La digitalización del mundo en que vivimos avanza inexorable. Somete nuestra percepción, nuestra relación con el mundo y nuestra convivencia a un cambio radical. Nos sentimos aturdidos por el frenesí comunicativo e informativo. El tsunami de información desata fuerzas destructivas. Entretanto, se ha apoderado también de la esfera política y está provocando distorsiones y trastornos masivos en el proceso democrático. La democracia está degenerando en infocracia.
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En los primeros tiempos de la democracia, el libro era el medio determinante. El libro instauró el discurso racional de la Ilustración. La esfera pública discursiva, esencial para la democracia, debía su existencia al público lector. En Historia y crítica de la opinión pública, Habermas señala una estrecha relación entre el libro y la esfera pública democrática: “Con un público lector general, compuesto principalmente por los ciudadanos urbanos y la burguesía, y que se extiende más allá de la república de los sabios (…), se forma una red relativamente densa de comunicación pública, por así decirlo, desde el centro de la esfera privada”.
Sin la imprenta, no podría haber habido una Ilustración que hiciera uso de la razón, del raisonnement. En la cultura del libro, el discurso muestra una coherencia lógica: “En una cultura determinada por la impresión de libros, el discurso público se caracteriza generalmente por una ordenación coherente y regulada de hechos e ideas”.
El discurso político del siglo XIX, marcado por la cultura del libro, tenía una extensión y una complejidad totalmente distintas. Los famosos debates públicos entre el republicano Abraham Lincoln y el demócrata Stephen A. Douglas ofrecen un ejemplo muy ilustrativo. En un duelo dialéctico que mantuvieron en 1854, Douglas habló en primer lugar durante tres horas. Lincoln también tenía tres horas para responder. Tras la respuesta de Lincoln, Douglas volvió a hablar durante una hora. Ambos oradores trataron temas políticos complejos con unas formulaciones, en parte, muy complicadas.
La capacidad de concentración del público era asimismo extraordinariamente grande. La participación en el discurso público era una parte integral de la vida social de la gente de la época. Los medios de comunicación electrónicos destruyen el discurso racional determinado por la cultura del libro. Producen una mediocracia. Tienen una arquitectura especial. Debido a su estructura anfiteatral, los receptores están condenados a la pasividad.
Habermas responsabiliza a los medios de comunicación de masas del declive de la esfera pública democrática. A diferencia del público lector, la audiencia televisiva está expuesta al peligro de recaída en la inmadurez: “Los programas que emiten los nuevos medios de comunicación (…) restringen las reacciones del receptor de una manera peculiar. Cautivan al público como oyente y espectador, pero al mismo tiempo le privan de la distancia de la ‘madurez’, de la posibilidad de hablar y contradecir.
Los razonamientos de un público lector ceden al ‘intercambio de gustos’ e ‘inclinaciones’ de los consumidores (…). El mundo producido por los medios de masas es una esfera pública solo en apariencia”. En la mediocracia, también la política se somete a la lógica de los medios de masas. La diversión determina la transmisión de los contenidos políticos y socava la racionalidad.
En su obra Divertirse hasta morir, Neil Postman, teórico estadounidense de los medios de comunicación, muestra de qué manera el infoentretenimiento conduce al declive del juicio humano y sume a la democracia en una crisis. La democracia se convierte en telecracia. El entretenimiento es el mandamiento supremo, al que también se somete la política: “El esfuerzo del conocimiento y la percepción se sustituye por el negocio de la distracción. La consecuencia es una rápida decadencia del juicio humano.
Hay una amenaza inequívoca en ella: hace al público inmaduro o lo mantiene en la inmadurez. Y toca la base social de la democracia. Nos divertimos hasta morir”. Las noticias se asemejan a un relato. La distinción entre ficción y realidad se torna difusa. Habermas también señala el infoentretenimiento, que tiene un efecto destructivo en el discurso: “Las noticias y los informes, incluso las declaraciones, están equipados con el inventario de la literatura de entretenimiento”.
La mediocracia es al mismo tiempo una teatrocracia. La política se agota en las escenificaciones de los medios de masas. En el apogeo de la mediocracia, el actor Ronald Reagan fue elegido presidente de Estados Unidos. En los debates televisivos entre contrincantes, lo que cuenta ahora no son los argumentos, sino la performance. El tiempo de intervención de los candidatos presidenciales también se acorta de forma radical. El estilo de oratoria cambia. Quien ofrezca un mejor espectáculo ganará las elecciones.
El discurso degenera en espectáculo y publicidad. Los contenidos políticos tienen cada vez menos importancia. La política pierde así toda su sustancia y se ahueca en una política telecrática de imágenes. La televisión fragmenta el discurso. Hasta los medios impresos se vuelven televisivos: “En la era de la televisión, la noticia breve se convierte en la unidad básica de información en los medios impresos (…) No puede pasar mucho tiempo antes de que se concedan premios a la mejor noticia de una sola frase”.
Ni siquiera la radio, que es en verdad idónea para transmitir un lenguaje racional y complejo, se libra de este proceso de decadencia. Su lenguaje también es cada vez más fragmentario y discontinuo. La radio está secuestrada asimismo por la industria musical. Su lenguaje está diseñado para “provocar reacciones viscerales”. Se transforma en un equivalente lingüístico de la música rock.
La historia de la dominación se puede describir como el dominio de diferentes pantallas. En su alegoría de la caverna, Platón nos presenta una pantalla arcaica. La caverna está concebida como un teatro. La luz de una hoguera proyecta en la pared de una caverna las sombras de diversos objetos que unos hombres mueven a espaldas de los prisioneros recluidos en la caverna. Estos prisioneros, encadenados desde la infancia por el cuello y las piernas, ven las sombras y creen que son la única realidad. La pantalla arcaica de Platón ilustra el dominio de los mitos.
En el estado de vigilancia totalitaria de Orwell, una pantalla llamada telescreen cumple una función esencial. En ella se ven sin parar emisiones propagandísticas. Frente a ella, las masas llevan a cabo, en un estado de excitación colectiva, rituales de sumisión en los que gritan al unísono. En la vida privada, la telepantalla funciona también como una cámara de vigilancia con un micrófono muy sensible que registra el más mínimo sonido.
La gente vive sabiendo que está siendo permanentemente vigilada por la policía del pensamiento. La telepantalla no se puede desconectar. Es un aparato disciplinario biopolítico. Todos los días organiza una gimnasia matutina que sirve para producir cuerpos dóciles. En la telecracia, la pantalla de vigilancia del Gran Hermano es sustituida por la pantalla de televisión. La gente no está vigilada, sino entretenida. No está reprimida, sino que se vuelve adicta.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial.