La proposición central (apartes)
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Cuando planteé mi proposición central, el lector puede haberse preguntado con alguna sorpresa: bueno, ¿y qué tiene esto de nuevo? El reconocimiento de la relación entre la desigualdad agraria y el conflicto armado colombiano ha estado “en el aire” en nuestra academia durante décadas, y seguramente constituye aún la corriente principal de explicación. De manera más cercana a lo que planteo aquí, algunos autores han establecido que el fracaso del reformismo del FN llevó a la “incesante ampliación de la frontera agrícola, mediante el siguiente mecanismo: la colonización campesina, como avanzada, que era reemplazada de manera gradual por la gran propiedad y la agricultura moderna, en procesos no pocas veces ligados con la violencia” (Vásquez, 2015, p.23; sobre el punto, ver también Fals-Borda, 1976, y Fajardo, citado en Aprile-Gniset, 2018, p.19). A la colonización, esta vez a la asociada a la propia reforma, se le ha achacado también la transformación del país en gran cultivador de coca y marihuana (Gootenberg, 2016; también Molano en Osorno Navarro, 2018, p.44; para observaciones críticas sobre esto, ver Gutiérrez Sanín, 2023).
La idea, natural, de que “algo hay que corregir” en el campo colombiano para llegar a la proverbial paz estable y duradera también ha estado presente, y de manera muy fundamental, en la política en general y en las políticas públicas pacifistas en particular. Los programas guerrilleros fundacionales (de las FARC, por supuesto, pero también del ELN y del EPL, ver Villamizar, 2017, y los capítulos respectivos) establecieron la necesidad de un cambio agrario significativo. Casi sin excepción, los acuerdos de paz recogieron de una manera u otra tales demandas. Esto incluye el Acuerdo Final de 2016 (Fajardo y Salgado, 2017).¿No estoy, pues, lloviendo sobre mojado? Dedico esta sección a explicar algunas de las razones básicas por las que creo que no.
En primer lugar, nótese que muchas de las proposiciones relevantes establecen una relación más bien vaga entre colonización y violencia. Que la colonización pudiera estar asociada a diferentes formas de violencia es irrefutable, precisamente por las razones que han destacado Vásquez (2015) y otros estudiosos. Esas colonizaciones, en el contexto colombiano y también en muchos otros (para América Latina, ver el texto clásico de Hennessy, 1981; para Estados Unidos, ver Murtazashvili, 2013), involucraron una buena dosis de violencia intrínseca, comenzando por la de las redes de terratenientes y abogados sofisticados para quitarles sus tierras a los colonos (ver, entre muchos otros, Fajardo, 1986; Fals-Borda, 1976; LeGrand, 1988; Molano Bravo, 1996; Vásquez, 2015). Pero para llegar desde ahí al establecimiento de relaciones creíbles entre la desigualdad agraria y el fracaso de la reforma, por un lado, y los orígenes del conflicto armado, por el otro, hay un largo trecho por recorrer; casi el mismo que hay entre diferentes violencias sociales y la movilización armada sostenible. De hecho, una y otra violencia son bien distintas: pueden alimentarse mutuamente o contradecirse y minarse de diferentes maneras. Por ejemplo, una de las principales actividades de las guerrillas cuando recién ingresaban a muchos territorios fue limitar y combatir la criminalidad. A propósito de esto, LeGrand (1988) se preguntaba en su obra maestra si las regiones de colonización y las de confrontación armada tuvieron un traslape significativo durante La Violencia. La pregunta está sin contestar.
Así, pues, en la actualidad la mayoría de las proposiciones que relacionan desigualdad agraria con orígenes del conflicto armado están sustancialmente subespecificadas. Contienen intuiciones cruciales, pero no dicen a qué tipo de desigualdad ni a cuál clase de violencia se refieren; tampoco exhiben los mecanismos que relacionen las desigualdades concretamente con el conflicto armado.
Esto me lleva al segundo punto. Muy pocos de los trabajos diferencian explícitamente entre el origen del conflicto y su persistencia. Sin embargo, esta diferenciación es fundamental (Cederman & Vogt, 2017). Las variables que dan origen a un ciclo de violencia (que en nuestro caso también se puede mirar como una recaída) pueden ser muy diferentes de las que lo prolongan. Claro, algunos factores que estaban en el origen pueden seguir operando sobre él a lo largo del tiempo a través de diversos mecanismos, lo que constituye una razón adicional para analizar los orígenes. Creo, por ejemplo, que la larguísima duración de nuestro conflicto armado estuvo íntimamente asociada a algunos de los factores que analizo en este libro, y más generalmente a problemas agrarios irresueltos, como el empoderamiento de las élites vulnerables.
En tercer lugar, este libro intenta establecer una conversación con diferentes explicaciones de la guerra insurgente. Este diálogo rara vez se ha desarrollado en nuestro contexto, y casi siempre en una sola dirección (con los antiestructuralistas tratando de desmontar los planteamientos de los estructuralistas; estos pocas veces han respondido).
La ya enorme literatura sobre la relación entre desigualdad y guerra —en general y en nuestro país en particular— se agrupa alrededor de tres posiciones básicas: no existe, es teóricamente irrelevante, o sí existe y cuenta. No se puede omitir la consideración de estas posiciones en una argumentación viable, suponiendo que una de ellas es “evidentemente” la correcta, entre otras cosas por razones muy básicas de método. Establecer los “derechos de ciudadanía” de una proposición implica necesariamente considerarla en comparación con otras (Fairfield & Charman, 2022).
Comencemos con los planteamientos antiestructuralistas. Por ejemplo, para Collier & Hoeffler (2004) la guerra civil era en esencia un episodio de captura de rentas por parte de bandas armadas. La idea mantuvo una hegemonía sobre los debates acerca de las guerras civiles al menos durante un lustro. Pero fue golpeada desde muchos ángulos (ver, por ejemplo, Cramer, 2002; Gutiérrez Sanín, 2003; Ross, 2004).“El paradigma racionalista” eventualmente “entró en crisis” (Ron, 2005).Los autores terminaron retirando, a regañadientes, pero de manera bastante explícita, su posición, concluyendo que “la pobreza” era la principal variable subyacente al origen de los conflictos armados (P. Collier et al., 2009). Pero la literatura sobre la guerra como aventura rentística siguió vigente por un buen tiempo, y aún tiene sus defensores, al menos en la prensa y en el mundo de las políticas públicas (para Colombia, ver Gutiérrez Sanín, 2020).
De manera más interesante, Kalyvas (2006) estableció programáticamente que la relación entre guerras civiles y conflictos estructurales no era particularmente interesante, porque la violencia generada por las primeras era plenamente “endógena”; es decir, estaba relacionada con las dinámicas bélicas, no con las estructuras sociales. Hay algo de esto en la argumentación de Pécaut (2001), centrada en Colombia: la violencia genera sus realidades y mentalidades, por lo que ella y los conflictos sociales avanzan en paralelo, sin llegar nunca a tener puntos de contacto. Es importante destacar que, en otros análisis centrados en el caso colombiano, el tema agrario no aparece.
Este tipo de perspectiva ha adquirido bastante popularidad en nuestro medio, en el que nuestra coexistencia de larga duración con fenómenos violentos y con economías ilícitas nos ha vuelto “collieristas naturales” (Gutiérrez Sanín, 2020). Pero el conflicto colombiano también podría ser el resultado de una deriva moral o producto de la falta de provisión de justicia (para una crítica temprana de esto, algunos de cuyos aspectos creo aún se mantienen, ver Gutiérrez Sanín, 2001), o más generalmente de la ausencia del Estado. Y, por supuesto, en el contexto colombiano no podría faltar la hipótesis, oficiosa pero no por eso tan estúpida que se pueda desatender, de que el narcotráfico fue el que nos empujó a la guerra (o, en otros términos, que es “el combustible del conflicto”, como se ha repetido miles de veces).
De manera más sutil, la desigualdad agraria podría tener algún impacto, pero el peso de otros factores es tan grande que, en esencia, no importa. Ese es el núcleo de uno de los brillantes artículos de Daly (2014) en el que, criticando con muy buenas razones la corriente principal de la literatura sobre el origen de los conflictos, plantea que en realidad el factor fundamental para entenderlo, por lo menos en el caso colombiano, es la existencia de un conjunto de especialistas en violencia, que no fueron absorbidos por el pacto del FN y que por consiguiente tuvieron buenas razones para retomar las armas. Apenas uno dedica dos minutos de atención a la idea, entiende por qué es a la vez interesante y plausible. Rebelarse puede constituir un acto de voluntad o de rabia. Rebelarse o resistir de manera sostenible es otra cosa: requiere una cantidad enorme de conocimientos, habilidades, rutinas y contactos en terreno; algo que muchos analistas tienden a ignorar. Y es claro que, después de La Violencia, aquellos especialistas se contaban en Colombia en cientos, quizás en miles. Dialogaré mucho a lo largo del libro con esta idea fundamental. Plantearé que, aunque Daly (2012) encuentra un problema crucial, lo caracteriza de manera demasiado estrecha.
Ahora bien: incluso cuando se plantea que hay una relación entre desigualdad agraria y guerra civil, hay motivos para permanecer insatisfecho. Cuando la literatura comparativa internacional sobre guerras civiles sí ha considerado variables relacionadas con la desigualdad, ha tenido dificultades para encontrar cualquier efecto en aspectos relacionados con la distribución agraria (una consideración ecuánime de esto se encuentra en Cramer, 2005, y en Dixon, 2009). Al día de hoy ya hay avances destacables, pero no necesariamente relacionados con lo agrario (Cederman et al., 2013). Aquí también parece haber una severa subespecificación en el análisis de la relación entre desigualdad y conflicto. Hay que retroceder medio siglo para encontrarse con trabajos académicos clásicos que relacionan cuidadosamente diferentes desigualdades agrarias con diferentes tipos de violencia y respuesta a la resistencia campesina, así como los mecanismos que conectan a unas y otras (ver, sobre todo, Paige, 1975).
Y, por desgracia, la idea de que hay un vínculo muy fuerte entre inequidad agraria y conflicto —o, más generalmente, violencia— se ha tomado a menudo como algo obvio, que no necesita ser demostrado sino solamente afirmado; basta con la enunciación. Por lo tanto, aunque encontramos muchos trabajos —incluidos algunos de estupenda factura— que se detienen a considerar los efectos de esa relación, hay muy, muy pocos que tratan de probar que esta exista, y de analizar las características del posible vínculo causal entre un término y otro. Aquí tomo exactamente la posición contraria. No basta con la enunciación; la plausibilidad de la proposición debe ser demostrada, y los posibles contraargumentos, considerados.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Francisco Gutiérrez Sanín es antropólogo con maestría y doctorado en Ciencia Política, profesor del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Colombia, columnista de El Espectador, profesor visitante en la London School of Economics, Yale y la Sorbona, entre otras universidades. Ha publicado en revistas internacionales como Politics and Society, Social Indicators Research, Journal of Peace Research y Studies in Conflict and Terrorism, entre otras, y ha adelantado proyectos. Autor de ¿Lo que el viento se llevó? (2007), sobre los cambios del sistema político colombiano en el último medio siglo; El orangután con sacoleva (2014), sobre la democracia y represión en Colombia entre 1910 y 2010; La destrucción de una república (2017), del auge y caída de la llamada República Liberal, y ¿Un nuevo ciclo de la guerra en Colombia? (2020), sobre la precaria implementación del Acuerdo de Paz con las FARC.