Katiuska tiene 16 años y hace unas semanas se convirtió en madre de un bebé que todavía no tiene nombre. Con su mirada en el pasado, le cuenta a su tía Iria que después del parto no lograba sentir nada, que el miedo y el dolor se esfumaron de repente, incluso cuando su niño ardía en fiebre y era trasladado de urgencia a un hospital con mejores equipos y personal que el de Siapana (La Guajira), una tierra wayuu donde el agua potable no llega y las carreteras todavía son solo trochas de arena.
Recuerda que los médicos le explicaron que su hijo tenía altas posibilidades de morir si no era atendido en un centro médico de mayor nivel y el más cercano se encontraba en el municipio de Maicao, a cinco horas en carro y eso solo si se tomaban las vías del país vecino, Venezuela, pues las de Uribia –que ya son deficientes– se habían borrado en ese momento en medio de los remolinos de arena y las lluvias de la temporada.
Todavía envuelta en sudor y cargando a su bebé, Katiuska se subió temblando y con pocas fuerzas a un vehículo que llevaba el letrero de “misión médica”. No era una ambulancia, pues no tenía equipo, insumos ni camilla; era una camioneta blanca con vidrios negros y dos cruces rojas a sus costados que tenía permiso de cruzar la frontera. Ya lo había hecho innumerables veces con pacientes en estado crítico, mujeres a punto de dar a luz y niños y niñas con serias complejidades de salud que requerían atención inmediata.
Tras un recorrido a la velocidad que dicta la urgencia, llegaron al Hospital San José de Maicao, uno de los tres únicos centros médicos de segundo nivel que hay en el departamento y que recibe en promedio al 65 % de las mujeres embarazadas que son trasladadas desde la Alta Guajira por distintas complicaciones, según cifras de la Secretaría de Salud del departamento a las que accedió El Espectador.
Mientras su sobrina lacta al pequeño, Iria recuerda que fueron precisamente las dificultades para recibir atención médica en el norte guajiro las que la “obligaron” a mudarse a Maicao e iniciar una vida desde cero vendiendo artesanías y mantas guajiras. Eso, aunque le ha costado estar lejos de los suyos y adoptar un estilo de vida con “menos esencia wayuu”, le ha bastado para que sus hijos estudien, coman y sean atendidos cuando la enfermedad toca la puerta.
Con una ligera sonrisa sale rápidamente de sus pensamientos y afirma que fue gracias a esa decisión que tomó hace casi 10 años que su sobrina tuvo adonde llegar y a quien abrazar mientras su bebé recibía atención en la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI) durante una semana entera, que pareció más larga.
“Allá (Uribia) no hay muchos médicos y solo buscan calmar el dolor, no se hacen operaciones y para los bebés no hay incubadoras. Por eso no quiero que Katiuska se vaya y así se lo dije, llevarse al bebé es riesgoso, si le vuelve a dar fiebre, ¿para dónde agarran?, para llegar hasta aquí hay mucho trabajo”, indica Iria afuera del hospital San José de Maicao.
Ya lo peor pasó y el bebé, al que le buscarán un nombre, salió de Cuidados Intensivos, pero con la advertencia de tener desnutrición y condiciones médicas por revisar casi que diariamente debido a un embarazo en el que no se tuvo la correcta alimentación. Katiuska asiente y le dice a su tía que se quedará, pero admite que le hace falta su casa, el silencio del desierto y la noche que temprano empaña al cielo.
Contrario a Katiuska y su bebé, hay madres y recién nacidos que son atendidos muy tarde o que mueren en un trayecto al centro guajiro o en la misma ruralidad del único desierto habitado de Colombia, donde el agua, la comida y la salud no alcanzan para todos. O quizá sí, pero se pierde en la arena, o en el fuerte viento, o en las promesas mentirosas.
Nada más este año, la cifra preliminar de razón de mortalidad materna (RMM) en La Guajira es de 98,2 casos por 100.000 habitantes, en 2024 fue de 138,1 y en pandemia se elevó a 185,8 (2021). Para poner las cifras en perspectiva, el año pasado el promedio de la RMM a nivel nacional fue de 44,3 muertes por cada 100.000 nacidos, la más baja en los últimos 20 años. Según el Instituto Nacional de Salud (INS), desde 2018 la meta de Colombia ha sido reducir la mortalidad materna a 32 casos por cada 100.000 nacidos vivos.
Según la OMS, más del 90 % de las muertes maternas en el mundo ocurren en países con ingresos bajos y mediano bajos: “La mayoría podrían haberse evitado”.
Las cifras que se reportan en La Guajira se mantienen lejos de la meta, convirtiéndolo en uno de los departamentos con mayores barreras para parir dignamente y con una de las tasas de mortalidad materna más altas del país de acuerdo con su densidad poblacional. Las razones que influyen son muchas: las dificultades para acceder al sistema de salud, la falta de vías para conectar al norte guajiro con los centros médicos, las condiciones precarias en las que viven muchos habitantes.
El Espectador recorrió durante una semana estas tierras guajiras para escuchar las voces de las madres que pese a las dificultades pueden contar su historia; las de las familias que se despidieron con la promesa de criar al recién nacido y las de aquellas mujeres que se recuperan de la pérdida, pues aunque el mismo Gobierno del presidente Gustavo Petro y la Gobernación de Jairo Aguilar coinciden en que las cifras de mortalidad materna han bajado en los últimos tres años, los esfuerzos siguen quedándose a medias.
De hecho, en el mismo territorio su gente asegura que sería ingenuo no considerar que hay un subregistro de muertes, pues muchas veces el solo hecho de informar sobre el fallecimiento de una madre implica gastar dinero en el desplazamiento hasta un centro de salud. Hay casos que simplemente se quedan en las rancherías, unos extensos terrenos alejados del centro urbano donde habitan los Epieeyuu, los Pushaina, los Uliana o alguno de los aproximadamente 30 clanes que conforman a los wayuu.
La lideresa por los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres guajiras Adriana Pushaina, que es parte de uno de estos clanes, pero ahora está radicada en Bogotá, comenta que hay serias complejidades en su departamento que en muchas ocasiones son utilizadas por el Estado para justificar la indiferencia y la falta de voluntad. Advierte que los casos de mortalidad materna podrían ser muchos más que los que llegan al oído de la institucionalidad.
“Es realmente cruel la situación y la diferencia en la prestación de servicios entre Bogotá y La Guajira. Hay mujeres que han muerto y no están contadas en las estadísticas porque muchas fallecieron en sus territorios, que pueden estar a 9 e incluso 10 horas de Riohacha. Se cuentan a las gestantes que llegaron a la ciudad, a un centro de atención y fallecieron, pero, ¿cuántas han muerto y han sido enterradas en su territorio?, ¿cuántas han muerto siendo atendidas por parteras?”, indica Pushaina.
Con el corazón pesado y la voz que se quiebra sin voluntad, Lilia y Nidia cuentan la historia de Yanireth, una joven wayuu de 24 años que falleció días después de que naciera su segundo hijo, José David, en una cesárea de urgencia cuando estaba por cumplir los siete meses de gestación. Poco vio y abrazó a su bebé, pues inmediatamente después del parto ingresó a cuidados intensivos y su niño a una incubadora.
José David ahora duerme en el pecho de su abuela Lilia, así ha sido por los últimos tres meses. Y su hermanito de cuatro años, Hermes Rafael, juega alrededor de la ranchería y corretea a varios chivos pequeños que están sueltos por el lugar y que de tanto en tanto meten sus balidos en la conversación.
“Hermes dice que ella está durmiendo y que se va a quedar con ella, con ‘Yaina’, como la llama. La visita todas las tardes en la tumba y me dice ‘yo tengo que quedarme, no me voy contigo’”, cuenta Lilia, quien se convirtió en la madre y abuela de los dos niños.
Es ella quien viaja desde su ranchería hasta Maicao para que José David asista a los controles rutinarios que requiere un bebé y sea tratado por una infección urinaria que tiene desde hace unas semanas: “Estoy reemplazando a la mamá, yo soy su mamita ahora”.
Un bebé sin su madre y una madre sin su hija, así resume Lilia el momento que le tocó vivir. Algunos días, cuando se concentra mucho en una tarea se le olvida por unos minutos que Yanireth ya no está, pero luego los llantos de José David o las risas de Hermes la devuelven a su realidad. Coincidencialmente, otra mujer de la comunidad parió y es hoy quien le da lactancia al bebé.
A Nidia se le fractura el tono de la voz cuando recuerda las últimas conversaciones que tuvo con su prima y relata cómo fue tener que desplazarse desde Maicao hasta Barranquilla para que Yanireth pudiera recibir mejor atención médica. Todos los días la visitaba con el objetivo de decirle que su bebé estaba a más de 300 kilómetros esperando su regreso, que Hermes David preguntaba diariamente “dónde está Yaina” y que debía reunir toda la fuerza que quedaba en su cuerpo, pero sobre todo en su mente, para saber que el dolor menguaría.
Sentada en un “chinchorro” junto a su tía, Nidia sabe que no puede hablar más, pues las lágrimas se desbordarían. Hay silencio por largos minutos, pero Hermes David lo rompe con sus carcajadas, pues esta vez fue a él a quien empezaron a corretear los chivos.
La escena conmueve a Lilia, quien luego de tomar una bocanada larga de aire dice con la mayor claridad que en La Guajira hay fallas y negligencias estructurales que provocan muertes que se podrían prevenir. Así lo cree en el caso de Yanireth.
“Realmente era poco lo que nos explicaban los médicos de su situación. Después de salir de UCI la remitieron a Barranquilla y allá muere días después. Pude hablar con ella varias veces, oramos, siempre me preguntaba por su bebé y me decía que tenía mucha ilusión de volverlo a ver. Aquí muchas vidas se pierden porque no están las herramientas ni los equipos, pero debería haberlas, esta región le da mucho al país”, sostiene Nidia.
En La Guajira no hay ni un solo hospital de alta complejidad, por lo que es usual que los pacientes en estado crítico, entre esas las gestantes, sean remitidos a Barranquilla y Valledupar. De las cientos de IPS habilitadas en este departamento, que aparecen en el Registro Especial de Prestadores de Servicios de Salud (REPS) del Ministerio de Salud, no hay ninguna de tercer nivel, apenas 3 son de segundo nivel (San José de Maicao, Nuestra Señora de los Remedios, en Riohacha, y San Rafael en San Juan del Cesar) y 41 son de primer nivel.
En agosto de 2024, la Cancillería, entonces liderada por Luis Gilberto Murillo, impulsó la firma de un memorando entre Colombia y Emiratos Árabes Unidos para la donación del que sería el primer hospital de alta complejidad en La Guajira, que atendería a 800.000 habitantes de 15 municipios del norte y centro de La Guajira. Un año y dos meses después no hay mayor avance para que el acuerdo simbólico se concrete.“El lote ya está, lo dio la Universidad de La Guajira y Hocol (Ecopetrol), desde la Alcaldía de Riohacha ya hicimos lo propio en el Concejo para los documentos que se necesitan para la obra. Pero desde abril, que fue la última reunión, no hemos sabido nada más y ya es para que se haya iniciado. El Ministerio de Salud dice que el ofrecimiento sigue en pie”, menciona el alcalde Genaro Redondo.
La Guajira sigue sin un solo hospital de alta complejidad y varias de las obras que inició el gobierno Petro con una inversión de más de COP 80.000 millones, para mejorar la infraestructura hospitalaria se mantienen inconclusas.
Entre esos proyectos está el hospital de Nazareth (Uribia), intervenido por la Superintendencia de Salud desde el 15 de enero de 2025 por orden directa del presidente Petro, quien en una visita a la región en noviembre del año pasado dijo que fue necesario por las demoras que venían presentándose en su reconstrucción y remodelación, para las que se dispusieron COP 37.000 millones.
Y mientras estas obras culminan, presta servicio un hospital de campaña en la mitad del desierto que, según cifras de la Secretaría de Salud del departamento, ha atendido 35 cesáreas y 15 partos con corte a septiembre.
Dos trabajadores de esta institución, que estuvieron en paro por falta de pago de sus salarios, mencionan que han sido testigos de fallecimientos de mujeres y bebés por las complejidades que atraviesa el sistema. Cuentan que si bien las obras avanzan a buen ritmo, la prestación de servicio ha estado en jaque durante algunos meses.
No quieren dar sus nombres, pues temen algún tipo de regaño o represalia de parte del hospital, pero fueron ellos los que estuvieron guiando a Katiuska y su tía frente a todos los procedimientos que debían hacer para que el bebé recibiera atención, medicamentos y la garantía de que seguirá siendo revisado por los médicos. “Si la situación es compleja en Riohacha y Maicao, en el extremo norte guajiro es el triple”, dice uno de ellos.
“La Gobernación de La Guajira hizo un acuerdo con Venezuela para poder usar las vías de este país vecino para el traslado de pacientes desde el extremo norte guajiro hasta Maicao y Riohacha”
El Hospital Nazareth ya ha tenido dos agentes interventores, esto debido a las fuertes críticas que despertó Nelvis Yudian Guerra, la primera funcionaria nombrada que estuvo en el cargo hasta agosto y que sería cercana al clan del exgobernador Kiko Gómez. Aunque ella defiende su gestión, su renuncia fue impulsada por trabajadores de la entidad que entraron a paro para exigir su renuncia y el pago de meses de salario.
En todo caso, esta es una obra que el presidente Petro espera finalizar antes de este año y así se los dijo a sus ministros en un reciente consejo del gabinete: “Este hospital se lo estaban robando. Ahora tenemos buena parte y a final de año se termina para que, por primera vez, La Guajira del extremo norte tenga hospital”.
El gobernador de La Guajira, Jairo Aguilar, admite que los esfuerzos no alcanzan: “Hoy nuestros hospitales prácticamente están quebrados. Las EPS no pagan, no se les paga a las clínicas, a los hospitales y la deuda está por alrededor de COP 170.000 millones. Además, toda esta situación es aún más complicada porque más del 86 % de nuestra atención es subsidiada, estamos hablando de que la mitad de nuestra población es indígena”.
No solo eso, pues además de los guajiros, en el departamento hay una importante población refugiada migrante también atravesada por desigualdades. Muchas de estas personas viven en “La Pista”, que pasó de ser el aeropuerto abandonado de Maicao al mayor asentamiento de migrantes venezolanos de toda América Latina. Las cifras varían, pero en promedio, allí habitan 9.000 personas.
Solo en una misma cuadra del asentamiento, tres mujeres en embarazo, Yusmari, Ana Julia y Bianca, aseguran que a pesar de no contar con agua potable, electricidad ni la suficiente alimentación, tienen mejor atención médica que la de Venezuela, así como garantizado el colegio para sus niños que nacerán en los siguientes meses.
“Extraño a mi mamá y mi casa, que es grande y linda. Extraño tener una nevera y poder tomar jugo frío cuando quiera, pero aquí estoy con mi esposo y me dan los medicamentos para los niños. Tampoco pagamos arriendo”, dice Yusmari Barbosa, mujer wayuu de Venezuela de 24 años.
Yusmari vive con sus tres niños y su esposo en una casa que construyeron con láminas de lata y polisombra, materiales que hacen que los 35 ° de temperatura que marcan casi que diariamente se sientan más calientes. Cuando hay sed deben ir hasta la tienda del asentamiento o hasta la casa de July, la lideresa del lugar, a comprar bolsas de agua o una gaseosa. Y cuando quiere ir al baño debe caminar 300 metros para ir a la casa de su suegra, que sí tiene baño.
Por ley, todo centro médico con servicio de urgencia tiene la obligación de atender un parto, sin importar el tipo de afiliación que tenga la mujer o si no está vinculada. No obstante, hay barreras para la atención previa, la de la gestación, desde la falta de información sobre los derechos sexuales y reproductivos por parte de las mujeres embarazadas, hasta las negligencias médicas y violencia obstétrica que puede presentarse.
Y es en medio de todas estas complejidades que las parteras asumen un papel clave para la atención de embarazos y partos. Katiuska, por ejemplo, cuenta que durante su embarazo solo asistió a control dos veces, pues salir de su ranchería al centro médico más cercano le tomaba dos horas en moto y le costaba una suma de dinero que pocas veces ha tenido en sus manos.
Fue la partera de su comunidad quien le ayudó en momentos de dolor con el suministro de bebidas, ejercicios de respiración e indicaciones. Eso sí, fue clara en que su única condición era que debía dar a luz en un hospital, como finalmente sucedió, pero luego de extensas horas de espera para recibir atención que pusieron en riesgo la vida de su hijo.
Según Katerine Ariza, profesora e investigadora del Instituto de Salud Pública de la Universidad Javeriana que ha liderado investigaciones sobre la mortalidad materna en La Guajira, en la región ya son numerosas las parteras que están rehusandose a la atención de partos de las mujeres de su comunidad por el temor a ser vinculadas y “perseguidas” en un eventual fallecimiento de una mujer o su bebé.
“Ya no quieren partear ni enseñar a otras mujeres sus conocimientos porque tienen miedo. Y esto es problemático porque en ellas recae gran parte de la atención, tanto del embarazo como del parto. Además, ayudan a que los embarazos de las comunidades wayuu sean cercanos a las prácticas culturales indígenas”, expone Ariza.
Aunque en 2022 la Corte Constitucional reconoció a la partería como saber ancestral y patrimonio cultural de Colombia y le ordenó al Ministerio de Salud integrar a las parteras al Sistema de Seguridad Social, a la fecha solo se ha empezado a cumplir en el Chocó. Uno de los argumentos del alto tribunal para emitir su sentencia fue la atención que dieron estas mujeres cuando el sistema de salud colombiana estaba colapsado debido a la pandemia por covid-19.
“La población de la Alta Guajira espera que con la construcción del Hospital de Nazareth los traslados hasta el centro del departamento mengüen. Tras supuestas irregularidades y atrasos, el Gobierno Nacional entregaría la obra a finales de 2025”.
Pese a este espaldarazo de la Corte Constitucional y de los llamados a trabajar en conjunto, los conocimientos ancestrales y biomédicos siguen chocando entre ellos y provocando fricciones cuando se presentan las complejidades u ocurre la muerte.
Yaneli dice que las mujeres de su comunidad tuvieron razón cuando en varias oportunidades le advirtieron que algo malo ocurría en su vientre, que no era normal que su bebé no pateara y permaneciera quieto por tantos meses. Los médicos, sin embargo, le indicaron que era algo normal y que no debía preocuparse.
Pero una noche su bebé, Haincai, que significa corazón del sol, pateó con tanta fuerza que la despertó y en lugar de sentir alegría por la primera patada de su hijo, la invadió el miedo de que algo malo estuviera ocurriendo. Corrió al hospital y le confirmaron lo que las mujeres wayuu venían advirtiéndole: “Algo malo ocurre en tu vientre”.
Varias horas tuvieron que pasar para que finalmente, en una sala blanca con luz fría y sin acompañamiento de un familiar, un médico le informara que su bebé había fallecido. Y muchas más transcurrieron cargando a su bebé muerto hasta que le practicaran el legrado.
“Después de darme la noticia me pasan a un área de mujeres embarazadas y otras que ya habían tenido a su bebé. Fue muy doloroso. Ya cuando hay cambio de turno un médico me ve y dice que deben trasladarme, que no podía estar ahí, sino en una sala donde estaban las mamitas que habían perdido a su hijo”, cuenta Yanelis, quien tiene en sus manos una carpeta con la última ecografía de Hancai.
Uno de sus mayores temores, dice, es que la historia se repita. Diariamente visita la tumba de Haincai, que está a unos metros del salón comunal, y respira profundamente con un deseo atravesado en su corazón dolido: tener un hijo.
Katiuska tiene a su bebé, y espera cruzar nuevamente 200 kilómetros para retornar a su hogar; José David y Hermes crecerán sin madre, pero rodeados del amor de su abuela y su tía; y Yanelis se llena de la fuerza del ‘corazón del sol’ para buscar otro hijo. Como ellos hay muchos rostros más en La Guajira, un desierto cargado de desigualdad y que lleva muchos años bajo la mirada desinteresada del Estado.
Investigación periodística y reportaje:
Laura Catalina Peralta Giraldo
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