Durante mi niñez, hace ya unos 20 años, mi mamá tenía una forma particularmente dulce de consentirme: si me iba bien en el colegio, me esperaba en casa con una Pony Malta y un chocorramo, el ponqué de chocolate que todos los colombianos conocemos. Era lo que en Medellín llamamos el “algo”, esa merienda de media tarde que se toma entre el almuerzo y la “cena”. Como era un buen estudiante, tengo que admitir que ese capricho se volvió casi una rutina diaria. Aunque el recuerdo siga siendo uno de los más tiernos y sabrosos de mi infancia, tal vez mi mamá no haría lo mismo hoy, y quizás yo tampoco lo haré con mis hijos.
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Los padres de mi generación están enfrentando una dualidad un poco compleja, explica Keren Cano, docente e investigadora de la Escuela de Nutrición y Dietética de la Universidad de Antioquia. Por un lado, la industria de productos ultraprocesados no deja de crecer, y sus productos —cada vez más diversos— están al alcance de casi todos, incluso en los espacios más cotidianos como colegios, jardines infantiles y otros entornos concurridos. Por otro lado, ha surgido una ola de conciencia sobre la importancia de una alimentación más saludable. “Y desde esa tendencia —señala Cano— se promueven estilos de vida que limitan, o incluso eliminan por completo, el consumo de estos productos”.
Aunque “ultraprocesado” es un término que se repite con cierta insistencia en medios de comunicación, vale la pena recordar a qué nos referimos con eso. Los nutricionistas y expertos en el tema suelen evitar llamarlos “alimentos”, ya que no tienen un origen natural ni conservan las características propias de los ingredientes frescos. La Organización Mundial de la Salud (OMS) sigue esa línea y los define como “formulaciones industriales” que suelen contener pocos o ningún alimento entero, y que combinan azúcares, aceites, grasas, sal, y también sustancias derivadas de alimentos, pero no usadas en la comida casera, como los aceites hidrogenados, los almidones modificados o los aislados de proteína, además de aditivos como los potenciadores del color, el sabor y el aroma.
Se les llama “ultraprocesados” porque, precisamente, combinan todas esas sustancias en múltiples etapas de procesamiento industrial, mucho más allá de lo que implican los alimentos mínimamente procesados o incluso los procesados tradicionales (como un pan artesanal o una conserva casera). El objetivo es uno: crear “productos listos para el consumo: duraderos, accesibles, atractivos, de sabor muy agradable y altamente rentables”, decía la OMS en un informe del tema publicado en el año 2019. Entre estos productos se encuentran las bebidas gaseosas y otras bebidas azucaradas, los snacks dulces y salados, los caramelos, los panes industriales, las tortas y las galletas, entre muchos otros.
Y, por supuesto, esa bebida espumosa y fría, junto al ponqué de chocolate que mi mamá me daba, con una frecuencia casi diaria, también hacen parte de esta categoría. “Lo que podemos ver hoy es que hay padres, quizá con un mayor nivel educativo y mayor capacidad económica, que eligen de forma más consciente los alimentos y evitan productos con excesos de azúcares o grasas. Pero también hay otros en los que estos productos siguen siendo parte habitual de la alimentación”, dice Lina Marcela Echeverri, nutricionista del Hospital San Vicente Fundación en Medellín.
Hace poco veía en TikTok ejemplos de ambos: una madre empacando la lonchera de su hijo, con paquetes de papas, gaseosa y dulces; y otra que hablaba a la cámara explicando por qué, en el cumpleaños más reciente de su hijo, decidió no comprar torta y, en su lugar, repartir porciones de fruta.
En los comentarios de ambos videos, se desató una discusión. A la primera madre le reprochaban haber enviado una lonchera poco saludable, sin una sola fruta y sin agua. A la segunda la acusaban de “amargarle” la infancia a su hijo, negándole incluso una porción de torta en su propio cumpleaños. ¿Existe un punto medio entre ambos comportamientos? Probablemente sí. Uno donde no se demoniza un pedazo de pastel ni se normaliza una dieta diaria de ultraprocesados. Un camino en el que la alimentación se entiende y se dimensiona como un acto nutricional crucial para el desarrollo del niño, pero también como algo emocional, cultural y familiar.
La alimentación como fuente de nutrientes y como acto social
La paradoja de los padres no es equivalente, del todo, en la ciencia: desde hace varios años, los investigadores tienen muy claro que los ultraprocesados tienen poco, o ningún aporte nutricional, y que su consumo excesivo explica lo que la OMS ha llamado en varias oportunidades una “pandemia” de obesidad y sobrepeso que ha disparado la diabetes, la hipertensión y otras enfermedades no transmisibles en todo el mundo.
En 2019, por ejemplo, científicos pertenecientes a los Institutos Nacionales de Salud de Estados Unidos hicieron un experimento muy interesante y diferente para aquella época. Alimentaron, por dos semanas, a un grupo de adultos con una dieta compuesta por alimentos reales y, por otras dos semanas, con una dieta compuesta por productos ultraprocesados. Aunque ya se habían desarrollado estudios anteriores, este controló el entorno de los participantes durante un mes. Es decir, los investigadores proporcionaron todas las comidas, igualando las calorías, los macronutrientes y la fibra. La única diferencia era el nivel de procesamiento de los alimentos, lo que tenía como objetivo saber si solo eso podía tener efectos en el peso.
Y la respuesta fue clara. Cada dieta tuvo efectos marcados sobre el peso de los adultos: aquella constituida por alimentos reales resultó en una pérdida promedio de peso de 0.9 kilogramos, mientras que, por el contrario, la dieta basada en alimentos ultraprocesados resultó en un aumento promedio de peso de 0.9 kilogramos. Otras investigaciones en Europa han confirmado que una dieta alta en ultraprocesados se asocia con más riesgo de enfermedades del corazón, diabetes, cáncer y una mayor mortalidad general.
La OMS ha dicho en varias oportunidades que enfrentamos una “pandemia” de obesidad y sobrepeso que ha disparado la diabetes, la hipertensión y otras enfermedades no transmisibles en todo el mundo.
Los efectos del consumo son igual o más nocivos en los niños, niñas y adolescentes. Según UNICEF, la agencia de las Naciones Unidas para la infancia, el sobrepeso y la obesidad en estas edades están aumentando en casi todo el mundo. En 2020, se estimaba que 39 millones de niñas y niños menores de 5 años ya presentaban sobrepeso u obesidad. Y para 2016, más de 340 millones de niños, niñas y adolescentes entre los 5 y los 19 años también se encontraban en esa condición. La tendencia es, por decir menos, muy inquietante: la prevalencia del sobrepeso en menores pasó del 4% en 1975 a poco más del 18% en 2016.
Hay una forma un poco más sencilla de entender esto. Aunque solemos fijarnos únicamente en la cantidad de calorías que tiene un alimento, también es fundamental considerar otros componentes como los azúcares, las grasas y el sodio. Un preadolescente de 11 años, dependiendo de su sexo, actividad física y metabolismo, puede necesitar entre 1.900 y 2.300 calorías al día. En algunos casos, incluso pueden requerir más energía que un adulto promedio, ya que se encuentran en una etapa de crecimiento y desarrollo constantes, y suelen ser más activos físicamente. Según la OMS, menos del 30% de esas calorías diarias debería provenir de las grasas. De ese porcentaje, menos del 10% deben corresponder a grasas saturadas y se deben evitar por completo las grasas trans.
Pero solo un paquete pequeño de papas fritas ultraprocesadas (unos 28 gramos, o una porción pequeña) puede contener alrededor de 4 gramos de grasa saturada. Eso es casi el 20% del límite diario recomendado para un niño de esa edad. Y hay niños que se comen dos o hasta tres paquetes al día. Lo mismo sucede con los azúcares. Por ejemplo, una lata de gaseosa común de 355 ml puede tener hasta 40 gramos de azúcar, casi el total permitido para un día entero (que es menos de 50 gramos, o 12 cucharaditas). ¿Y cuántas veces permitimos al niño tomarse dos o hasta tres vasos o botellas de gaseosa al día? Y eso asumiendo que el niño no está consumiendo más azúcar de otro producto, como snacks.
Todo esto hace evidente una conclusión: los ultraprocesados no aportan los nutrientes esenciales que los niños necesitan para crecer y desarrollarse saludablemente.
“Pero la alimentación no consiste solo en comer nutrientes. Es también un acto social y emocional. Cuando tú tienes un cumpleaños o una celebración, el festejo también se relaciona con la comida”, dice Natalia Chiquito, nutricionista y dietista de la Fundación Valle del Lily, en Cali.
Comer en compañía es una de las formas más antiguas y universales de construir y fortalecer relaciones o vínculos. Basta pensar en las reuniones familiares, las citas con amigos, las cenas de negocios o las celebraciones. Cuando estamos tristes, por ejemplo, comemos chocolate porque nos da placer. Por el contrario, en el video de la madre que prohibió la torta en el cumpleaños de su hijo había un comentario de un usuario: “Eso le va a provocar a su hijo una mala relación con la comida”.
“Pero la alimentación no consiste solo en comer nutrientes. Es también un acto social y emocional”.
Natalia Chiquito, nutricionista y dietista de la Fundación Valle del Lily, en Cali.
“Si son comportamientos muy extremos, se puede ver afectado el entorno social”, reconoce Echeverri, del San Vicente. ¿Qué pasaría, por ejemplo, si la determinación de un padre de no dar torta en el cumpleaños de su hijo provoca que los compañeros y amigos no quieran ir a la fiesta? Probablemente, el niño se sienta algo excluido y frustrado. Pero hay algunos matices importantes en este escenario. “Depende de la particularidad del niño y del entorno en el que se está desarrollando”, señala Cano.
Para ejemplificar su posición, plantea dos escenarios: en uno, el niño ha estado acostumbrado la alimentación natural. En la casa de sus padres, tíos y abuelos, e incluso en el colegio, estos alimentos están naturalizados y hacen parte de su rutina. “Y, esto es clave, disfruta comer esos alimentos. Se siente satisfecho y no los consume bajo un contexto de restricción u obligación”, dice Cano.
En ese escenario, el niño ya cultivó una alimentación saludable, en términos nutricionales, pero también un disfrute con esta comida. “Esto puede parecer irreal, pero cuando se logra, pasan cosas que cuando se les ofrece elegir su fruta favorita versus un producto ultraprocesado, elige la fruta. Para un niño con estas circunstancias, la ausencia total o parcial de ultraprocesados seguramente no representará mucho”, dice Cano.
En el otro escenario, sin embargo, está el adolescente que en su rutina come ultraprocesados y que, ahora, debido a la nueva tendencia y conciencia, ve reducida muy drásticamente la oferta de estos productos. “En estos casos, pretender eliminarlo todo ya, podría favorecer dificultades en su relación con la comida, asociados a la sensación de restricción”, agrega.
Hay dos puntos entonces clave en esta discusión: en primer lugar, comportamientos que no son tendencias, sino que son rutinas construidas con el tiempo, y, en segundo lugar, no dejar de lado que, además de comer para alimentarnos, también comemos para disfrutar.
Entonces, ¿qué hacer?
Ninguna de las profesionales con quienes hablamos recomienda en sus consultas prohibir completamente los ultraprocesados de la dieta. “Si su hijo va a una fiesta, y lo que está disponible es torta y helado, es perfectamente viable que pueda consumir su porción de estos productos”, dice Cano. Pero bajo dos premisas: una porción moderada, por supuesto, y que la alimentación base de ese adolescente no sea torta y helado. “La reflexión es que debemos promover una alimentación saludable a nivel integral y en todos los sentidos: que promueva un buen estado nutricional, salud física, es decir, que esté basada en alimentos naturales e incluya todos los grupos: harina, proteína, frutas, verduras, lácteos, que aportan nutrientes y macronutrientes. Pero sin dejar de lado una adecuada relación con la alimentación, con un enfoque en el disfrute y la socialización. Es posible lograr esto”.
Lo mismo opina Chiquito, nutricionista de Valle del Lili. “Hay que enseñarles a los niños que no está mal consumir ciertos alimentos ultraprocesados en ocasiones especiales, como una fiesta o una salida familiar. Pero debe quedar claro que solo deben consumirse en esos escenarios y de manera moderada”. La especialista añade un punto clave que no se puede pasar por alto: “Con los ultraprocesados ocurre algo particular, y es que al contener grasas industriales, aditivos, conservantes, azúcares y potenciadores de sabor, se estimula la liberación de dopamina en el cerebro, que es la sustancia relacionada con el placer y el bienestar. Por eso, se genera una relación de disfrute que puede volverse difícil de regular”.
En ese sentido, el reto para padres, cuidadores y educadores no es simplemente prohibir o restringir estos productos, sino enseñar a niñas y niños a reconocer cómo funcionan estos alimentos en el cuerpo y en las emociones. Si un niño solo experimenta bienestar a través de este tipo de comida, se corre el riesgo de que, en ausencia de límites o acompañamiento, busque constantemente esa gratificación rápida, lo que puede desencadenar patrones de consumo poco saludables. La clave, para Echeverri, es el equilibrio. “Si logramos inculcar hábitos de alimentación equilibrados desde que los niños están pequeños, va a ser más fácil que ellos integren esos comportamientos y elecciones cuando están fuera de casa. No necesariamente decirle ‘nunca’ a un alimento, a no ser que haya una condición o enfermedad, pero que eso tampoco conlleve a excesos”.
En últimas, no se trata de prohibir tortas ni de premiar todos los días con paquetes de papas. Se trata de enseñar a comer desde el amor, la información y el equilibrio.
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