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Esta es la mejor película familiar en lo que va del 2025

Esta semana se estrenó la más reciente película de Pixar. Un relato cuyo mensaje y trasfondo realmente sorprenden, “Elio” no será la más taquillera, pero sin duda, es hasta ahora la mejor película familiar del año.

Por Nelson Sierra Gutiérrez
23 de junio de 2025
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Fotografía por: Pixar
Elio forja nuevos vínculos con excéntricas formas de vida extraterrestre y se enfrenta a una crisis de proporciones intergalácticas.

Elio forja nuevos vínculos con excéntricas formas de vida extraterrestre y se enfrenta a una crisis de proporciones intergalácticas.

Fotografía por: Pixar

A veces, las grandes historias no nacen en galaxias lejanas, sino en recuerdos muy cercanos.

Así nació “Elio”, la nueva joya de Pixar dirigida por Adrián Molina, el codirector de “Coco”, quien decidió abrir las puertas de su corazón —y de su infancia— para contar la historia de un niño que no encaja… ni siquiera en su propio planeta.

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La historia arranca en la Tierra, donde Elio vive con su tía Olga, una mujer sensible y brillante, quien asumió el cuidado del niño tras la muerte de sus padres. Olga lidera un proyecto secreto para comunicarse con vida extraterrestre. Pero más allá de lo científico, su tarea más difícil ha sido criar con amor a un niño que viene del duelo, del silencio, de la soledad. Ella no lo protege con sobreprotección, sino con ternura, humor y presencia. Y aunque no siempre sabe qué hacer, lo intenta.

Por un accidente tecnológico, Elio responde, sin querer, una transmisión enviada al espacio. Y en cuestión de segundos, es abducido y confundido con el embajador de la Tierra ante una asamblea de civilizaciones alienígenas. Nadie lo guía, nadie lo entrena, nadie lo traduce. Solo está él: confundido, pequeño, rodeado de ojos que esperan que sepa quién es.

Elio no es el típico protagonista de aventuras espaciales. No es valiente, no es carismático, no es fuerte. De hecho, prefiere esconderse detrás de un parche en el ojo, no porque tenga una herida, sino porque necesita proteger su forma de mirar el mundo. Ese parche es más que un accesorio: es una frontera invisible. Hay niños que usan la timidez como escudo, otros se callan, otros bajan la cabeza. Elio se cubre el ojo. El parche representa esa forma sutil y silenciosa de decir: “no estoy listo para que el mundo me vea, ni para verlo todo de golpe”.

Y cuando finalmente se lo quita, no es porque haya vencido el miedo, sino porque por fin se siente seguro. No necesita esconderse. Y eso, para cualquier niño que ha vivido en la incertidumbre, es un acto de valentía real.

La escena recuerda vagamente a otras películas donde el contacto con lo desconocido define el futuro de la humanidad: el momento en “Contacto” (1997) en que por fin se escucha una señal, o cuando en “E.T.” (1982) la bicicleta vuela y entendemos que ese encuentro no es una amenaza, sino una necesidad emocional. Pero a diferencia de esos clásicos, aquí no hay adultos tomando decisiones, ni científicos en laboratorios. Solo hay un niño frente al abismo del universo. Y eso cambia todo.

En la conquista de ‘una galaxia desconocida’

Y ahí es donde Elio se transforma. Lo que parecía una aventura fantástica se vuelve una reflexión profunda sobre cómo se siente un niño que llega a un lugar donde nadie habla su idioma, donde todo es extraño y él mismo no sabe explicar quién es.

Es imposible no pensar en la situación de miles de niños migrantes en el mundo. Pequeños que han sido arrancados de sus países por decisiones que no tomaron, y aterrizan en colegios nuevos, idiomas ajenos, culturas que no entienden y que no los entienden. Lo que para los demás es “un cambio”, para ellos es una galaxia desconocida. Algunos son acogidos. Otros sobreviven como pueden. Todos tienen algo en común: cargan un duelo invisible, lleno de pérdidas y necesidades de todo tipo, que solo pueden entender ellos, los niños.

Elio no se suma a la larga lista de películas donde los extraterrestres llegan para invadir (“Aliens”, “La guerra de los mundos”), ni a las historias donde los niños son simples testigos (“Mi amigo Mac”, “Super 8”). Aquí, el infante no solo es protagonista: es el puente entre mundos. Y no lo logra con armas, ni con traducciones perfectas, lo hace realidad con las únicas herramientas que le quedan intactas: su sensibilidad y el deseo de huir de una realidad que desde todo punto de vista puede ser perversa.

La fuerza de Elio está en que no lo muestra como un héroe que se adapta fácilmente, sino como un niño que comete errores, que se asusta, que duda. Pero que, poco a poco, encuentra su voz. No porque se vuelva valiente de golpe, sino porque los otros deciden escucharlo. Eso también es importante: el entorno aprende a mirar más allá de lo que ve. No esperan que Elio Solís se parezca a nadie. Le permiten ser él.

La película, con su mezcla de humor, ternura, y un dolor silencioso, logra algo difícil: hablarles a los niños sin subestimarlos, y a los adultos sin regañarlos. La animación es vibrante, los personajes son diversos y entrañables, y la música —compuesta por Daniel Pemberton— le da un tono emocional que acompaña, no que manipula.

“Elio” no quiere dar lecciones morales. Solo quiere que entendamos qué se siente llegar a un lugar donde no sabes si perteneces y que a pesar de desear estar allí terminas siendo de lo que huyes, ser un extraño.

Desde el primer momento de la película, recuerdo, que allá afuera —en un país frío, en una ciudad lejana— hay un niño real que también llegó sin entender las palabras, sin amigos, con miedo de hablar. Y que, con el tiempo, también encontró una forma de decir quién era. No lo hizo ante una asamblea galáctica, pero sí frente a un auditorio que no hablaba su idioma, que por fin lo escuchó, en perfecto inglés, y supo de sus temores, de cómo poco a poco, con su carisma, valor y nobleza se ha logrado sobreponer al bullying. Y eso, para muchos de nosotros, ya es heroico.

Para Emmanuel*

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