La cacerola, personaje de este año en Colombia

El director de El Espectador y su percepción de un 2019 marcado al final por las movilizaciones ciudadanas, en una demostración histórica de protesta legítima y civismo contra la violencia.

Fidel Cano Correa
08 de diciembre de 2019 - 02:00 a. m.
“Con ese acto simple pero potente de agarrar a golpes aquel utensilio se rompieron muchas lógicas perversas en Colombia”. / Mauricio Alvarado - El Espectador
“Con ese acto simple pero potente de agarrar a golpes aquel utensilio se rompieron muchas lógicas perversas en Colombia”. / Mauricio Alvarado - El Espectador

Caía la tarde en la Plaza de Bolívar de Bogotá al cierre de un día de protestas multitudinarias que, salvo por algunos encontrones puntuales, habían transcurrido de manera muy pacífica. De repente, por una esquina de la plaza entran los vándalos de siempre, a echarlo todo a perder como siempre: máscaras, fuego, Esmad, desalojo, estallidos, caos, confusión, tristeza, frustración, incertidumbre… La violencia, siempre la violencia colombiana, arrebatando la esperanza.

En ese instante, el desenlace estaba cantado; el mismo de siempre: el vandalismo y los encapuchados tomarían el protagonismo, la respuesta oficial tendría toda la justificación para acudir a la violencia y defender lo que es de todos, la protesta se estigmatizaría, las exigencias perderían peso, la presión bajaría… Todos a sus casas, que la función ha terminado. Y ya.

Pero no, esta vez la ciudadanía no se quiso dejar quitar de las manos y a la fuerza lo que había construido, con energía pero sin violencia, durante toda la jornada ese 21 de noviembre. Mientras en los días anteriores y en los posteriores y todavía hoy se devanan los analistas sus sesos buscándole dueño a la protesta, quizá nunca conozcamos quién sacó la primera cacerola y le dio el primer golpe para abrir esa sinfonía que comenzó aquella noche y no para.

Fue una reacción espontánea lo que impidió que todo terminara como siempre. La cacerola detuvo la violencia, la protesta se salvó y el curso de la historia entendió que había caminos diferentes por donde avanzar.

Ya no importaron tanto las peticiones particulares y particularistas del Comité del Paro que convocó ese 21N y que apenas fue el detonante de algo mucho mayor: de un estado de malestar ciudadano. De malestar, precisamente, con que la historia se repita y se repita, y nada pase.

Sí, claro, hay explicaciones profundas para el fenómeno. La desigualdad quizá sea el problema central que explique el estallido, pero el cansancio es más porque esa desigualdad y tantas frustraciones acumuladas parezcan algo casi que natural, inexorable, apenas un asunto reparable con caridad o subsidios, con las sobras.

De esas cosas profundas, del “sistema”, habrá que hablar por supuesto y muy en serio. Pero la cacerola es el personaje de este año en Colombia, no solamente por la novedad de esta representación del malestar en el país —aun cuando no responda a su uso histórico original, como lo explicó Héctor Abad en una columna en este diario—, sino también porque con ese acto simple pero potente de agarrar a golpes aquel utensilio se rompieron muchas lógicas perversas en Colombia.

Esa, la de la violencia, ha sido para mí la más significativa. Porque no fue solo aquella primera noche del paro. A la siguiente, la del miedo, de un miedo mucho más feroz, provocado, tenebroso, con imágenes del Apocalipsis en Bogotá solo repetidas de las de la noche anterior en Cali, otra vez salió la cacerola a defender la voz de la protesta.

Ni la orden de irse a casa bajo toque de queda en Bogotá, en medio de esa violencia envalentonada negándose a que la historia no fuera la misma de siempre, fue impedimento para que la calle volviera a llenarse, a resistir, y a que el ruido de las cacerolas se escuchara todavía más fuerte. El poder de la cacerola, entonces, no fue ya solamente expresión del malestar sino además instrumento contra el miedo.

Un miedo que se volvió a sentir de manera más cruda con el ataque incomprensible e indefendible contra Dilan Cruz y sus horas de agonía hasta la muerte. El ambiente de rabia, entendible, crecía con las horas y la tensión entre esa ciudadanía que se veía agredida por su propio Estado y los representantes de ese Estado que intentaban minimizar lo sucedido era una invitación directa a que la violencia triunfara esta vez, otra vez. Y no. De nuevo la cacerola estuvo ahí, como desfogue, como protesta, como declaración de principios en contra de más violencia.

En estos días tan confusos, algún chileno que compartía su visión de lo que pasa en su patria se preguntaba: “¿Cómo es que en un país que ha vivido en medio de la violencia por tantos años las protestas han resultado mucho menos violentas que en Chile?”. Tremenda pregunta.

Y sí. ¿Por qué la violencia —que siempre ha servido para enrutar por el mismo cauce, el único, nuestra historia cuando se quiere ir por uno diferente— no se ha impuesto esta vez? ¿Por qué, mejor dicho, la cacerola, una cacerola tan potente que transformó nuestra realidad, llega a ser el personaje del año en Colombia?

Aventuro una interpretación, quizá demasiado celebratoria.

Razones para hacer sonar la cacerola hay, por supuesto, millones y se han visto en las variopintas protestas de este fin de año en el país. Pero lo que las ha hecho sonar tan fuerte hasta conseguir que la violencia dé un paso atrás ha sido el convencimiento de que la oportunidad que nos puso un proceso de paz como el que se tramitó con las Farc no la podemos dejar pasar.

Estos años de construcción de paz, de ver historias de reconciliación en medio de la gritería ideológica o partidista, de escuchar el perdón otorgado por tantas víctimas y la transformación reflexiva de tantos victimarios mientras los oportunistas escupen odio, de entender que somos mejores seres humanos lejos de la violencia aunque pensemos muy diferente, que los años de dolor se pueden dejar a un lado para que florezcan todas esas causas de esta nueva ciudadanía que hemos visto en la calle, todo eso, pienso o sueño, es lo que ha hecho sonar tan fuertes y afinadas estas cacerolas para arrinconar la violencia y el rencor.

Y si no estoy equivocado, que sigan sonando más duro esas cacerolas que han permitido esta vez que nuestra historia tenga la libertad de ser escrita de nuevo y no ser solamente repetida, como era siempre.

Por Fidel Cano Correa

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