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Prólogo de “La revolución en América”, libro de ensayo de Álvaro Gómez Hurtado

El sello editorial Taurus acaba de publicar el que se considera el ensayo más importante del recordado diurigente político conservador, que analiza los eventos que transformaron Hispanoamérica desde la era colonial hasta la Independencia.

Juan Esteban Constaín * / Especial para El Espectador

25 de noviembre de 2025 - 10:26 a. m.
Álvaro Gómez Hurtado fue uno de los líderes conservadores más reconocidos de Colombia. Hijo del presidente de Colombia Laureano Gómez, fue un candidato presidencial asesinado el 2 de noviembre de 1995 a la salida de la Universidad Sergio Arboleda, en el norte de Bogotá. A la izquierda, la portada del libro recién publicado.
Foto: Cortesía Penguin y Archivo de El Espectador
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Prólogo

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Álvaro Gómez Hurtado, de cuyo infame asesinato se cumplen este año tres décadas exactas sin que se haya hecho justicia ni se sepa la verdad, cada vez más lejana y refundida en las más tristes componendas, escribió en el exilio este libro erudito y magistral que hoy, como un homenaje a su memoria, rescata la editorial Penguin Random House. Su familia había sido desterrada por el régimen dictatorial de Gustavo Rojas Pinilla, que le dio un golpe de Estado a Laureano Gómez el 13 de junio de 1953, y luego de un año de angustias y privaciones en Nueva York los Gómez llegaron a España a finales de 1954. La idea de todos allí era buscar trabajo porque sus fondos habían sido congelados en Bogotá y el periódico del que vivían, El Siglo, estaba intervenido y circulaba casi de manera clandestina y bajo la vigilancia implacable de los censores. Tras un corto debate que incluyó a Madrid, León, Burgos, Ávila y Valladolid, la ciudad escogida para asentarse fue Barcelona, primero porque era más tranquila y barata, segundo porque estaba en el mar y eso le convenía mucho a la salud ruinosa de Laureano, y también porque estaba más cerca de París, por si había que irse para allá. La otra opción fue Salamanca, que por su espíritu universitario y claustral era la que más le interesaba a Álvaro, además con un argumento inapelable: allí iba a poder sentarse por fin a escribir ese libro (este) en el que llevaba pensando desde hacía tiempo y del que en días más felices y lejanos había hablado mucho con su padre, que lo instó siempre a no desfallecer en el empeño y a dedicarse de lleno a ese proyecto que sí le parecía importante de verdad, quizás más que otro cualquiera. (¿Quién mató a Álvaro Gómez? En este video le explicamos).

Ya en Barcelona, y con sus perspectivas laborales y de negocios más o menos claras, aunque todas muy lentas, Álvaro se inscribió en la academia de Bellas Artes de San Jorge. La pintura había sido una de las grandes pasiones de su vida, desde niño, pero la política y el periodismo no le habían dejado nunca, dese niño, el tiempo suficiente para explayarse en ella y ejercerla con algo de disciplina y dedicación. Ahora era el momento y todas las mañanas iba allí a clases de dibujo, en una de las cuales conoció al pintor ecuatoriano Oswaldo Guayasamín, que estaba en la ciudad para recoger el premio principal de la III Bienal de Arte Hispanoamericano que organizaba y toleraba y vigilaba el franquismo. Debieron de hablar no sólo de arte sino de política e ideología porque Guayasamín, que era un comunista recalcitrante, amigo de Neruda, que se había enfrentado a Laureano Gómez en unos versos memorables, le dijo a Álvaro: “Yo a usted lo odio pero tengo que pintarlo”. Entonces se pusieron manos a la obra y estuvieron todo un día dedicados a eso, luego se fueron a almorzar y se emborracharon, no sin antes poner el cuadro recién pintado en el techo del carro en el que iban, y cuando fueron a bajarlo se dieron cuenta de que se les había caído por el camino y no sabían dónde podía estar. Guayasamín, aún más obsesionado, le dijo a Gómez que no importaba y que lo volvía a pintar en el acto, y eso hizo. A los pocos días un funcionario de la Oficina de Objetos Perdidos de Barcelona timbró en la casa de Álvaro y le entregó el cuadro que se les había caído. ¿Cómo habían sabido que era de él, que era él? Imposible decirlo, pero ahora tenía dos retratos suyos hechos por uno de los pintores latinoamericanos más importantes del momento.

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Lo interesante es que son cuadros distintísimos, como si los hubieran hecho dos artistas por separado y en cada uno de ellos comparecieran rasgos diferentes del modelo, atributos suyos que Guayasamín capturó, o quiso capturar, de manera casi contrapuesta, como si no fuera la misma persona. Yo siempre he creído que en esos dos retratos, que durante décadas presidieron la hermosa y descomunal biblioteca de Gómez en su apartamento en Bogotá, se puede apreciar la evolución intelectual y espiritual que él estaba viviendo en ese momento, una especie de desgarramiento interior que sólo una experiencia traumática y desoladora como el exilio puede generar y que allí se revela gracias a los poderes clarividentes y proféticos del arte, su condición oracular e iluminada, porque era obvio que Guayasamín no tenía por qué saber nada de esto que estoy diciendo. Y sin embargo es así, era así: en su exilio catalán, Álvaro Gómez empezó una nueva etapa de su vida, y no sólo en lo que tenía que ver con las condiciones forzosas a las que él y los suyos estaban sometidos, a pesar de un cierto bucolismo que lograron allí en medio de la pobreza y las dificultades, que eran muchas. Pero es como si su carácter, lo que él llamaba “el talante”, estuviera pasando por un momento de criba y destilación, un proceso de madurez en el que iban quedando atrás sus ímpetus juveniles y dogmáticos de aguerrido soldado de la causa y la cauda de su padre, en la que fue protagonista según la etimología griega de la palabra, que es hermosa, “el primero en la batalla”, un proceso de madurez, en fin, en el que empezaron a hacerse evidentes los rasgos más sensibles de su personalidad que no en vano era la de un romántico: un hombre refinado y obsesionado por la belleza y la excelencia, un cuidadoso observador del pasado como una fuente inagotable de comprensión del alma humana.

Lo he dicho otras veces y aquí lo repito: en el destierro, a sus treinta y ocho años, Álvaro dejó de ser laureanista y empezó a ser alvarista. Y no porque abjurara, para nada, de las ideas y las formas del movimiento político de su ‘padre’, como siempre lo llamó; en absoluto, ese era uno de los mayores orgullos de su vida. Pero sí, sin duda, porque allí tuvo tiempo por fin para volver la vista atrás y contemplar y ponderar, tratar de juzgar y comprender, lo que habían sido las últimas dos décadas de vida colombiana, las agitaciones y los horrores de su país en esa espiral voraz y atroz de violencia que, como la hojarasca en la novela de García Márquez, había arrasado con todo. Colombia había vivido una guerra civil no declarada que fue el resultado de la exacerbación dogmática de los partidos y sobre todo sus caudillos, la deriva vesánica de una sociedad acostumbrada desde la fundación de la República al hábito del sectarismo —lo que Anibal Galindo llamaba en el siglo XIX “la religión de partido”— y que desde los años treinta del siglo XX, con la constitución de la llamada ‘República Liberal’, se había ido por el abismo de la violencia y la aniquilación moral del contendor, la supresión de los valores más elementales que hacen que una sociedad civil merezca ese nombre, o como dijo Alberto Lleras Camargo, uno de los protagonistas de esa época aterradora, “el descenso a los infiernos de la barbarie”. ¿Qué nos ocurrió a los colombianos entonces? ¿Cómo fue posible semejante sangría tan brutal? La respuesta a una pregunta así se ha intentado dar muchas veces, porque además no puede ser simple ni una sola, claro que no: ningún proceso de la historia se puede sintetizar con fórmulas binarias y maniqueas, mucho menos el de lo que en la historiografía colombiana se llama ‘La Violencia’, así con letras mayúsculas.

La policía colombiana junto al vehículo donde Álvaro Gómez Hurtado, exembajador colombiano, fue asesinado el jueves 2 de noviembre de 1995. El ataque ocurrió cerca de la entrada de la Universidad Sergio Arboleda, donde Gómez impartía una clase de derecho. Nadie se atribuyó la responsabilidad de inmediato. Gómez, exsenador del opositor Partido Conservador, se postuló sin éxito a la presidencia en varias ocasiones, la más reciente en 1990.
Foto: Associated Press - ROGER RICHARDS

Hay quienes apuntan a una especie de sino fatal en la interpretación histórica de la violencia política en Colombia: una condición ingénita que nos devora y nos posee, repetida siempre en los lugares comunes de la prensa y hasta de la literatura, como si esa fuera nuestra ‘naturaleza’ desde la Independencia a principios del siglo XIX, y ese es un tema que tiene mucho que ver, aunque no de manera explícita, con este libro de La revolución en América. Hay quienes en cambio han señalado la falacia de esa idea y con cifras en la mano han querido desmontar el mito de que aquí llevamos matándonos toda la vida, cuando lo que muestran las evidencias son largos periodos de convivencia y de paz, consensos funcionales en los que la política estuvo por encima de la guerra y la ilusión de una sociedad civil fue posible aunque haya quienes se nieguen a reconocerlo. También la historia es la ciencia de lo particular, de los matices, de los casos concretos en medio de los grandes relatos, que igual son necesarios e inevitables, y en la historiografía colombiana hay cada vez más información y más rigor para reseñar y descifrar por qué y cómo pasó lo que pasó, cuáles fueron las causas y las raíces de fenómenos sobre los que aún se sigue discutiendo, cómo no, “toda historia es historia contemporánea”, decía Benedetto Croce (uno de los autores más citados en este libro), toda historia verdadera tiene que ver con el tiempo presente y los pasados que lo habitan y lo determinan de tantas maneras.

En el caso de la violencia política en Colombia, y más allá del dilema entre el esencialismo de los que la consideran un destino fatal y el relativismo de los que prefieren más bien los matices y el relato de los tiempos de paz, tan valiosos, más allá de eso, es evidente que desde la fundación de la República, y a lo largo de todo el siglo XIX, la guerra sí era la continuación de la política por otros medios, o viceversa. Fue ese un legado de las guerras de independencia: la idea de que siempre había razones legítimas para levantarse contra el gobierno de turno, como si el ímpetu épico y moral del enfrentamiento contra la corona castellana se proyectara más allá del objetivo cumplido, que era expulsarla de América, y los caudillos y los ejércitos tuvieran la conciencia y la certeza de que siempre habría razones de más para desconocer la autoridad constituida y contraponerle una utopía aún mejor y más ambiciosa, tanto que en ella estaba la justificación de empuñar las armas y salir al campo de batalla a conquistar el poder para lograr con él ese ideal supremo que implicaba casi siempre, por supuesto, la supresión del contrario, su negación ética porque encarnaba, como los realistas en tiempos de la Independencia, el arquetipo del mal; sobre eso es también este libro. Y el tema no es cuantitativo, aunque sirva mucho medir los años en los que sí hubo guerra y los que no; el tema es cualitativo, si cabe la expresión, porque lo que es innegable es que el siglo XIX colombiano sí engendró un hábito sociológico que fue el del sectarismo que era el motor de las guerras civiles: la idea de que una concepción del mundo en concreto, con sus ideales políticos, justificaba en un momento dado, con las razones y pretextos que fuera, el expediente del levantamiento militar para anular a esa otra que estaba en el poder y que debía ser desalojada de allí.

Sí hay una dialéctica bélica en el relato político del siglo XIX colombiano: una sucesión de doctrinas e idearios —además circular esa sucesión— que sirvieron para construir las grandes identidades políticas de nuestra historia, la liberal y la conservadora, digamos, y esas identidades eran las que se expresaban, por un lado en el pulso democrático e ideológico, en la confrontación en los periódicos, las tertulias, las polémicas, la literatura, en fin, y también en las guerras civiles que además iban jalonando la estructura constitucional de la nación. Claro: hay matices, excepciones a la regla, objeciones que se le pueden hacer a un esquema así que, a grandes rasgos, puede llegar a ser muy arbitrario; sin duda. Pero lo fundamental, a mi juicio, es esa noción del hábito del sectarismo, la idea de que en la medida en que la cuestión religiosa fue uno de los puntos de calor del enfrentamiento entre los partidos políticos colombianos desde el siglo XIX, una de las ‘cuestiones’ en las que sus fronteras quedaron definidas, ahí se produjo una especie de traslado del discurso teológico al discurso político, por eso el debate partidista se fue tiñendo cada vez más por el fanatismo y la intemperancia, la negación del interlocutor porque en lo fundamental era un hereje y un réprobo, un ser malo por naturaleza. Esa es la historia política del siglo XIX colombiano que desemboca en la última guerra civil que es la llamada ‘Guerra de los Mil Días’, a partir de la cual se establece el dominio, la hegemonía en el poder del Partido Conservador que gobernó, salvo el corto interregno republicano entre 1910 y 1914, desde 1885 hasta 1930, con todas las variantes del caso, eso sí, porque no es que el conservatismo en el gobierno fuera una unidad monolítica y uniforme, una sola cosa.

Pero en 1930, para resumir, empieza la llamada ‘República Liberal’ con la victoria de ese partido en las elecciones presidenciales en las que los conservadores llegaron divididos entre Alfredo Vásquez Cobo y Guillermo Valencia. Era ese un tránsito que hasta la víspera parecía imposible, aunque algunos pocos lo habían vaticinado, como Alfonso López Pumarejo, que se jugó a fondo para hacerlo viable, y desde el principio del gobierno de Enrique Olaya Herrera fue evidente que su espíritu de concordia y unidad nacional iba a resultar mucho más difícil de lograr que lo que todos allí pensaban. ¿Por qué? Pues porque los conservadores no aceptaron, en su gran mayoría, lo que significaba perder el gobierno, perder el poder que habían manejado durante cuatro décadas con todo lo que eso significaba en materia burocrática y territorial, más en un país en el que se daba la paradoja de la precariedad del Estado y la forma en que tanta gente dependía de él para vivir. Pero los liberales tampoco sabían cómo gobernar, lo que eso significaba, y en muchos casos, muchísimos, lo que imperó fue el espíritu retaliativo de un partido que había sido marginado y envilecido, sometido a purgar durante años su derrota en la Guerra de los Mil Días, aunque ya en la famosa convención de Ibagué de 1922 el general Benjamín Herrera había lanzado la consigna de que la guerra civil no era ya, no podía serlo, el horizonte del liberalismo. Lo cierto es que en las regiones, ‘los territorios’, como se dice ahora, todo se fue saliendo de madre y empezó una violencia política brutal que tenía ese trasfondo en el que los unos y los otros se desconocían y se perseguían, se mataban en nombre de un cambio de régimen que a pesar de las formas y la ilusión civilista de la democracia colombiana, no pudo darse por los cauces del diálogo y la confrontación pacífica. En los Santanderes, en Boyacá, en Cundinamarca, lo que se estaba engendrando era la guerra civil.

¿Quién la empezó? ¿Quién la atizó? Contestar esas preguntas con respuestas simplistas y maniqueas, así tranquilice la conciencia de muchos y sus prejuicios de partido, no tiene ningún sentido. Está muy claro que el viejo hábito decimonónico del sectarismo revivió con la República Liberal, ahora no dentro de los moldes de las guerras civiles de hacía un siglo pero sí dentro del esquema de una guerra civil no declarada que nadie allí pudo parar. Por eso le asiste una responsabilidad tan grande a la clase dirigente, cuyos miembros propiciaron y atizaron, de la manera más indolente e irresponsable, ese caldo de cultivo del fanatismo y el dogmatismo para que luego, en la periferia, un país de borrachos con banderas y machetes en las manos se fuera a matar. Obvio: hay grados distintos de culpabilidad, hay grados distintos de responsabilidad. No es que todos allí estuvieran en las mismas, no. Pero tampoco se puede pensar que semejante cataclismo fue el resultado de la acción y la prédica de una sola persona, por influyente y poderosa que fuera. El caso de Laureano Gómez, que es fundamental en esta contextualización, es muy diciente porque él era un ingeniero civil con todo ese espíritu binario y matemático y al mismo tiempo era una especie de teólogo formado por los jesuitas que no concebía las ideas políticas por fuera de una órbita moral y religiosa. En su lógica no cabían los matices, las transacciones, los grises: las cosas eran de una forma o de otra, no había camino del medio. Y cuando Laureano volvió al país en 1932 y se echó al hombro la suerte del Partido Conservador para llevarlo por el erial de la oposición, su tono era ese: por un lado el de la denuncia de la violencia que padecían sus copartidarios, según las cartas que no paraban de llegarle, pero por otro lado un discurso intransigente y virulento en el que no paraba de fustigar al liberalismo como una catástrofe no sólo política sino espiritual y una verdadera tragedia para Colombia porque ese era el triunfo de la masonería y el comunismo, el racionalismo, los grandes enemigos de la civilización católica.

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Ese discurso de Laureano se fue recrudeciendo con los años, eso es innegable, y esa fue una de las principales causas de esa violencia política que muy pronto se trasladó de los clubes y los periódicos bogotanos a los campos de batalla, donde esas grandes cuestiones, que parecían tan filosóficas, tan sofisticadas, se resolvían a bala. Pero Laureano no era el único, en absoluto, y quien quiera asumir ese lugar común para apaciguar su conciencia o la de sus ancestros en ese relato maniqueo y elemental, muy fácil y cómodo y aceptado por todos, de buenos y malos, de héroes y villanos, pues puede hacerlo si quiere y si tiene pero esa historia fue muy distinta porque lo que uno ve en ella es más bien esa deriva sectaria en casi todos sus líderes, con procedimientos mentales y retóricos no menos radicales —quizás sí menos elocuentes, quizás sí menos consistentes desde el punto de vista doctrinario— que los de Laureano, en especial esa idea de que lo que cada quien defendía y representaba allí implicaba un ideal superior de la civilización, un triunfo inobjetable de un proyecto que en esencia entrañaba una moral mejor, por eso sus enemigos y adversarios representaban lo contrario: la mezquindad, el atraso, el error. No era una disputa ideológica sino ética y religiosa: lo que cada quien creía era lo único en lo que valía la pena creer, y los otros, por el solo hecho de serlo, estaban equivocados. Tampoco hay que olvidar el contexto internacional de esos años: el triunfo del bolchevismo en Rusia, el ascenso del fascismo en Italia, la llegada al poder del nazismo en Alemania, la Guerra Civil en España: todos los discursos se habían vuelto apocalípticos, la política era ahora el terreno de la ‘acción directa’ y el cumplimiento de una utopía que se pensaba como la salvación de la humanidad frente a las amenazas de quienes venían del otro lado a arrasar con todo.

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Eso fue, entre otras cosas, lo que engendró la guerra civil no declarada en Colombia, La Violencia; eso fue lo que desembocó, primero en el 9 de abril de 1948 y luego en la llamada dictadura civil del conservatismo en tiempos de Ospina y de Laureano y la dictadura militar de Rojas, que llevó a los Gómez al destierro. Allí, en España, Álvaro y su padre pasaban horas larguísimas de diálogo en las que revisaban con desprevención su vida política en los últimos veinte años, porque además los dos habían constituido desde muy temprano, casi desde la adolescencia de Álvaro, un equipo en el que Laureano era quien trazaba las grandes empresas doctrinarias y periodísticas, las consignas, la estrategia, y su hijo era sin duda su mejor intérprete, su interlocutor más inmediato y calificado, porque además Laureano reconocía sus virtudes y talentos: su orden mental, su dedicación al estudio, su inteligencia, su condición de políglota que le permitía acceder a muchas fuentes de información y conocimiento muy diversas, no sólo de la actualidad sino también del pasado y de la historia, una pasión que ambos compartían. Pero eran muy distintos, cada uno hijo de su tiempo: Laureano era un católico que se había formado en la encrucijada intelectual de finales del siglo XIX cuando muchos conservadores tuvieron que oponerse a los aires renovadores y modernizantes de una Iglesia que quería contemporizar con la modernidad, incluso con el liberalismo o hasta con el marxismo; Álvaro había nacido en 1919, justo el año en el que se definió la suerte de Europa en Versalles, tras la Gran Guerra, y en el que una fotografía de un eclipse total de sol confirmó la teoría general de la relatividad formulada por Albert Einstein, por eso su infancia y juventud transcurrieron bajo el signo de esa nueva realidad política y científica: la del auge del totalitarismo que él había visto con horror siendo un niño en Berlín, tanto el totalitarismo soviético como el totalitarismo nazi, y el auge de una civilización en la que todas las concepciones del mundo partían de la relatividad como una premisa, de ahí que ya no hubiera asideros universales para entender nada, lo cual significaba un desafío intelectual apasionante para un conservador como él que veneraba a su padre y seguía sus orientaciones, pero que también empezó a encontrar su propio camino para descifrar lo que Ortega y Gasset, uno de sus pensadores predilectos, llamaba su ‘circunstancia’: su tiempo, ser y tiempo, como en el libro de Heidegger, otro de los autores a los que empezaría a frecuentar muy pronto.

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Álvaro Gómez Hurtado
Foto: Archivo

¿Hubo algo de contrición en esas largas tertulias de Laureano y Álvaro en su exilio catalán? Es probable que sí, al menos el reconocimiento de varios errores estratégicos, muchas lealtades que no habían sabido calibrar y que ahora tenían el signo de la traición. Pero también debió de haber algo más de fondo, la aceptación de su responsabilidad en la guerra civil no declarada, porque hasta allá fueron a buscarlos los liberales que querían proponerles un acuerdo de paz, un armisticio, y todos sabían que eso era imposible sin el concurso y la anuencia de los Gómez, su interlocución casi única desde el conservatismo que no se había entregado a la dictadura. Así surgió el Frente Nacional, como un proceso de paz entre los dos partidos históricos que habían llevado al país al abismo de la guerra civil no declarada. Y de lado y lado se dio la aceptación de la culpa, el reconocimiento de que esa tragedia había sido un asunto de todos, una creación colectiva y devastadora. Quizás no haya en el siglo XX colombiano un documento político más importante y revelador que los dos discursos con los que se inaugura el Frente Nacional el 7 de agosto de 1958: uno es el de Laureano Gómez como presidente del Senado que le da posesión a Alberto Lleras Camargo como presidente de la República, el otro es el de Lleras que le responde a Gómez, los dos signatarios de los acuerdos de Sitges y Benidorm que hicieron posible la paz entre los partidos y que allí, por primera vez en la vida, en público, frente a todos, reconocen y aceptan la responsabilidad compartida de liberales y conservadores en la destrucción de la República. Álvaro fue el amanuense de esos acuerdos, el secretario de su padre en ellos y luego su representante en Bogotá cuando llegó el momento de librar la batalla contra la dictadura hasta su caída el 10 de mayo de 1957, y después fue el heredero de la cauda laureanista durante todo el Frente Nacional, que con el tiempo se fue volviendo, esa cauda, el alvarismo, su propio grupo político que influyó durante décadas en la vida nacional y que se hizo célebre por la devoción de sus miembros a su conductor, tan grande esa devoción que muchos terminaban hablando y gesticulando como él, con su histrionismo encantador y su manera de mover las manos para hilar con ellas el pensamiento y las palabras.

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Pero mientras se hacían los acuerdos de Sitges y Benidorm, mientras se firmaba la paz entre liberales y conservadores en Alicante, Álvaro se dedicaba, por las tardes, a leer y a subrayar libros que serían la base del que él mismo estaba escribiendo por fin: ese libro (este) del que tanto había hablado con su padre, el que llevaba entre pecho y espalda desde hacía años. Su idea era plantear una reflexión sobre el legado de la revolución en América, tratar de entender por qué ese parecía ser nuestro destino fatal e inmodificable, una especie de maldición que nos consume y paraliza, nos somete a pedalear todos los días en la bicicleta estática de sus falsas utopías y promesas, mientras el progreso se nos va yendo de las manos y su prédica se vuelve más bien la coartada incandescente y venenosa de los demagogos para lograr todo lo contrario: el atraso, la miseria, la derrota. Descrito así su propósito, podría pensarse que se trataba de un libro coyuntural y doctrinario, acaso polémico y con cierto interés y cierta gracia por ser el autor quien era: un conservador latinoamericano, miembro de la élite de su país, que impugnaba el prestigio de la revolución como concepto, su invocación recurrente e infalible en el debate político, sobre todo ahora que en el llamado ‘tercer mundo’ los aires del cambio y la rebeldía empezaban a agitarse de nuevo, cada vez más. Eso es lo que piensan muchos de los que leen el título de La revolución en América y luego ven el nombre del autor: debe de ser un panfleto, un libro de partido.

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Basta abrirlo y leer sus primeras líneas para darse cuenta de que es algo muy distinto, quizás todo lo contrario, una profunda reflexión histórica y filosófica sobre la identidad de Hispanoamérica y su destino barroco y convulso, muchas veces fallido y siempre en obra negra, como suele ocurrir con todas las formas del destino, sí, sólo que aquí esa se volvió su esencia y su naturaleza, su versión permanente e irrevocable. La revolución en América es además un ensayo en el sentido más profundo de lo que significa ese género literario como una búsqueda personal y tentativa, una forma de ir pensando mientras se piensa y se escribe, valga decirlo así, hasta lograr que la escritura sea una forma introspectiva y fértil de conocimiento, un instrumento expositivo de ideas y conjeturas con el que el autor va contrastando las suyas con las de otros autores en muchas otras épocas y muchas otras lenguas, como si se tratara de un diálogo, porque lo es, al que se suma el lector que asiste deslumbrado a todas las posibilidades que se le van abriendo delante mientras pasa las páginas del libro. En vez de recoger los lugares comunes de sus copartidarios y correligionarios sobre el problema histórico de la revolución en América, con una visión militante y parroquial, Álvaro Gómez emprende una aventura intelectual en la que va planteando con rigor y agudeza, con una sensibilidad estilística admirable que en su día llegó a deslumbrar a un crítico tan exigente y sabio como Hernando Téllez, desde una orilla ideológica tan distinta a la de Gómez, además, los temas esenciales de la identidad cultural de Hispanoamérica, sus raíces multiformes y mestizas, la formación de sus tradiciones, sus contradicciones y tensiones, la sucesión de anacronismos que la han ido definiendo a lo largo de la historia.

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Y aquí cabe una observación fundamental para tratar de señalar desde dónde escribe Álvaro Gómez Hurtado La revolución en América y también cuáles son sus méritos excepcionales, qué lo aleja de la corriente intelectual a la que en teoría pertenece: desde el siglo XIX, el pensamiento conservador hispanoamericano hizo suya la bandera de la reivindicación del legado de España en América, la defensa de esa herencia cultural más allá del mito liberal y republicano que sólo reconocía sombras y miseria, opresión, injusticia, maldad y exclusión en los tres siglos de dominación colonial. Lo curioso es que también en España ese era el tema principal de la confrontación política e ideológica, la esencia de lo que significaba la hispanidad, y también allá los conservadores abrazaron la misma causa y atizaron un discurso glorificador de la grandeza de España y la condición misional y civilizatoria de su Imperio, así que a ambos lados del Atlántico, en la primera mitad del siglo XX, floreció una retórica apologética y grandilocuente que aspiraba a desmontar la llamada ‘leyenda negra’ contra la España católica e imperial, al tiempo que mostraba y sublimaba las proezas de los hijos del Cid (ese era más o menos el tono) que se habían regado por el mundo para sembrar una cultura que resumía lo mejor de la tradición latina y que en la Edad Media había derrotado al islam en su propio suelo y ya en la Modernidad había contenido la expansión herética del protestantismo. Eso era lo que significaba España, eso era lo que España había traído al Nuevo Mundo, que fue lo que fue, para bien y para mal, gracias a la acción bienhechora de los conquistadores que habían asumido su destino como lo que eran: unos cruzados, unos semidioses.

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Libros así, con esa visión esquemática de las cosas, hay una gran cantidad a lo largo y ancho del mundo hispánico en sus dos orillas, con una orientación ideológica y política clarísima, aunque en Colombia se dio un fenómeno muy extraño: aquí no sólo hubo hispanismo o hispanofilia conservadores, que era lo normal, con nombres tan destacados como el de Sergio Arboleda, Miguel Antonio Caro y el propio Laureano Gómez, sino que también hubo una vertiente liberal y de izquierda encarnada en los jóvenes seguidores de la ‘revolución en marcha’ de Alfonso López Pumarejo. Ahí estaban el propio hijo de López, Alfonso López Michelsen, y varios contemporáneos suyos con los que luego fundaría el Movimiento Revolucionario Liberal para oponerse al Frente Nacional: Indalecio Liévano Aguirre, Felipe Salazar Santos, Álvaro Uribe Rueda, etcétera. El argumento principal de ese hispanismo de los jóvenes lopistas era el del intervencionismo del Estado, la idea de que la España colonial, como quería hacerlo la República Liberal, era un Estado que intervenía en la vida económica y social de las colonias (del pueblo) para ponerse de lado de los débiles y protegerlos contra el apetito oligárquico de los encomenderos y sus descendientes, que por eso recelaban de la acción de la corona tanto, tanto, que al final terminaron prohijando un movimiento separatista que estaba en el origen mismo de la independencia como proyecto político. Por eso, decía López Michelsen, había que exaltar la obra de España en América, porque era el surgimiento aquí de la idea de la justicia social contra el poder arrollador de los encomenderos que habían fundado una oligarquía que se perpetuó con la Independencia y la República.

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Álvaro Gómez, que habría podido ahondar en todas esas corrientes para concebir su libro, se instaló en un territorio más alto y sereno, más bello, el de una meditación histórica que nacía de un diálogo con lo que entonces se llamaba la ‘filosofía de la historia’, las grandes especulaciones sobre el sentido del presente (y por tanto del pasado y del futuro) que en Europa estaban haciendo autores como Oswald Spengler, Arnold Toynbee, Johan Huizinga, Robin George Collingwood, Nicolas Berdiaeff, José Ortega y Gasset y Benedetto Croce, entre otros. La revolución en América no era, no es, un libro de historia sino un ensayo, como ya dije: una reflexión sobre las raíces culturales de Hispanoamérica y cómo esas raíces se habían roto por completo con la llegada del liberalismo, el racionalismo y la Ilustración. Ese es el problema del que se ocupa Álvaro Gómez Hurtado en este libro: la forma en que nuestra vida política, desde la Independencia, se volvió la sucesión corrosiva y desgastante de proyectos ideológicos que venían de un mundo que no era el nuestro, el de la Modernidad, digamos, en un abierto contraste con nuestra forma de ser, nuestra concepción del mundo forjada en los tres siglos de historia colonial. Eso significaba aquí la revolución: un enunciado teórico que consumía las energías de la sociedad porque sus aspiraciones y promesas no coincidían con su talante, por eso estamos aquí siempre como ratones de laboratorio corriendo en la rueda inmóvil de la utopía revolucionaria que nunca habrá de llegar, como si ese fuera el último gran anacronismo al que estamos condenados: el primero, el de la soledad de nuestro continente, su aislamiento geográfico que lo dejó por milenios por fuera del diálogo y la interacción de las grandes civilizaciones de la historia; el segundo, el del Descubrimiento y la Conquista, cuando los valores que se establecieron aquí representaban ya una visión rezagada de lo que estaba pasando en Europa con respecto al proceso de la Modernidad, nacido de la Reforma Protestante; y el tercero, el de una revolución hecha a partir del abismo innegable entre lo que somos y lo que queremos ser, nuestros prejuicios, nuestras creencias, nuestra cultura en el sentido más complejo y profundo de la palabra, y las instituciones políticas que importamos y adaptamos sin beneficio de inventario, sin que importe cómo se da en ellas la negación sistemática de la sociedad sobre la que esas instituciones se quieren imponer.

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En fin: sobre eso y mucho más es este libro sabio y descomunal, para mí uno de los mejores ensayos escritos en nuestra lengua el siglo pasado. Un libro hijo de su tiempo, por supuesto, reflejo inequívoco de quien lo escribió con todas sus obsesiones y todos sus prejuicios, con sus inquietudes más profundas en un momento crucial de su vida. Pero también un libro que nos habla de una época en la que nuestros dirigentes eran capaces de hacer cosas así, con erudición y maestría, con la conciencia plena de que el ejercicio y la búsqueda del poder implicaban la necesidad de conocer y comprender, el esfuerzo intelectual de pensar en serio sobre la sociedad en la que estaban y a la que querían dirigir.

En el caso de Álvaro Gómez Hurtado es además la muestra de su talante romántico: su necesidad de pensar, desde el arte y la belleza, en el lugar del ser humano en el mundo y la creación. Esa fue la obsesión de su vida y la dejó como una huella indeleble en todo lo que hizo. Al cumplirse treinta años de su asesinato aún impune, este libro nos sirve para rescatar su memoria más allá del martirio y para juzgar su vida y su obra como la aventura estética e intelectual que fue, centrada en las ideas, los valores, lo que él mismo llamó el talante y lo fundamental.

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* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Juan Esteban Constaín (Popayán, 1979) publicó en 2004 su primer libro de ficción, Los mártires, un conjunto de relatos sobre escritores. En 2007 vio la luz su primera novela, El naufragio del Imperio, a la que siguieron ¡Calcio! (2010), con la que obtuvo el Premio Espartaco de Novela Histórica de la Semana Negra de Gijón y que fue traducida al italiano por Marco Tropea y al polaco por Rebis, y El hombre que no fue Jueves (2014), ganadora del I Premio Biblioteca de Narrativa Colombiana de Eafit y traducida al italiano por Fazi. También publicó, en 2018, el libro de ensayos Ningún tiempo es pasado y en 2019 el libro Álvaro: su vida y su siglo.

Por Juan Esteban Constaín * / Especial para El Espectador

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