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Y nuevamente el drama de los secuestrados políticos quedó situado en medio de dos irreconciliables antagonistas que no ceden. La guerrilla, que reclama el despeje de los municipios de Pradera y Florida, y el Gobierno, que no acepta este modelo y además exige que los guerrilleros liberados salgan de la guerra. Hoy, cualquier opción intermedia está signada al fracaso. Por eso, el protagonismo que súbitamente adquirió el asunto en manos del presidente Chávez y la senadora Córdoba, estaba condenado a tropezar.
Ahora la pugna regresa a sus formalismos. Uribe no transa un ápice su política de seguridad democrática. Las Farc tampoco aflojan en su aleve conducta de secuestrar para financiarse y exigir canjes. La comunidad internacional interviene para instar a las partes al diálogo sin exponerse más allá de su diplomacia. El presidente Hugo Chávez y la senadora Piedad Córdoba habían alterado este férreo esquema, desajustaron los fatalismos del diálogo de sordos y probaron que era posible avanzar a riesgo de equivocarse.
Esa puerta se cerró y para todos el desafío ahora es reinventarse. El alto comisionado de Paz Luis Carlos Restrepo, anunció que asume la responsabilidad del acuerdo humanitario y, con su argumento del sigilo, está obligado a demostrar que es capaz de negociar con un elusivo antagonista. Y el presidente Uribe, que puede gastarse su capital político en favor de una causa humanitaria, la de buscar caminos que atenúen la desesperanza de quienes sufren el cautiverio en la selva.
¿Y qué decir de las Farc? Si en su dolor secreto, centenares de familias reciben frecuentemente pruebas de supervivencia de colombianos secuestrados por motivos económicos, ¿por qué resulta tan difícil que lleguen las de los secuestrados políticos? Como insistió el presidente Chávez, se necesitan pruebas de supervivencia de los secuestrados para recuperar la ruta, porque más allá del portazo gubernamental, la gestión del presidente Hugo Chávez y de Piedad Córdoba abrió una hendija que no debe cerrarse.
Además hoy, ante el pesimismo político que una vez más impone su oscuro manto, es responsabilidad de la sociedad civil que el tema no se vuelva a silenciar y se convierta en una exigencia nacional en favor de la libertad y la búsqueda de coexistencia pacífica. Que el profesor Gustavo Moncayo siga marchando hacia Caracas, que las organizaciones sociales salgan de sus oficinas a la calle a exigir el acuerdo humanitario y que el Congreso habilite a Piedad Córdoba para que persista en su lucha.
Ya es demasiado tiempo. Los secuestrados de Patascoy van a cumplir 10 años en la selva, los de Mitú y Miraflores van por nueve, Íngrid Betancourt y Clara Rojas llevan cinco, ¿cuánto más tienen que sufrir ellos y sus familias para que el país entero los acompañe como si fueran sus propios hijos? El Gobierno, desde la Constitución y la ley, tiene razones válidas. La guerrilla, desde su óptica "revolucionaria", busca ostentar argumentos. Pero nada puede ser superior a la vida y ese valor supremo reclama acciones de conciencia.
Lo demás son disculpas o estrategias políticas. Que estaba prohibido hablar con los altos mandos de las Fuerzas Militares, que es imposible demostrar que los secuestrados están vivos, que no se puede despejar, que es indispensable hacerlo... ¿y quién piensa en las víctimas? La sociedad organizada tiene la palabra y puede exigir más que todos. ¿Acaso no hubo acuerdo en 1996 para liberar a los plagiados en la base de Las Delicias? ¿Y no se repitió en 2001 con más de 300 militares y policías? ¿Y no se ha hecho cuando han estado involucrados personajes importantes? La paz no es una opción, es un deber.