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Ramírez Ocampo, el compañero

El jueves se llevaron a cabo las exequias del líder conservador, considerado como un progresista en la política nacional.

Belisario Betancur *

16 de junio de 2011 - 05:00 p. m.
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Se sabe a ciencia cierta que se ha vivido, cuando se muere. Se sabe que el vivir es una escala para el morir. Y se sabe con el clásico, en fin,  que nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar del vivir, que es el morir. Y con el mismo clásico, se sabe bien sabido que partimos cuando nacemos, andamos mientras vivimos y llegamos a tiempo que fenecemos; así que cuando morimos, descansamos.

Solo que el olvido es licor que marchita estas certidumbres y licor que confunde las mentes en una sola y misma contradicción, que transmuta y convierte el lenguaje en una antinomia. Así, equivocadamente pensamos que la estación final es el propio y frágil vivir, sobretodo cuando esa fragilidad vivencial se expresa en coraje y fortaleza, como en Augusto Ramírez Ocampo.

Por eso es impensable que Augusto no esté aquí, cuando están Elsa, que era una sola y misma esencia con él; y están sus hijos y sus nietos y sus familiares y sus amigos, que también eran una sola y misma vivencia y querencia con él.

No solo es impensable que Augusto no esté aquí, porque de veras sí que está: está en espíritu y por tanto está en verdad, como dice con belleza sin igual, el Eclesiastés. Está en su elocuencia por la paz, dentro de su patria y fuera de ella. Está en su militancia por la convivencia en su ideología, en nuestra ideología. Está en su intransigencia por la tolerancia. Está en su vigilancia por la indigencia. ¿De veras, querida Elsa, que Augusto sí está aquí? Lo digo no como una metáfora existencial sino como una certeza espiritual, preservada por la reciedumbre de la madera, por la inminencia vegetal que guarda ahora su sueño.

Ya no está más en el aire. Su casa está vacía de él. Pero él está en todo tiempo y lugar. Ahora es intemporal y aespacial. Y para verlo, vuelvo al corazón que llevo y va conmigo. El corazón fue el domicilio de una amistad inmarchitable que comenzó con su padre. El corazón es la más estricta morada para la amistad y para el amor.

En todo caso, corazones familiares incomparables, de Augusto Ramírez Ocampo; en todo caso, corazones sollozantes de sus asistidos, de sus apoyados, de sus socorridos. Y de sus amigos entrañables; por cierto, según el decir castellano, los amigos son como la sangre, que llega a la herida sin necesidad de ser llamada.

En todo caso, Patria-Colombia, Patria América, corazones palpitantes que lo añoran, aquí está, inmarcesible, a corazón abierto, aquí está Augusto, el hombre bueno, el hombre justo: aquí está. Y está, también, con certidumbre, en los brazos de Dios.

Esta casa augusta que honró El Libertador, esta Cancillería augusta honró a Augusto. Y Augusto, sin duda, honró esta Casa augusta. Y nos honró a sus contemporáneos. Nos honró a sus compatriotas. Augusto fue honor del género humano.

¡Y tú, le decimos a Augusto en lenguaje del poeta, tú, sin sombra ya, duerme y reposa!

No puedo ahora sino evocarlo con las escuetas palabras del Evangelio de San Lucas: “Era un hombre bueno y un justo”. En esa brevedad se expresa la mayor sabiduría. La bondad es del corazón; la justicia, del entendimiento. Son el corazón y la inteligencia los que nos permiten ordenar el mundo, su mundo, ordenarlo según su pensamiento

No es a despedirlo a lo que hemos venido. Es a expresar que Augusto permanece con nosotros. “Yo tenía un compañero, /otro igual no encontraré”.

* Palabras pronunciadas ayer en el Palacio de San Carlos, en Bogotá, ante el féretro de Augusto Ramírez Ocampo.

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Por Belisario Betancur *

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