el despacho de la casa de nuestros padres, con su chimenea, sus sofás Chesterfield y una pared llena de libros, estuvimos todos de acuerdo en que papá reunía tanto las dotes de persuasión como la lealtad innata que requería ese cometido. Creíamos que se convertiría en el vicepresidente más influyente de todos los tiempos, quitando a Dick Cheney, que le llevaba ventaja por manipular a su comandante en jefe.

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En noviembre de 2009 tuvimos ocasión de conocer de cerca lo intenso que era el nuevo cargo de papá, así como su capacidad para adaptarse a él. Era una época difícil, el punto álgido de un debate interno en la Casa Blanca sobre si aumentar el número de tropas en Afganistán. Sin embargo, papá no rompió la tradición familiar, mantenida desde hacía décadas, de pasar la semana de Acción de Gracias en Nantucket.

Hacía apenas dos meses que Beau había regresado de Irak. La casa en la que nos alojamos se convirtió, de hecho, en un anexo a distancia del ala oeste de la Casa Blanca, abarrotado y rodeado de militares y del Servicio Secreto. Sentados en los sillones de un gabinete revestido con paneles estilo Nueva Inglaterra, Beau y yo fuimos testigos de todo, al menos mientras no se intercambiaba información confidencial: la tensión de cuando lo que está en juego es de vida o muerte; la pelea política al más alto nivel, y las mejores cualidades de nuestro padre en la acción intensa y frenética.

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Fue un momento crítico para él. Un paso en falso podía hacer que los tres o siete años siguientes fueran largos e incómodos para él. Un vicepresidente tiene el poder que el presidente le permite tener, y hasta entonces la relación entre papá y el presidente Obama aún no se había consolidado del todo.

Papá se sentía frustrado. Tenía la sensación de que lo eclipsaban los jugadores de la Casa Blanca, el Pentágono y el Departamento de Estado. Él había apostado por oponerse a aumentar las tropas, lo que en gran medida lo enfrentaba a la secretaria de Estado, Clinton; al secretario de Defensa, Robert Gates, y al general Stanley McChrystal, que había tomado el mando en Afganistán y presionaba para que enviaran cuarenta mil soldados más.

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Entonces le perjudicaba trabajar a través de una línea telefónica segura a ochocientos kilómetros de distancia. Caminaba por la habitación mientras mantenía una apasionada conversación con Hillary Clinton. Cuando terminaron, colgó el teléfono y se volvió hacia nosotros, exasperado.

—¡Maldita sea! —exclamó, utilizándonos, como de costumbre, de caja de resonancia para ordenar sus pensamientos—. ¡Axelrod le ha calentado la oreja! Beau y yo quitamos hierro a su indignación.

—¿Qué sabrá él, papá?

—Lo suficiente.

Volvió a sonar el teléfono. Era Tony Blinken, su asesor de seguridad nacional. Papá lo puso en espera para atender otra llamada, esta vez del senador John Kerry. Kerry le informó de que McChrystal estaba camelando a Obama mientras ellos hablaban.

—¡Maldita sea!

Había breves pausas, en las que papá nos explicaba la postura de los demás y sus intereses, distinguiendo los puramente políticos y los previsores y estratégicos. Desgranaba las consecuencias para Oriente Próximo y lo que significaba para la continuidad de la OTAN. Era casi como si hubiera retomado la conversación donde la habíamos dejado alrededor de la mesa del comedor.

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Luego habló por otra línea y se embarcó en una larga discusión con el primer ministro de Francia, a quien conocía bien. Mientras tanto, llegaban faxes (sí, todavía había faxes) y los militares entraban y salían corriendo para comprobar que las líneas de comunicación con la Casa Blanca fueran seguras. La situación se prolongó durante horas.

En un momento dado, Beau y yo insistimos en que papá volara de regreso a Washington para que pudiera estar en la melé. No cedió. Al rato salimos de la habitación y llevamos a los niños a la ciudad, donde compramos sándwiches para todos. Cuando regresamos, papá seguía dando vueltas, todavía al teléfono, defendiendo su postura.

Obama acabó haciendo caso a mi padre. Al final encontró un punto medio, que fue enviar temporalmente treinta mil tropas adicionales y ordenar una retirada parcial en menos de un año. Papá había actuado en conciencia y había apuntalado su relación con el presidente. Esto lo ayudó a aumentar su influencia durante el resto de esa legislatura y el comienzo de la siguiente.

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Beau y yo nos sentimos increíblemente orgullosos y, con franqueza, honrados de ser testigos de su forma de actuar, asumiendo un riesgo político tan enorme, así como de la rapidez con que se había adaptado a su nuevo cargo. Durante los cinco días que pasamos en esa pequeña isla junto a la costa de Massachusetts se hizo evidente que, pese a sus dudas iniciales, papá había tomado la decisión acertada al aceptar ser el vicepresidente de Obama.

* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Hunter Biden es hijo del presidente de EE. UU., Joe Biden, y padre de tres hijas: Naomi, Finnegan y Maisy. Vive en California con su esposa, Melissa Cohen Biden, y su hijo Beau. Es abogado y artista. Graduado en Historia por la Universidad de Georgetown y en Derecho por la Universidad de Yale, Hunter ha representado como abogado a varias universidades jesuitas y ha formado parte de la junta directiva de numerosas empresas. Ocupó el cargo de vicepresidente de Amtrak y el de presidente de la junta de la delegación estadounidense del Programa Mundial de Alimentos.

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Por Hunter Biden * / Especial para El Espectador

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