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El preámbulo de la Constitución de los Estados Unidos, emitida en 1787 con vigencia desde marzo de 1789 —es decir, hace más de dos siglos— dice: “Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos, a fin de formar una unión más perfecta, establecer la justicia, garantizar la tranquilidad nacional, tender a la defensa común, fomentar el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros y para nuestra posterioridad, por la presente promulgamos y establecemos esta Constitución para los Estados Unidos de América”.
Ese significado de pueblo en la Constitución gringa engloba a todos los habitantes que lucharon por la independencia de los estados dominados por Inglaterra. Es decir, la soberanía y la unidad nacional fueron el resultado de la voluntad popular. Así, el pueblo, desde que constituyó ese territorio como nación independiente, se convirtió en el protagonista fundamental y en la base de una democracia real.
No pasó lo mismo en Colombia. En la Constitución de 1886 no existe la palabra “pueblo”. Y en el uso corriente de este vocablo en nuestras tierras se le identifica como al conjunto de personas que no poseen propiedades, títulos, riqueza, ni voz. Los “don nadie”; es decir, el conjunto de los desposeídos, de los excluidos. En inglés, la palabra people significa “pueblo” y también significa “gente”. Pueblo y gente son la misma cosa. En nuestro país, pueblo es antagónico de gente. Y ello explica la repugnancia, el rechazo, el miedo de quienes se consideran “gente”. Desprecian o le tienen miedo al “pueblo”. O ambas cosas, según las circunstancias.
¿Cómo se coló el pueblo en la Constitución de 1991 hasta convertirse en el protagonista de la soberanía? A mi modo de ver, el pueblo apareció en la escena de finales de los años 80 como una invocación y un recurso legítimo. Como una invocación, producto de la incapacidad de la clase dirigente, en su globalidad, y de los gobiernos, en particular, para superar la profunda crisis de esos años. Como se invoca a Dios cuando todo está perdido o al Chapulín Colorado cuando no hay quién nos defienda. Gobiernos incapaces de contener la violencia y la cooptación del narcotráfico e incapaces de cumplir los pactos con la insurgencia. Y, sobre todo, incapaces de garantizar la vida de los colombianos. Y como un recurso legítimo de sectores populares que habían dejado oír sus voces en paros cívicos, protestas ciudadanas y levantamientos armados.
Por esa época hubo dos detonantes iniciales: el asesinato de Luis Carlos Galán, en agosto de 1989. Sectores inteligentes de la clase dirigente —gente divinamente bien— vieron en ese asesinato el signo mismo de la debacle del régimen. Rectores de las universidades privadas estimularon a los estudiantes para empujar la convocatoria a una asamblea constituyente de origen popular. Surgió así el movimiento universitario por la Séptima Papeleta. El intento de una constituyente como pacto de élites ya había fracasado en el Acuerdo de la Casa de Nariño. Una pobre reedición del Frente Nacional en cabeza de Virgilio Barco y Misael Pastrana, afortunada y oportunamente declarada inviable por el Consejo de Estado.
El segundo detonante fue el fracaso del Gobierno para cumplir el pacto político acordado con el M-19, una organización guerrillera surgida en los años 70 como protesta por un fraude electoral cuyo lema era “con el pueblo, con las armas, al poder”. Convencidos de la necesidad de la paz y con el liderazgo de Carlos Pizarro, empezaron un proceso de negociación el 19 de enero de 1989. Con las fuerzas sociales y políticas de ese entonces, prefiguraron un pacto político que permitiese su desarme y desmovilización. Pero ni el Congreso ni el Gobierno lograron sacarlo adelante. Frente a este fracaso, Pizarro propuso acudir al pueblo de forma extraordinaria, mediante una asamblea constituyente o un referéndum que les diese viabilidad a los acuerdos. Eso fue en diciembre de 1989. A Pizarro lo asesinaron el 26 de abril de 1990.
La institucionalidad colombiana había mostrado que no era capaz de hacer la guerra contra el narcotráfico ni la paz con la guerrilla. El plebiscito de 1957, con el cual se consagró el Frente Nacional, un pacto cerrado entre los dos partidos tradicionales, había cerrado la posibilidad de que fuese el pueblo quien pudiese reformar la Constitución. En su fatídico artículo 13 decía: “En adelante, las reformas constitucionales solo podrán hacerse por el Congreso, en la forma establecida por el artículo 218 de la Constitución”. En otras palabras, el pueblo, al cual se había acudido para legitimar este acuerdo de paz y gobernabilidad, ya no podía ser protagonista de otro cambio constitucional. Desaparecía así de la escena política colombiana. Usaron al pueblo y, de una, botaron la llave de la participación popular.
Fue la Corte Suprema de Justicia la que, en su sentencia 2214 de octubre de 1990, rompió esa traba jurídica al declarar exequible la convocatoria a una asamblea constituyente dictada mediante decreto de Estado de Sitio, sabiamente estableció que la nación es el pueblo y, por tanto, soberano. De modo que la soberanía popular terminó convirtiéndose en el alma misma de la nueva constitución.
Y el preámbulo de la Constitución del 91 empieza con una magnífica oración: “El pueblo de Colombia, en ejercicio de su poder soberano…”. Solo uno de los constituyentes de ese entonces, Alberto Zalamea, se negó a firmar la nueva carta política planteando que la soberanía debería seguir siendo potestad de la nación, no del pueblo.
Hoy en día, a muchos les fastidia ese enunciado constitucional, pues 105 años de negación del pueblo no se borran con treinta años de reivindicación. El llamado a un protagonismo de todos los miembros de la nación, en igualdad de condiciones y derechos, lo censuran con el nombre de “populismo”. Esa palabra, “pueblo”, siguió siendo obscena, cuando lo popular, lo populista, debería ser el glorioso signo de los nuevos tiempos constitucionales.
Por fortuna, al pueblo no se le puede invocar en vano y la caja de Pandora ya está abierta.
*Exconstituyente y exguerrillero del M-19.