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Saquemos a los bisnietos del conflicto

Ante los ojos de Colombia, el M-19 cumplió su palabra y creció la esperanza de la paz. Un ejemplo para la sociedad actual, que pide parar el desangre de vidas, recursos y oportunidades.

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Rafael Vergara / Especial para El Espectador
09 de marzo de 2015 - 01:28 a. m.
Foto inédita de Carlos Pizarro tomada en 1985 en Los Robles, Cauca, en la zona de despeje que se pactó con Belisario Betancur.  / Rafael Vergara
Foto inédita de Carlos Pizarro tomada en 1985 en Los Robles, Cauca, en la zona de despeje que se pactó con Belisario Betancur. / Rafael Vergara
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Hablar de las armas sin valorar el significado que tiene para un insurgente asumir el riesgo de morirse por tenerlas en sus manos o el del militar al enfrentarlo en defensa de la institucionalidad y el statu quo es quedarse a la mitad del camino.

Igualmente es imposible ignorar que en el largo conflicto armado, la responsabilidad por las víctimas involucra a todos los sectores y que, por generaciones, la intransigencia y la ambición condenaron a Colombia a vivir con sufrimiento y polarizada, inmersa en la contradicción entre la guerra y la paz.

Todos hemos participado. Somos víctimas y victimarios. Mientras la iglesia oficial, por ejemplo, bendecía y bendice las armas del Estado, el cura Camilo Torres, símbolo de la iglesia de los pobres, perdió su vida al ir a recoger el arma de un soldado caído en combate.

Somos hijos y nietos de una violencia continuada que hay que erradicar de la vida cotidiana.

Por eso se instaló en La Habana la Comisión Histórica del Conflicto Armado con 12 miembros y dos relatores que, desde su pluralidad, clarificaron consensos y disensos. Su resultado es diáfano: la hoguera que nos calcina sólo se apagará si cada lado asume su responsabilidad, vence sus odios y vocación retaliadora y perdonamos colectiva e individualmente.

Hay madurez en los procesos cuando la historia está invitada. La negociación con el M-19 fue exitosa porque esa organización asumió el compromiso de renunciar a la lucha armada con los años cincuenta en la cabeza, con las filas de guerrilleros liberales del Llano entregando armas y la claridad del incumplimiento de las promesas y los asesinatos de Guadalupe Salcedo, Dulmar Aljure y otros líderes.

Hay que entender que los que no aceptaron rendir sus armas se refugiaron en la selva y unidos con los comunistas formaron las Farc, luego de los bombardeos a las llamadas “repúblicas independientes”. Ellos o sus hijos son los que están hoy en La Habana negociando la solución política del viejo conflicto.

El M-19 suscribió con Virgilio Barco el acuerdo de paz en 1990, luego de reflexionar sobre los suscritos en 1984 con el gobierno de Belisario Betancur, su zona de despeje y el frustrado Diálogo Nacional como salida política. Tuvo en cuenta la necesidad de otra vez construir confianza y respetar y hacer respetar el valor de la palabra en las negociaciones, que no se repitiera el mensaje de Betancur en 1985, cuando en el informe al Congreso dijo: “Firmé los acuerdos para lograr el desarme de la insurgencia en todos los sentidos, su desarme político, su desarme moral, su desarme material”. El desenlace de esa traición fue desastroso: el Palacio de Justicia.

En un momento de escalamiento de la violencia narcotraficante, paramilitar, militar y guerrillera, el M-19 entendió que se requería pactar una salida negociada, no una rendición, como algunos pretendían. Entonces, cómo participar. ¿Qué hacer con las armas?

Pactada en 1989, la zona de despeje de Santo Domingo, Cauca, allí quienes participamos recordamos que El Quijote las velaba antes del combate, definimos que honrando la lucha las armas se dejaban, no se entregaban porque nadie nos había vencido.

Dejar el arma es un acto de voluntad, no una imposición del vencedor al vencido. En este país con memoria de profundidad de ciénaga solemos olvidar para repetirnos y evadirse.

En proximidad del páramo, entre altísimas y bellas palmeras de cera, un sol espléndido, el arroyo frío y saltarín y golpes de un viento que helaba los huesos, expliqué a jóvenes guerrilleros que el arma es hierro y madera, que lo importante es la voluntad de quien la tiene en sus manos y que había llegado la hora de dejarlas y destruirlas.

Un joven Páez con su uniforme me extendió su viejo fusil G3 marcado con el escudo de Colombia, clavó sus ojos en los míos y afirmó: “Compa, ¿Usted dice que esta arma por la que murió el compa Jacinto tenemos que destruirla?”.

Le hice ver que cuando todo el mundo dispara y mata, lo revolucionario es dejarlas, llevarle la contraria a los tiempos, más aún si el pueblo necesita presencia de su organización en las plazas, en sus luchas. Les hice sentir que, como decía Jaime Bateman, por la paz hay que hacer hasta lo imposible.

En el paso a dar involucramos a la Internacional Socialista. Sus delegados fueron los testigos del acuerdo y la dejación de las armas. En Caracas, reunidos en el Palacio de Miraflores con Gabriel García Márquez, Carlos Andrés Pérez, Rafael Pardo y Everth Bustamante, acordamos una salida digna. Militares en retiro de países gobernados por partidos de la IS actuaron como testigos, las inventariaron y con presencia nuestra condujeron las armas a una fundidora, donde se destruyeron.

Con Carlos Pizarro envolviendo su pistola en la bandera nacional y poniéndola sobre las armas que iban a ser fundidas, se le rompió el equilibrio del caos, nació el símbolo de un tiempo nuevo.

Ante los ojos de Colombia el M-19 cumplió la palabra y creció la esperanza de la paz. Pero mataron a Pizarro y las voces de la guerra se dedicaron a desvirtuar la grandeza del acuerdo diciendo que el M se había entregado y entregado las armas. Buscaron asesinar el símbolo.

El sentido de las palabras

Dejar las armas no significa entregarlas. Como dijimos, esa es la condición que se impone al rendido en combate o al que deserta.

De cara al mundo que nos observa, a la indignidad aspiran quienes siguen sin aceptar que en La Habana se negocia porque no hay vencidos y que sin cese al fuego bilateral, con agenda previa, mediadores internacionales y comisionados de ambas partes, se construye paso a paso un acuerdo de paz.

Que quede claro: para el logro de la solución política, la institucionalidad, con algunas excepciones, aceptó la existencia del conflicto interno y con ello la condición de organización insurgente de las Farc, las que a su vez han reconocido la legitimidad de un gobierno fortalecido con la reelección de Santos y el mandato por la paz.

Se trata de un diálogo no con los “terroristas”, como pretende la extrema derecha, sino con representantes de colombianos organizados en rebelión hace 50 años. Con ellos se discuten las causas del conflicto y se acuerdan acciones y políticas transformadoras que deberá refrendar el pueblo colombiano.

Ante esta perspectiva democratizadora, dejar el arma significa desarmar el espíritu de confrontación militar porque la voluntad de alzarse, la causa de esa rebelión, cesa ante la satisfacción del logro —o su perspectiva—, la que surge de una metodología que permite los acuerdos, el cese al fuego bilateral y, pactadas las garantías, las condiciones de la reinserción o inserción a la vida política legal.

Si el arma no se entrega, no significa necesariamente que se guarde para sí. Se deja y se pacta un destino que, entre otras, es un acto solemne, de honor, de dignidad, y que por tratarse de un acuerdo de paz da derecho a negociarlo con su contraparte. Su destino es el resultado de la confianza y las garantías de seguridad y participación.

Lo que se está negociando es cuál va a ser el destino, que, es claro, no será que pasen a manos de las Fuerzas Armadas. Estamos hablando de los momentos virtuosos donde priman la grandeza, el amor a la patria, la visión común, y no la ignorancia o la pusilanimidad con sus odios y exclusiones de ciegos ideológicos amantes de la guerra, los miedos y sus muertos.

La confianza se gana en el proceso, se teje punto a punto. Los acercamientos se construyen y solidifican con el paso del tiempo. La responsabilidad de las palabras y sus contenidos deben ser, son, murallas frente a la ignorancia, la sobradez, el irrespeto o la maledicencia corrosiva que buscan minarla.

Los guerreros enfrentados poseen códigos y conocimientos que sólo se descifran después de años de querer vencerse el uno al otro. Hay un momento de las guerras en que militares y guerrilleros sin armas y sin querer eliminarse se miran a los ojos, comparten un espacio y un propósito, y desde la dignidad de cada cual dialogan sobre cómo implementar el fin del conflicto.

Se conocen, saben de las características del territorio y dónde pueden instalarse los campamentos, el tamaño de las zonas de exclusión, el desminado, la erradicación manual, la protección, escoltas, salvoconductos y movimientos, la inserción de las bases en la producción o en el Ejército. Esa tarea ya está siendo abordada por la subcomisión en que trabajan militares y guerrilleros para hacer realidad el fin del conflicto.

Por eso resulta patética y absurda la visión guerrerista y torpe que afirma que la reunión de los militares con los reconocidos insurgentes —y no “terroristas”— es humillar y manchar la dignidad de las Fuerzas Armadas.

Dialogar dignifica más aún cuando es un clamor de la sociedad parar este desangre de vidas, recursos y oportunidades. Bolívar y Morillo después de la guerra a muerte y sus más terribles crueldades se reunieron, se distinguieron, se abrazaron y pasaron la noche bajo un mismo techo; luego firmaron el armisticio.

La diferencia entre entregar o dejar el arma no es un tema semántico. Tiene una fuerte connotación ideológica en la valoración de la negociación, en la presencia del otro y su participación en el posconflicto. Quienes piden entrega de armas consideran indigna la presencia de los militares, exigen la continuidad de los bombardeos, cárcel para los “terroristas”, niegan el derecho a participar y valoran la justicia transicional como impunidad.

Los que añoran la continuidad de la guerra pretenden impedir que saquemos a los bisnietos del conflicto, y ya no lo podrán lograr.

Por Rafael Vergara / Especial para El Espectador

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