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¿Cómo se ha sentido como dirigente político?
Con mayor libertad para opinar sobre la situación del país que cuando me desempeñaba como funcionario. Consciente de estar en el centro de las decisiones que definirán el futuro del país. Y también como animal raro en un mundo donde hay que trabajar con una multiplicidad de intereses personales para articularlos a un propósito noble y colectivo.
¿Cree que el poder transforma el alma humana?
Claro que el ejercicio del poder transforma el alma humana. Estar enfrentado a las fuerzas y dominarlas o ser dominado por ellas es una experiencia límite y determinante para cualquier persona. Otra cosa es tener avidez de poder. La avidez de poder es una especie de adicción que corrompe y deforma, pues se convierte en un fin en sí misma. El ejercicio del poder debe estar acompañado de cierta inapetencia por el poder.
En sus obras usted habla de legalizar la droga, de no polarización y eliminar los ánimos bélicos, ¿no contradice eso sus actuales posturas?
Sigo creyendo en la despenalización del uso de sustancias psicoactivas como el camino civilizado para tratar el problema de las drogas. Tarde o temprano llegaremos allá. Pero no están dadas las condiciones políticas para ese paso. Es un discurso impecable en el mundo de la razón teórica, pero por ahora inviable en el terreno de la razón práctica. Entre tanto debemos buscar que las políticas antidroga causen el menor daño a los derechos de los ciudadanos y a la democracia. Sobre la necesidad de transformar las costumbres políticas, eliminar los ánimos bélicos e impedir la polarización, sigo siendo un convencido. Aún más, creo en un cambio cultural que pasa por profundizar la búsqueda de una democracia con libertades. No veo contradicción con mis antiguas ideas. Mis posturas dentro del Gobierno y ahora en la política han estado orientadas a desarmar a quienes matan, trabajando con corrección y transparencia, esforzándome por evitar la polarización. Otra cosa es que deba estar en la diatriba política, pero jamás sembrando odios ni alentando rencores.
Toda la vida fue un defensor del conflicto por la vía negociada, ¿sigue pensando lo mismo?
Siempre he sido un defensor del diálogo, pero por sobre todo del derecho ciudadano a rebelarse contra los aparatos de terror. Por eso me declaré contra el doble lenguaje de quienes invocan el diálogo como estrategia para fortalecerse militarmente, pues eso mina la confianza ciudadana. Para poder dialogar con alguien que nos amenaza de muerte por fuera de la ley, debemos estar respaldados por la fuerza legítima del Estado y exigir a esa persona renunciar al uso del terror. Jamás legitimé ni legitimaré que se use la palabra paz para volver a las épocas de la patria boba, cuando los ilegales abusaron de la esperanza ciudadana para ilusionarnos con la paz mientras en la sombra consolidaban sus planes para someternos por la fuerza.
¿Qué pasó con el proyecto de construir un arca en medio del mar de plomo?
Como me dijo una buena amiga, crítica conmigo, cuando me vinculé a la campaña de Álvaro Uribe en 2001: “Ya encontraste tu arca”. Y en verdad, así fue. El Gobierno del presidente Uribe ha sido un arca para que miles de personas puedan cruzar el diluvio de plomo mientras recuperan la confianza en el país y en la democracia.
¿Sigue siendo viable construir una sociedad en paz a partir de la caricia y la ternura?
La opción por la caricia y la ternura es un horizonte ético al que nunca renunciaré. La mano humana puede aplastar o acariciar, y siempre es preferible la caricia, el uso delicado de la fuerza, que es la forma como yo defino la ternura. Recuerdo cuando me vinculé a la campaña del entonces candidato Álvaro Uribe, y éste me preguntó: “doctor Luis Carlos, ¿cómo hago para entrar delicadamente en el Caguán el 8 de agosto?”. “Con el Estado de Derecho, que es la encarnación del uso delicado de la fuerza”, le respondí. Y a eso me dediqué más de seis años en el Gobierno: a recuperar la institucionalidad y fortalecer el Estado de Derecho, que es el horizonte político predilecto para la conciliación y la paz.