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Un país de estados de excepción

La conmoción interior decretada por el presidente Álvaro Uribe lleva a preguntarse a este experto de Dejusticia, ¿por qué los gobiernos siguen valiéndose de una constante tan peligrosa?

Mauricio García Villegas */ Especial para El Espectador
11 de octubre de 2008 - 03:38 a. m.

Colombia ha vivido la mayor parte de su historia bajo los rigores de la violencia. Este pasado sangriento ha incidido tanto en su estructura institucional como en su cultura jurídica. La prioridad del orden público en los asuntos de gobierno ha hecho sobrevalorar la participación de la Fuerza Pública en la dinámica institucional del Estado y ha desequilibrado el balance constitucional entre las ramas del poder público. La participación de la Fuerza Pública se ha consolidado a través de la utilización frecuente que los gobiernos han hecho de los estados de excepción.

El estado de excepción se convirtió, por lo menos hasta 1991, en un instrumento ordinario de la política gubernamental. He aquí cuatro indicaciones de esta anomalía. 1) La excepción era casi permanente. Así, por ejemplo, en los 21 años transcurridos entre 1970 y 1991 Colombia vivió 206 meses bajo estado de excepción, es decir, 17 años, lo cual representa el 82% del tiempo transcurrido. Entre 1949 y 1991 Colombia vivió más de 30 años bajo estado de sitio. 2) Buena parte de las normas de excepción han sido legalizadas por el Congreso, lo cual ha convertido al Ejecutivo en un legislador de hecho. 3) Hubo períodos en los cuales se impusieron profundas restricciones a las libertades públicas, a través por ejemplo de la justicia militar para juzgar a los civiles. A finales de 1970 el 30% de los delitos del Código Penal eran competencia de cortes marciales y 4) La declaratoria y el manejo de la excepción desvirtuaban el sentido y alcance de las normas constitucionales sobre la materia, debido a la ausencia total de un control político y jurídico.

I. Cronología del estado de excepción

La incidencia social e institucional del estado de excepción no ha sido la misma desde 1949. Tres períodos pueden ser diferenciados. El primero de ellos se inicia en 1957 con la instauración del Frente Nacional y llega hasta el fin del gobierno del presidente López Michelsen en 1978. Durante este tiempo aumentaron progresivamente las protestas ciudadanas y creció la apatía política de amplios sectores de la población. Inicialmente el estado de sitio fue utilizado en las ciudades para reprimir –en un principio tímidamente– las manifestaciones de descontento, así como para resolver problemas derivados de la crisis económica heredada de la época de La Violencia. En el campo se vivía una situación de guerra contra la subversión guerrillera naciente y contra los pocos reductos de la violencia. Mientras en las ciudades se restringían los derechos ciudadanos con el fin de contrarrestar las manifestaciones políticas, en las zonas rurales se mataba para reprimir a la subversión. De otra parte, la intervención de los entes encargados del control –tanto constitucional como político– fue prácticamente nula.

El segundo período se inicia con el gobierno de Turbay Ayala (1978) y termina con el fin del mandato del presidente Virgilio Barco (1990). En estos años, la excepción perdió fuerza como instrumento de control social –en parte por la disminución de las manifestaciones políticas de estudiantes y obreros– y ganó importancia como instrumento de represión de las actividades ilegales del narcotráfico y la subversión.

Durante la década de los años 70 y principios de los 80, las Fuerzas Armadas y los organismos de seguridad del Estado obtuvieron prerrogativas propias de un régimen militar, lo cual les eximió de los costos políticos del ejercicio directo del poder.


Desde mediados de la década de los ochenta y sobre todo desde la Constitución de 1991, estas prerrogativas fueron drásticamente limitadas. No obstante, la violencia y la desprotección de los derechos se agravaron. Esto se debió, por lo menos en parte, al hecho de que las reformas democráticas introducidas, así como los procesos de paz, fueron percibidas por algunos militares y por funcionarios del Estado, como un obstáculo para ganar la guerra y, por ese motivo, prefirieron abandonar el manejo legal del orden público, con todas las implicaciones en materia de violaciones a los derechos humanos que de allí se derivan. De la cultura de la excepción se saltó a la cultura de la guerra sucia.

A finales de los años 80, el proyecto político híbrido del Frente Nacional –democracia, militarización del Estado y exclusión social– empezó a parecer inviable, incluso para las élites políticas que lo idearon, a mediados de la década de los ochenta. Las ventajas que en un principio se obtuvieron de la combinación entre democracia y autoritarismo ahora empezaron a mostrar resultados contraproducentes.

El tercer período se inicia con la promulgación de la Constitución de 1991, escrita y promulgada durante el gobierno del presidente Gaviria –no sobra agregar que ello se hizo a través de normas de excepción– y se extiende hasta hoy.

Desde los últimos años de la década de los 80, los movimientos populares se debilitaron y disminuyeron las protestas organizadas por los sindicatos y los movimientos estudiantiles. El estado de conmoción –-nuevo nombre del antiguo estado de sitio– perdió parte de su carácter permanente, debido a la restricción temporal contenida en el artículo 213 de la Carta política. De otra parte, el narcoterrorismo disminuyó notoriamente con el desmantelamiento del Cartel de Medellín, pero el secuestro, el homicidio y, en general, la privatización de la violencia y de los mecanismos de justicia adquirieron más importancia que nunca.

En los 90, la lucha contra la subversión cambio de método: de la estrategia seudolegal a través del estado sitio, se pasó, poco a poco, a una lucha abiertamente ilegal a través de los ejércitos paramilitares, solapadamente apoyados por amplios sectores del Estado y de la sociedad. Como consecuencia de ese cambio, desde mediados de los años 80, Colombia asiste a un proceso de fragmentación y deterioro institucional que de manera paulatina se desplaza desde una situación en la cual predominaba la anormalidad constitucional, como resultado de la cuasipermanencia del estado de excepción, hacia la proliferación incontrolada de grupos armados que proclaman su intención de substituir al Estado en su función de administrar justicia.

En un país que tiene dos movimientos guerrilleros, poderosas mafias de narcotraficantes, ejércitos de paramilitares y una delincuencia común desbordada, es apenas natural que el tema de la seguridad se convierta en una preocupación nacional. Interpretando esa preocupación el presidente Álvaro Uribe creó la política de seguridad democrática, con lo cual se consiguió mucha de la seguridad que hacía falta en Colombia. De otra parte, en materia de lucha contra la subversión, el estado de


excepción siguió relegado a un segundo plano. Sin embargo, dado el énfasis casi exclusivamente militar en la reconstrucción institucional de los territorios recuperados por el Ejército a la guerrilla y dado también que la complacencia sectorial del Estado –y de la sociedad– con el paramilitarismo continúa, la mayor seguridad se ha conseguido, en buena parte, a costa del  deterioro de la dimensión democrática y legal de las instituciones.

II. Los efectos perniciosos del mal uso del estado de excepción

El Poder Ejecutivo, y de manera específica, el poder militar, obtuvieron hasta mediados de los 80 concesiones excesivas que no se tradujeron en una mayor eficacia en el control de los grupos armados en pugna con el Estado. A medida que aumentaba la justicia penal de excepción, paradójicamente disminuía su capacidad para remediar el conflicto que estaba llamada a resolver, y ello debido al efecto difusor de las violencias que acarreaba dicho aumento. La justicia luchaba contra un enemigo que se fortalecía en la medida en que resultaba atacado. El crecimiento de la justicia de excepción resultaba desproporcionado en relación con los resultados obtenidos: mientras más crecía el aparato represivo más crecía el delito y el conflicto que el mismo aparato quería resolver. La dificultad para romper este círculo vicioso se encuentra en el hecho de que al tiempo que se incrementa el uso de la excepción y crece la ineficiencia del Estado, aumentan las razones aducidas por los gobiernos para justificar su uso y su fortalecimiento.

 La ineficacia de las medidas de excepción, por un lado, y, la búsqueda de un proyecto de régimen político-jurídico plenamente democrático a finales de los 80, por el otro, condujeron a la implantación de controles judiciales frente a las facultades de excepción. Pero quizás ellos llegaron demasiado tarde. Tales controles hicieron atractiva la búsqueda de soluciones extralegales entre agentes del Estado, lo cual aumentó el fragor de la guerra, así como disminuyó y fragmentó el poder institucional.

 De esta manera, de una situación inicial en la cual las élites nacionales pretendían consolidar un régimen político en la zona de frontera entre el constitucionalismo y el autoritarismo, se fue pasando a una situación en la cual el poder del Estado es incapaz de controlar la pugna entre poderes armados en la cual participan sus propios agentes. De los intentos de constitucionalización del poder excepcional del Estado se pasó al debilitamiento del Estado constitucional y a su consecuente inclusión en una guerra de fracciones. La práctica de la excepción constitucional en la frontera seudoconstitucional, se ha convertido en una práctica bélica en el territorio de la guerra.

En síntesis, en Colombia la excepción ha propiciado el desvanecimiento de la frontera entre lo legal y lo ilegal y por esta vía ha facilitado el salto hacia el no-derecho, no sólo de funcionarios del Estado sino también de particulares. La ineficacia de los objetivos de paz y orden trazados por las medidas de excepción, a pesar de su casi permanencia durante ciertos períodos de


la historia nacional, ha producido desengaño respecto de las vías institucionales y una cultura antijurídica que es en parte responsable de la búsqueda, en la sociedad y en el Estado, de mecanismos alternativos e ilegales destinados a conseguir tales objetivos.

* Profesor de la Universidad Nacional e investigador de Dejusticia (www.dejusticia.org).

Los bemoles de la conmoción

Según la Constitución, el Gobierno tiene 90 días para conjurar la crisis judicial. Si no logra el objetivo, puede pedir la prórroga al Congreso por otros noventa días. Los expertos jurídicos consideran que el Gobierno debe tener cuidado en la violación de los derechos fundamentales. Según explicó el constitucionalista Germán Calderón España, cabe la posibilidad de que pueda afectarse la preservación de los debidos procesos. La implementación de jueces provisionales puede llevar a futuro a una nulidad de las actuaciones que se desarrollen, porque “el principio del juez natural puede verse quebrantado y esto pone en duda la legalidad de la medida”. Calderón España aseguró que la agenda legislativa se puede ver afectada por los nuevos decretos que lleguen a estudio del Congreso.

Por su parte, el ministro del Interior y de Justicia, Fabio Valencia Cossio, le dijo a El Espectador que el Ejecutivo se encuentra tranquilo frente al concepto que dé la Corte Constitucional acerca de la conmoción interior, decretada para conjurar el paro judicial. Advirtió que varios ex magistrados y expertos constitucionales estudiaron los argumentos para expedir la emergencia. El ministro estuvo en contacto con juristas como el ex vicefiscal Francisco José Cintura. Pese a todo, dijo que se mantiene la voluntad de diálogo para llegar a un acuerdo con Asonal Judicial.

Seis conmociones en la historia y su constitucionalidad

Desde la promulgación de la Constitución de 1991, el estado de conmoción interior ha sido decretado en seis oportunidades, cuatro de las cuales fueron respaldadas por la Corte Constitucional. La primera fue el 10 de julio de 1992 por el gobierno de César Gaviria, con el fin de evitar la excarcelación de personas procesadas por terrorismo y narcotráfico. La Corte le dio su aval. La segunda conmoción interior, decretada también por el gobierno de Gaviria, el 8 de noviembre de 1992, asimismo respaldada por la Corte, vino motivada por una escalada terrorista de la guerrilla y la intimidación de funcionarios y contratistas, así como por los ataques a algunas cárceles.

Luego, el 1º de mayo de 1994, la administración Gaviria volvió a tomar la misma determinación para evitar otra vez la salida masiva de presos peligrosos de cárceles debido a la morosidad de la justicia. Sin embargo, la Corte declaró su inconstitucionalidad con el argumento de que después de dos años de haberse decretado la primera por las mismas causas, no se había hecho nada para conjurar la crisis.

En agosto de 1995, el gobierno Samper apeló a este mecanismo con el objetivo de fortalecer la justicia y el sistema penitenciario, y terminar con la congestión judicial, así como tipificar ciertos delitos y reformar algunos procedimientos, en un intento de hacer más eficaz la lucha contra la delincuencia común y la guerrilla. La Corte le dijo no, porque las razones esgrimidas por el Ejecutivo no habían sido suficientes para pasar por alto los mecanismos “normales” de defensa. Poco después, en noviembre de 1995, se decretó un nuevo estado de conmoción tras el asesinato del dirigente político Álvaro Gómez Hurtado. En este caso, la Corte aceptó que la escalada terrorista justificaba las medidas excepcionales.

Finalmente, el 12 de agosto de 2002 se volvió a recurrir al estado de conmoción interior, cinco días después de posesionado el presidente Uribe, ante la escalada de ataques de la guerrilla y de los grupos paramilitares. La Corte respaldó dicha decisión, aunque después algunos decretos expedidos fueron declarados inexequibles.

Por Mauricio García Villegas */ Especial para El Espectador

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