A los soldados, a los marineros e incluso a los cuatreros les concedía el doctor Johnson “the dignity of danger”, la dignidad del peligro. Quizá ésta sea la única dignidad que todavía conservan en Colombia los guerrilleros de las Farc: la de poner cada día en riesgo su vida. Surgida hace 44 años (el 20 de julio de 1964 es la fecha oficial del bautizo) como una milicia de campesinos acosados y desesperados, este grupo armado evolucionó hacia una guerrilla marxista en los setenta y ochenta, pero luego sus ideales se han venido degenerando hasta llegar a la miseria ideológica de hoy.
Si uno lee sus comunicados, de una sintaxis tan confusa como su pensamiento, difícilmente entiende sus propósitos. La pobreza del discurso, además, se acentúa por la degradación de sus métodos de lucha, que incluyen la práctica del secuestro, el tráfico de cocaína, el asesinato de civiles, los atentados terroristas a torres de energía, a pueblos e incluso a templos y escuelas, el reclutamiento de menores y la explotación de niñas y mujeres en trabajos sexuales y serviles.
Su discurso, fuera de unos eslóganes repetidos que parecen espectros de la guerra fría, no ha podido revitalizarse ni siquiera con la reciente inyección chavista de supuestos ideales bolivarianos. El barniz que les ha querido dar el fogoso presidente vecino (Hugo Chávez, que después de su pelea con Uribe se declaró amigo de las Farc y hasta homenajeó con un minuto de silencio al “comandante Raúl Reyes”, caído en un bombardeo del Ejército colombiano) no les ha servido para aumentar su popularidad en el país.
A pesar de las tremendas injusticias y desigualdades de la realidad colombiana –un país donde el 50% de la población vive en la pobreza–, la base social de la guerrilla es mínima, y el apoyo que este “Ejército del Pueblo” tiene dentro del pueblo real está más cerca del cero que del 3%. Los pobres surten, sí, su mano de obra, pues siempre hay muchachos que quieren recibir una paga por cualquier oficio; pero no hay base social de las guerrillas ni entre los pobres colombianos: casi nadie las apoya, y hasta el partido político más a la izquierda –el Polo Democrático– condena con vehemencia sus formas sanguinarias de lucha.
Paradójicamente, no es la pobreza de Colombia la que alimenta nuestra guerra, sino las inmensas riquezas naturales del país. Pueden citarse algunos casos emblemáticos: una empresa como Chiquita Brands (la de los bananos, la antigua United Fruit Company) ganaba tanto dinero en el país que podía permitirse pagar impuestos de guerra al Estado, financiar a los paramilitares –por lo cual ya ha sido condenada en tribunales norteamericanos– y pagar vacunas a la guerrilla.
Algo muy parecido ocurre con terratenientes y compañías petroleras. Los primeros han pagado secuestros a la guerrilla, trabajos sucios de vigilancia a los paramilitares e impuesto de patrimonio al Gobierno. Y a pesar de que todos paguen porcentajes a los tres principales combatientes de la guerra, todavía obtienen ganancias suficientes para seguir siendo ricos. Con otros negocios ocurre lo mismo: cocaína, oro, esmeraldas, níquel… La gran riqueza nacional financia a todos los actores de una guerra que, alimentada así, parece no tener fin.
Pero volvamos a las Farc. Aunque tengan algunos cuadros de apoyo en las ciudades e incluso en el exterior, “la guerrilla más vieja del mundo” es eminentemente rural. Incluso rural es una palabra inexacta, pues, más que rural, la guerrilla de las Farc se ha convertido en una guerrilla selvática. Son las selvas desmesuradas e inextricables de Colombia las que explican que todo el poderío militar de Estados Unidos (que entrega a Colombia, después de Israel y Egipto, la tercera ayuda militar más grande del planeta) haya sido incapaz de rastrear el sitio donde se encuentran, por ejemplo, los tres contratistas norteamericanos secuestrados desde hace cinco años en el sur del país. Y es la selva también lo que le da su carácter (salvaje) a este conflicto, porque allí, al decir de un poeta colombiano, “los hombres aprenden a ser crueles”.
Tampoco un gobierno como el actual, alérgico a todo acuerdo de paz y absolutamente inclinado a la solución militar del conflicto, que cada año dedica una porción más grande del presupuesto a financiar las Fuerzas Armadas, ha sido capaz de derrotarlas del todo después de casi seis años de lucha sin cuartel. Ha disminuido el secuestro, es cierto; los ha alejado aún más de los centros urbanos y de las carreteras principales; pero la victoria definitiva no parece inminente, a pesar del creciente tono triunfalista de los comunicados del Gobierno. En la guerra de guerrillas, dicen los estrategas militares, el ejército regular pierde si no gana, mientras que a la guerrilla le basta no perder para seguir soñando con el triunfo.
En las últimas semanas, sin embargo, la balanza parece inclinarse con fuerza del lado del Estado. El secretariado, es decir, la cúpula directiva de las Farc, está compuesto por siete miembros. En el último mes, dos integrantes de esa cúpula han muerto: Raúl Reyes, por una acción “al estilo Israel” de la aviación colombiana en territorio ecuatoriano (en el bombardeo murieron 17 personas, entre ellas algunos simpatizantes mexicanos de la guerrilla), e Iván Ríos, que cayó por una traición de un guerrillero cercano a él que quiso cobrar la recompensa de dos millones de dólares ofrecida por el Gobierno por su cabeza.
Esta práctica de recompensas no deja de tener graves riesgos de degradación del conflicto. El solo hecho macabro de que el hombre que traicionó a Ríos haya matado también a su compañera y le haya cercenado una mano para demostrar la identidad del muerto, revela el grado de degradación de esta guerra tropical. El pago de recompensas, al estilo del Oeste norteamericano, indica que también los métodos de lucha del Estado se están degradando, haciendo perder legitimidad a una democracia que parece estar incluso dispuesta a dejar de serlo con tal de ganar la guerra.
Hasta ahora, la geografía colombiana ha jugado a favor de la guerrilla, y no sabemos si estos golpes recientes son el comienzo del fin de las Farc. Hasta ahora había sido casi imposible derrotar a una guerrilla bien entrenada que se mueve en selvas impenetrables del tamaño de Suiza, con ciento por ciento de humedad y cuarenta grados de temperatura a la sombra, infestadas de alimañas y enfermedades (paludismo, cólera, fiebre amarilla, leishmaniasis). Además, aunque el Gobierno colombiano publica cada año cifras crecientes de bajas, deserciones o capturas de guerrilleros, éstos parecen reproducirse como por encanto. Mueren o se retiran muchos, es cierto, pero otros los reemplazan. Cuando en un país abunda la miseria, tampoco escasea la mano de obra barata, incluso la criminal.
Gracias al tráfico de cocaína y al dinero de los secuestros se les puede pagar una mesada a los guerrilleros nuevos, y esto hace que las Farc, pese a las bajas, cuenten con muchos hombres. Nadie sabe exactamente cuántos son, pues los datos son contradictorios y las cifras van desde 8.000 hasta 30.000 combatientes. Todos estos factores, unidos a la corrupción que existe en las Fuerzas Armadas, hacen que la guerra en estos trópicos sea particularmente dura y larga.
Pero a la dureza del sitio están mejor adaptados los guerrilleros, en general oriundos de esas zonas, y en cuanto a la duración, si algo tiene la guerrilla de las Farc es una percepción parsimoniosa y dilatada del tiempo. Con secuestrados que llevan hasta diez años en las selvas, con una lucha que va para medio siglo (hay guerrilleros hijos de guerrilleros que ni siquiera conocen una ciudad), se entiende que ellos, para quienes la guerra, el secuestro y el tráfico de cocaína se han convertido en un modus vivendi, estén dispuestos a darle a su lucha la duración eterna del infierno.
Un proceso de paz no parece nada fácil porque la guerrilla no tiene ningún prestigio entre la población civil, y aunque haya entre sus programas reivindicaciones justas (por ejemplo, la reforma agraria), sería difícil que el Gobierno las aceptara en una mesa de negociaciones. Por paradoja, quizá lo más conveniente sería que la guerrilla aceptara convertirse en un nuevo partido bolivariano que midiera sus fuerzas en las urnas, y para esto convendría la intermediación de Chávez, que es vista con odio por la mayoría de la población colombiana.
El viajero que venga hoy a Colombia, si se limita a frecuentar ciertos barrios de las ciudades, si va a zonas rurales o a poblados que no estén muy lejos del corazón de casi todas las regiones, no percibirá una presencia física de la guerrilla. Durante muchos períodos, los mismos colombianos nos hemos olvidado de su existencia, mirándonos el ombligo más o menos civil de las ciudades y campos conquistados. Cerca del corazón no se percibe el temor de un ataque, y ni siquiera ahora se corren graves riesgos de secuestro. Pero si el visitante se aparta, cuanto más se aleje notará que la mano del Estado llega cada vez más débil. Allí gobierna la fuerza y se vive en la ley de la selva, bien sea que ésta la impongan los guerrilleros, los paramilitares reencarnados –a pesar del proceso de paz– o los caciques.
Colombia no es un sólo país, y ni siquiera sus ciudades son una sola ciudad. A media hora de distancia, en nuestras capitales conviven opulencias del Primer Mundo europeo o norteamericano con miserias africanas. Como un microcosmos, como un resumen del mundo, en las ciudades de Colombia se puede pasar en un rato de Suiza a Sierra Leona, y en esta imagen se incluye desde el color de los habitantes, pasando por el verdor de los prados y la tranquilidad de las vacas que pastan en valles paradisiacos, hasta llegar, no mucho más allá, a las basuras y albañales al aire libre, a la miseria desnuda, al hambre –casi siempre vestida de piel más oscura– y al ardor estéril de las tierras baldías o semidesérticas.
Un elemento que no se puede olvidar en el conflicto colombiano es que al virus guerrillero le resultaron unos anticuerpos tan virulentos e incluso más mortíferos que la enfermedad que pretendían combatir: los paramilitares. Si en los últimos años se ha registrado un gran descenso en las cifras de asesinatos en Colombia, esto se debe al proceso de paz con los paras, que resolvieron dejar de matar. Y como eran ellos quienes más mataban, con métodos salvajes y viendo guerrilleros en cualquier persona crítica, las cifras han mejorado.
Lo malo es que en muchas regiones su poder permanece intacto, y a veces da la impresión de que este proceso de paz no es otra cosa que la llegada a la edad de retiro de una generación de comandantes narco-paramilitares que, después de jubilada, podría ser reemplazada por otra. Otra interpretación es que, en algunas zonas rurales, ellos ya ganaron la guerra, tienen el poder político y ahora controlan a la población con métodos de extorsión que no requieren tantos asesinatos como antes.
La mayoría de los colombianos queremos creer que nuestras pesadillas no serán eternas, y para protestar contra ellas participamos hace poco en dos marchas: una contra la guerrilla, de muchos millones de personas, y otra contra los paramilitares, que incluyó también a personas de todas las extracciones y categorías sociales. Creo que al fin las mayorías estamos de acuerdo en que hay que oponerse a unos y a otros.
Lo que se vive en las selvas se puede entender mejor con lo que el poeta William Ospina escribió alguna vez sobre la rebelión enloquecida de Lope de Aguirre. Las cosas, cuatro siglos después, no son tan distintas: “Nada es piedad aquí, nada es dulzura. / Si son crueles los monjes en los penumbrosos claustros de España, / si son degolladores los reyes y envenenadoras las reinas / en sus artísticos salones llenos de lienzos y de lámparas, / si son perversos los obispos y lascivos los papas / en la nube de mármol de sus tronos romanos, / si son despiadados los clérigos que leyeron a Homero y a Séneca, / si son salvajes los capitanes que comen la carne cocida / salpicada de jerez y orégano, / si bajo Europa entera aúllan las mazmorras, / ¿cómo puedo ser manso en estas tierras, / ceñido por las selvas impracticables, / lejos de esos palacios tapizados por la letra y la música? / He decidido ser un tigre. / La selva invade el alma como un vino. / Aquí no hay bien ni mal, sino el zarpazo”.
* Texto originalmente publicado en El País de España