Podrán decir lo que quieran, pero el Congreso de Colombia ya avanza en la tarea de aprobar los acuerdos de La Habana (Cuba) para que sean elevados a rango constitucional. La mesa de negociación parece erigirse como el órgano principal de una inesperada constituyente, en que Gobierno y Farc están buscando modificar la Constitución de 1991. No de otra manera se explica cómo en su declaración le fija al Congreso no sólo limites en el trámite a aprobar o improbar los contenidos, sino que además fija los procedimientos y tiempos en que debe realizar esa labor. ¿Qué va a pasar si en algún momento el Congreso no llega a aprobar alguna de las “reformas” acordadas en La Habana?
Son comprensibles las preocupaciones de las Farc por el cumplimiento de los acuerdos. Pero eso no justifica que se tengan que elevar a rango constitucional. Para modificar la Constitución solo hay uno de tres caminos: un acto legislativo del Congreso (cuyos procedimientos y tiempos están regidos por su propio reglamento y no por un tercero); un referendo o una constituyente. Y la fórmula que se anunció desde La Habana no cabe en ninguna de los tres, porque hay anomalías de forma y de fondo que le quitan viabilidad a esa alternativa.
Los problemas de forma
El primer problema aparece cuando la mesa de negociación hace expresa su decisión de elevar a la condición de Acuerdo Especial el Acuerdo Final que suscriban las partes, “en los términos del Artículo 3 común a los Convenidos de Ginebra de 1949”. Se trata de darle a ese Acuerdo Final el carácter de un tratado de aquellos que “no se pueden suspender, ni siquiera estando vigentes los estados de excepción”.
El propósito parece noble: blindar el Acuerdo Final. Pero para comenzar hay que decir que los acuerdos especiales tienen como objetivo fundamental, “poner en vigor la totalidad o parte de las disposiciones de [los] 0convenio [s]”, suscritos entre los países para proteger a las personas que están en medio de un conflicto armado. Es decir, sólo se está hablando de tratados que protegen los derechos humanos. Y el aporte del artículo 3 común a los cuatro Convenios de Ginebra de 1949 está en que hace referencia a los “conflictos no internacionales”. En estos casos establece que “las partes en conflicto harán lo posible por poner en vigor, mediante acuerdos especiales, la totalidad o parte de las otras disposiciones del presente convenio”.
Así, en los acuerdos especiales, la protección del Derecho Internacional Humanitario (DIH) en conflictos internos es limitada, sus alcances son precisos. Se trata de proteger a la población civil (p.e. evitar el reclutamiento de menores, el ataque a escuelas o acueductos, o sistemas de juzgamiento que contribuyan a que las víctimas conozcan la verdad de lo ocurrido, o sean reparadas por los victimarios). No son acuerdos para regular el posconflicto, pues allí operan las reglas generales. Esa es su naturaleza. Por esa razón, los pactos suscritos entre el Gobierno y las Farc sobre tierras, participación política o narcotráfico, no tienen nada que ver con el DIH y su propósito es muy distinto. Es el posconflicto, no la protección de las víctimas.
Ahora, al tratar de incorporar el Acuerdo Final en el bloque de constitucionalidad, le está dando el carácter de tratado internacional a un pacto entre connacionales. Por más que esté respaldado por cinco estados extranjeros, eso no le da el carácter de internacional al que solo es un tratado de paz entre nacionales. Como se sabe, en el bloque de constitucionalidad solo se involucran tratados, convenios subregionales o ecuménicos. Es decir, tratados mundiales o globales que se originan y suscriben en el ámbito de las organizaciones internacionales a las que pertenecen los estados firmantes.
Los acuerdos especiales, como los suscritos por Gobierno y Farc sobre reclutamiento de menores o en el punto 5 de justicia (en lo relativo a las víctimas), son propios del DIH. Y por eso entran automáticamente en el bloque de constitucionalidad. Pero no por eso pueden cambiar su naturaleza ni expandir su contenido a otros temas (como narcotráfico, desarrollo agrario o participación en política), aunque un gobierno y un grupo guerrillero en su negociación hayan decidido nombrar de esa manera lo que pactan entre ellos. Un Estado no puede unilateralmente modificar las normas y la naturaleza del derecho internacional. Solo pueden hacerlo los estados en su conjunto.
Los problemas de fondo
Incorporar el Acuerdo Final a la Constitución plantea serios problemas de orden y jerarquía constitucional. Por ejemplo, si se considera el punto 5 del Acuerdo General, que crea la Jurisdicción Especial de Paz, desde sus primeros enunciados se encuentra una permanente ambigüedad en el origen de la jurisdicción, en la medida en que invoca para su creación la Carta de las Naciones Unidas, negando el carácter vinculante del derecho interno, pero a la vez invoca el derecho a la paz para restar la fuerza de las obligaciones internacionales adquiridas.
La creación de la Jurisdicción Especial de Paz (por lo menos en el contenido que hasta ahora se conoce) está marcada por una multiplicidad de vacíos y ambigüedades. Desde los llamados “principios básicos del componente de Justicia del Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y no Repetición”, cuyos enunciados carecen de claridad y alcance, abriendo un espacio a múltiples interpretaciones, hasta los vacíos que provoca en el cumplimiento de uno de sus principales postulados, al no establecer medidas precisas que puedan garantizar la participación de las víctimas en las instancias procesales y en el acceso que puedan tener a la reparación integral que invoca el acuerdo.
Es evidente que al momento en que el Acuerdo Final se eleve a rango constitucional sin que se hayan resuelto los problemas de ambigüedad en los textos, no sólo va a alterar de manera significativa el ordenamiento judicial establecido por la Constitución de 1991, sino que va a propiciar unos vacíos interpretativos que, lejos de contribuir a la terminación del conflicto armado, abren nuevos frentes de confrontación.
Más allá de los problemas implícitos en la “transitoriedad”, elevar a rango constitucional el Tribunal Especial de Paz no sólo le imprime un carácter de permanencia y peso jurídico que puede erosionar las instancias ordinarias. También lo hace inmodificable por vía legal. Tal pretensión además de ambiciosa es discutible, pues en nada posee relación con la jurisdicción ordinaria y, muy por el contrario la puede modificar, en cuanto a su competencia y autonomía, pues puede y, se dice, debe cambiar decisiones que ya se han tomado, sin su participación. ¿Qué va a pasar cuando una decisión de esta jurisdicción contravenga o niegue una decisión tomada por instancias ordinarias?
Y este solo es un ejemplo de la implicación que podría tener la decisión de elevar a rango constitucional el Acuerdo Final suscrito en La Habana. En los cinco puntos que se conocen como aprobados hasta ahora, hay algunos que van a implicar un cambio político e institucional de grandes dimensiones. La implementación de los acuerdos en materia de participación en política, régimen electoral, narcotráfico o desarrollo agrícola puede alterar por completo el ordenamiento institucional, confiriendo un rango que no tienen y que, por tanto, los debilita en sus posibilidades de cumplimiento.
Somos amigos de la paz. Pero si lo pactado en La Habana hiciera parte de la Carta Política, significaría que las Farc y el Gobierno han asumido un poder constituyente que, por la puerta de atrás, está modificando el contenido de la Constitución de 1991. Antes que blindar los acuerdos, los anuncios amenazan con debilitar seriamente el régimen jurídico, político e institucional del país, con impensables consecuencias.
Los argumentos del presidente Santos