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¿Sigue siendo Colombia un Estado fallido? Análisis

No es la presente coyuntura crítica del paro nacional lo que nos avoca a opinar, es quizás la deuda histórica que provocó el estallido social del último mes y el muy deshonroso recuento de víctimas de la ineficiencia estatal en todo el territorio nacional.

Álvaro Benedetti / Especial para El Espectador
27 de mayo de 2021 - 01:01 a. m.
Las protestas ciudadanas completan este viernes un mes y por ahora no se ven soluciones, aunque el Gobierno y el Comité del paro siguen dialogando.
Las protestas ciudadanas completan este viernes un mes y por ahora no se ven soluciones, aunque el Gobierno y el Comité del paro siguen dialogando.
Foto: Gustavo Torrijos Zuluaga

Los notables vacíos de gobernabilidad, entendida como una apuesta de capacidad y acción gubernamental en todos los aspectos de asistencia y garantías ciudadanas desde la promesa constituyente de 1991, se hicieron evidentes en el contexto de las marchas y sus múltiples peticiones en servicios sociales, trabajo digno y educación, especialmente para los más jóvenes.

Desde la década del 60 del siglo pasado, el concepto de “Estado fallido” ha sido clave para entender la relación entre fragilidad institucional y pobreza económica en sistemas y regímenes políticos en el mundo. Tras la descolonización de las otrora ‘parcelas’ africanas fue posible comprobar cómo países con las instituciones públicas frágiles y con crisis de representación política, tienen también una probada debilidad operacional, asociada a la producción de bienes y servicios sociales y de justicia, a no ejercer soberanía territorial mediante el uso legítimo de la fuerza y a representar un botín de conquista para intereses particulares.

Con el riesgo que supone generalizar, eso somos. Al margen de lo que determinen los ránquines sobre estados fallidos, en su mayoría encabezados por ese puñado de naciones africanas (muchas de las que ya conocemos su suerte por películas de Hollywood), no es descabellado suponer que este debate (introducido en Colombia en la muy debilitada agenda de política exterior de finales de la década del 90) aparezca de nuevo en el panorama de la variopinta agenda del paro nacional.

De acuerdo con el centro de estudios estadounidense Fund for Peace (Fondo por la Paz) o el Banco Mundial (en cuyo índice de “estados frágiles” somos una nación de “advertencia elevada” y ocupamos el lugar 60 entre 178 países), en lo social, lo económico y lo político, Colombia comparte un buen número de indicadores que lo hacen merecedor de tan infeliz apelativo. Somos testigos, por ejemplo, de desplazamientos masivos internos y externos, generando graves emergencias humanitarias; la corrupción es generalizada en lo público y lo privado, y existe gran desigualdad económica, respectivamente.

Debo aclarar que aunque teóricamente no son lo mismo estados fallidos que estados frágiles, sí es posible encontrar en ambas definiciones notables similitudes aplicables a estudios de caso, tales como: pérdida (o debilidad extrema) para el control del territorio, incapacidad para suministrar servicios básicos para la población y, -la más increíble hoy-, ser un vecino incómodo, generando más dudas que certezas en el sistema internacional.

Entonces sí, creo que conservamos desde entonces rasgos prominentes de un Estado fallido. No solo desde la eterna mirada de la inserción de dineros del narcotráfico en la política, y de la confrontación armada entre Fuerza Pública, insurgencia armada ‘comunista’ y la connivencia paramilitar. Es la mirada del Estado fallido del nivel subnacional desde el cual, a simple vista, se caracterizan poblaciones enteras periféricas, con baja productividad, donde la fragmentación social se mezcla con la zozobra de la guerra y no se estiman posibilidades reales de agregación de valor e integración a mercados, excepto tal vez por los alineados a las economías extractivas.

Es también la mirada de las ciudades donde, al igual que en el campo, la pobreza monetaria y extrema, el desempleo y la inseguridad no son asuntos marginales. Son de hecho la semilla del clamor popular que, manifestado en los bloqueos, propician un irreverente desafío a las autoridades policiales y militares. La destrucción de la infraestructura de transporte y movilidad, el casi absoluto desacato a la normatividad de tránsito, la increíble cifra de posesión ilegal de armas por parte de civiles y el derecho atribuido a agredir físicamente al otro, por citar solo algunos ejemplos, demuestran el atraso institucional expuesto a todas luces en la explosión social.

Acá el debate no es si el paro es una alternativa viable o válida para enderezar el rumbo, o si son o no justificables los bloqueos como mecanismo de protesta. El fondo es cómo en un mes el Estado colombiano perdió lo poco que tenía en materia de control y autoridad. Ya los argumentos no convencen, nuestro débil esquema de reglas se hace aún más débil, inverosímil y falaz para el ciudadano del común, perdido en medio del laberinto. Y a la clase política, en su mayoría huérfana de señales de cambio, se le juzga de oportunista y tramposa.

Si bien, a juzgar por indicadores de crecimiento económico estamos un par de escalones más arriba que varios de los vecinos centroamericanos y del “Club de la Miseria” (Collier, 2008), también es cierto que estamos varios más abajo de los del club de la OCDE -organismo del que honestamente no comprendo cómo hacemos parte-.

Con ciertos matices, un Estado fallido se arroga el derecho de exhibir una marca desarrollista a partir de indicadores de crecimiento económico. Sumemos, en el caso nuestro, la estabilidad macroeconómica “ejemplar” (hoy castigada severamente por Standard & Poors), que a nivel regional nos distinguió desde la aplicación de las políticas del Consenso de Washington.

La fachada de una economía creciente por cuenta de sus volúmenes de exportación y rentas, ha escondido al mundo la verdadera cara social del país: la de la violencia armada irresoluta, del hambre extendida y focalizada en la niñez, la de la concusión, el cohecho y el prevaricato enquistados en la administración pública.

Es por lo menos paradójico que la abundancia de recursos naturales, que ha traído un crecimiento económico nacional y sostenido por décadas, cortesía del boom petrolero en los 2000, la constante demanda carbonífera, aurífera y de commodities agrícolas, no hubiese significado una mejor redistribución de la riqueza y mejores beneficios sociales para el grueso de la población, o impulso a diversificación productiva, la tecnificación y la inversión decidida en ciencia, tecnología de innovación.

Paradoja explicable desde lo técnico, en parte por la errática focalización de la inversión en municipios y departamentos, y por la inexperiencia de los gobiernos locales y regionales para la planificación y la ejecución de planes, programas y proyectos. Y desde la mirada de las políticas públicas territoriales, la incapacidad del Gobierno central para asistir.

No es entonces la falacia del crecimiento económico la que define lo que somos. Aunque ostentamos un aceptable PIB per capital de USD$6.400 a cifras de 2019, siendo entonces un país de renta media, y un PIB nacional lejos por encima del promedio latinoamericano, el gran desafío es la redistribución y la superación de la pobreza estructural-multidimensional. Agendas propias de la dimensión social del ciudadano y asociadas al clima educativo del hogar, condiciones de la niñez y la juventud, ocupación y formalidad laboral, salud, servicios públicos y condiciones de la vivienda.

Por lo anterior y pensando en los próximos años, resulta válido preguntarse cómo mejorar el clima de confianza en las instituciones colombianas. Cómo nos podremos poner de acuerdo en la ruta para fortalecer el Estado y permitirnos algún día que este responda con eficiencia y eficacia, a la imagen de las grandes democracias liberales del planeta.

Cómo lograr sinergias cuando se sabe que no somos capaces de llevar una agenda realista de transformaciones, cuando la combinación de recursos financieros escasos, falta de capacidades y gobiernos locales sin oportunidades de gestión -o sin la capacidad de aprovecharlas- prácticamente condena el futuro de cualquier comunidad.

¿Y la estabilidad democrática? La otra gran conquista de la que nos ufanamos. A la luz de la historia vale preguntarse si las elecciones son condición suficiente para un gobierno responsable y legítimo. Lo que una elección produce es un ganador y un perdedor. En una democracia débil, el perdedor no suele reconciliar, por tanto, hay que revertir la secuencia. La política moderna no es lo primero, sino realmente lo último.

La clave es gobernabilidad, que significa seguridad institucional, reglas de juego legítimas y claras para todos los actores, además de un desarrollo económico amplio y con agregación de valor, premisas solo alcanzables con arreglo a resultados, que perfile los acuerdos desde lo técnico y que comprenda que las transformaciones son de largo plazo.

Si al final de cuentas tenemos o no un Estado fallido, bienvenido el debate, ojalá con evidencia empírica a la mano. De ampliar la discusión se podrá forjar un nuevo camino para los hoy desfavorecidos por cuenta del modelo país que nos tocó.

* politólogo, consultor y profesor universitario

Por Álvaro Benedetti / Especial para El Espectador

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JUAN(37240)27 de mayo de 2021 - 07:26 p. m.
Que si estado fallido? La sola pregunta es necia. 6402 falsos positivos, despojo de tierras a punta de descuartizamientos incluso de niños, Ñeñepolítica, Memo Fantasma, embajador Sanclemente con laboratorios de droga, fiscalia, procuraduría y defensoría tomadas por el uribismo para otorgarse impunidad, una fuerza pública formada con ideologías fascistas, un congreso que legisla contra el pueblo...
Bueno Bueno(20426)27 de mayo de 2021 - 04:47 p. m.
La increible mediocridad de nuestros dirigentes, duque, molano, barbosita (el hombre más preparado de su generación), martuchis, carrasquilla (se fue pero sigue otro mediocre), macías, char,
Bueno Bueno(20426)27 de mayo de 2021 - 04:40 p. m.
La corrupción y el fraude campean. Ese duque, pelele de matarife, elegido con fraude, dineros del ñeñe, es un chiste trágico.
Bueno Bueno(20426)27 de mayo de 2021 - 04:38 p. m.
Colombia es un estado totalmente fallido. Manda un matarife de extracción narca, ese muchacho que hizo que escobar no tuviera que sacar la coca a lomo de mula, con cara de seminarista, el dr varito, el #82. Cagado de miedo de perder poder y ser enjuiciado imparcialmente (no con fiscales tipo barbosita y jaimes).
-(-)27 de mayo de 2021 - 02:18 p. m.
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