El atentado contra los activistas venezolanos Yendri Velásquez y Luis Alejandro Peche, ocurrido el 13 de octubre en el norte de Bogotá, marcó un punto de quiebre entre la comunidad de solicitantes de refugio en Colombia. Ambos sobrevivieron a los disparos, pero el mensaje que dejó la violencia fue claro: ni siquiera fuera de Venezuela los disidentes se sienten a salvo.
“Tengo miedo de salir a la calle. Yo no sé si ahora, en un rato que me toque salir a comprar algo, me estén vigilando. Después de lo que pasó con Yendri y Luis Alejandro, todos tenemos terror”, dice Luis Gonzalo Pérez, periodista y documentalista venezolano que salió de su país al ser perseguido por el régimen de Nicolás Maduro.
Pérez trabajó como videógrafo personal de la líder opositora María Corina Machado y fue corresponsal para medios internacionales como NTN24 y RCN. “Cubrir la campaña presidencial de Machado fue suficiente para que el régimen me persiguiera”, cuenta. “Me amenazaron, allanaron las casas de mis padres, me bloquearon las cuentas bancarias y hasta el sistema del pasaporte. Tuve que huir o estaría desaparecido”, añade.
El comunicador llegó a Colombia en agosto de 2024 en medio de un contexto cada vez más difícil para su país. De inmediato, solicitó refugio con la ayuda de la Fundación Juntos Se Puede, pero desde entonces solo ha recibido un salvoconducto temporal que debe renovar cada cuatro meses.
“Ya voy por el tercero”, señala. “Ese papel no me protege de nada. No puedo trabajar legalmente, ni salir del país, ni sentirme seguro. Vivo en un limbo jurídico”, recalca.
La Cancillería ofrece salvoconductos mientras evalúa los casos, pero el trámite puede durar años. Solo 118 personas fueron reconocidas oficialmente como refugiadas en 2024. La mayoría termina desistiendo. “El sistema está diseñado para que uno se canse”, afirma una fuente de una ONG que acompaña a solicitantes a “El País” de España. “Sin trabajo, sin estatus legal y con miedo, es fácil rendirse”.
Como Pérez, miles de venezolanos llevan meses, incluso años, esperando respuesta. El sistema colombiano de refugio, diseñado para casos individuales, colapsó con la llegada masiva de migrantes. Según cifras de la Acnur y organizaciones civiles, más de 29.000 solicitudes están represadas, en su mayoría de personas que huyen por persecución política.
“Nos sentimos abandonados por el Estado colombiano”, afirma Pérez. “No cruzamos la frontera porque queríamos, sino porque temíamos ser encarcelados o torturados. Y ahora, en Colombia, también somos perseguidos”.
La especialista en derechos humanos Ligia Bolívar, del Centro de Derechos Humanos de la Universidad Católica Andrés Bello, explica que Colombia ha mantenido un sistema “disuasivo y desactualizado”, y que aunque esto siempre ha funcionado así, el sistema ha empeorado en los últimos años, siendo incapaz de ajustarse a las necesidades actuales.
“No se informa adecuadamente a los solicitantes, los plazos no se cumplen y las personas no pueden trabajar mientras esperan respuesta. Nadie puede sobrevivir tres o cuatro años de la caridad pública”, dice.
Bolívar recuerda que el país sigue aplicando solo la Convención de 1951, ignorando la Declaración de Cartagena de 1984, que amplía la protección a quienes huyen de violaciones masivas de derechos humanos. “Brasil y Chile la aplican. Colombia prometió hacerlo en 2023 (con Laura Gil), pero dos años después no ha pasado nada”, señala. Mejorar el proceso de solicitudes de refugio fue una promesa del gobierno Petro, que sigue siendo promesa.
Pero ahora, con el caso de Velásquez y Peche, la desazón no es solo por las trabas en el trámite, sino por el aumento en los riesgos de seguridad. La pregunta de Pérez es la misma que circula en los grupos de Whatsapp de migrantes venezolanos: “¿A quién le toca mañana?”. En los días siguientes al atentado, una trabajadora de Juntos Se Puede fue interceptada y amenazada. “Le dijeron su nombre, le mencionaron la fundación. Estamos siendo vigilados”, cuenta Pérez.
Ese miedo, asegura Ana Karina García, directora de la Fundación Juntos Se Puede, no es solo producto de la inseguridad urbana. “Tenemos miedo del Tren de Aragua, pero también de las disidencias de las FARC y del ELN”, advierte. “Yo llevo ocho años viviendo en Colombia y nunca había sentido este nivel de temor. Hoy, ni siquiera aquí nos sentimos seguros”.
Cabe destacar, como asevera Pérez, que “la dictadura tiene tentáculos en toda la región. Lo que pasó con Yendri y Luis Alejandro no fue un hecho aislado. En Chile mataron al teniente Ronald Ojeda, y las investigaciones de la Fiscalía de ese país señalan directamente a Miraflores y a Diosdado Cabello como responsables”, denuncia.
El gobierno de Gabriel Boric reaccionó entonces con firmeza: el propio fiscal nacional, Ángel Valencia, confirmó que el crimen tenía vínculos con agentes venezolanos y ordenó la creación de una unidad especial para rastrear las operaciones extraterritoriales del régimen de Maduro. El miércoles reiteró esa firmeza al destacar que el régimen venezolano está detrás del asesinato de Ojeda.
Esa respuesta contrasta con el silencio del Gobierno colombiano, que ni condenó el atentado ni ha ofrecido garantías de protección a los perseguidos. Para García, la violencia reciente muestra que la persecución venezolana se ha mezclado con dinámicas criminales locales.
“Lo que antes era político, ahora se camufla en delitos comunes. Cuando Diosdado Cabello dice que lo de Yendri y Luis Alejandro fue un crimen pasional, lo que hace es encubrir un delito político bajo esa fachada. Eso en Venezuela lo hacen siempre. Y si aquí logran hacerlo también, nos ponen a todos en riesgo, porque sería aceptar que pueden replicar en Colombia las mismas prácticas de persecución que aplican allá”, dice.
La advertencia no es menor. En las calles, en los chats de exiliados y en las oficinas de las organizaciones que los apoyan la sensación es que los tentáculos del régimen han cruzado la frontera. Y que el refugio que alguna vez representó Colombia, hoy se ha convertido en un territorio de miedo e incertidumbre.