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Muchas preguntas quedarán sin respuesta. ¿Cuál fue el primer esclavo africano, si fue un esclavo, que trajo escondida bajo su piel prieta las larvas del gusano Onchocerca volvulus? ¿Cuál, entre todos, y cuándo, y por qué, atravesó Colombia hasta interrumpir su camino a orillas del río Micay en el Cauca? ¿Ocurrió en el siglo XVI o el XVII o mucho después? Y la ceguera que le provocó el parásito, ¿lo hizo un hombre amargado o supo vivir feliz en la oscuridad?
Los científicos también tendrán que tragarse la curiosidad de saber cómo descubrió el gusano la forma de sobrevivir en un continente que le era ajeno, en ríos que no eran los africanos sino los de aguas torrentosas y a veces frías de América, entre razas que iban diluyendo sus colores al mezclarse entre sí.
¿Y la mosca? Se necesita una mosca que pique y transmita la enfermedad de un humano a otro. ¿Cómo logró el gusano encontrar el cómplice perfecto al otro lado del Atlántico entre todas las especies de moscas hematófagas? ¿Y por qué sólo en este pequeño municipio enclavado en la nada, lejano y perdido, pudo sobrevivir la enfermedad durante décadas o siglos sin extenderse por todos los ríos, por todas las veredas, por todas las pieles y los ojos hasta enceguecer a miles, a millones de americanos?
Quedan las preguntas ahora que Colombia será declarada oficialmente el primer país que elimina esta enfermedad considerada la segunda causa de ceguera de origen infeccioso en el mundo. Pero nos quedan también fragmentos de esa historia gracias a la terquedad de algunos médicos, enfermeras, bacteriólogas, salubristas.
Cuando se sabía que la enfermedad andaba por América, en México, Guatemala, Venezuela y Ecuador, comenzó la búsqueda entre los pobladores de la costa Atlántica colombiana. Una búsqueda encabezada por el médico Augusto Corredor, de la Universidad Nacional. Una búsqueda que resultó infructuosa hasta que en agosto de 1965, de manera fortuita, un estibador de 39 años que había vivido en el corregimiento de Naicioná, en el municipio de López, comenzó a perder la visión y buscó ayuda en los especialistas de la Universidad del Valle.
Al examinar sus ojos, los médicos observaron las microfilarias, los gusanos recién nacidos, ocultos en la cámara anterior del ojo. Los mismos que pululaban en las biopsias de piel analizadas bajo los microscopios de luz.
El oftalmólogo de mayor reconocimiento en Cali, Georges Assis, un hombre acucioso y bien enterado, contempló todos los diagnósticos, y sentenció: oncocercosis.
Era el primer reporte de un caso en Colombia. Assis, entusiasmado por la novedad, le contó del caso a su amigo Antonio D’Alessandro, entonces director del recién inaugurado centro de investigaciones médicas Cideim.
Por fin una pista para rastrear la enfermedad. Los científicos, caleños y bogotanos, buscaron la casa del estibador. Buscaron entre sus vecinos. Entre los pueblos cercanos. Arriba y abajo del río. En las orillas de otros ríos. De 292 pacientes estudiados, el 15% tenían microfilarias en la piel. En 1977 los resultados de otros estudios apuntaron hacia el mismo lugar: López de Micay podría ser el foco de la enfermedad. Las investigaciones se detuvieron y la oncocercosis volvió a ser una enfermedad olvidada.
Transcurrieron 12 años. En abril de 1989 un niño de 13 años de raza negra, de Cacahual, también en el Cauca, que veía cada día menos por el ojo izquierdo, entró al servicio de oftalmología del Hospital Universitario de Cali. El ojo le dolía, dijo. Lagrimeaba. No soportaba la luz. La oncocercosis les recordó a los médicos del Valle que todavía rondaba el área. Volvieron a recorrer la región.
Unos años más tarde se inició el Programa de Eliminación de la Oncocercosis en las Américas (OEPA). Trabajaron juntos los investigadores Bruno Travi, Fernando Martínez y D. Scott Smith del Cideim, Gloria Palma y Jorge Satizábal de la Universidad del Valle, y otros colegas del Instituto Nacional de Salud. Volvieron sobre los pasos de sus antecesores. Volvieron a las mismas veredas. A los mismos ríos. A las mismas preguntas. Para concluir que el foco no estaba localizado en López, sino en Naiciona, una población aún más apartada, en la ribera del río del mismo nombre y tributario del río Chuare, que a su vez desemboca en el Micay.
Eliminar la enfermedad no era una tarea fácil. Todos lo sabían. Pero querían intentarlo. Mujeres como Alba Lucía Morales, quien hoy trabaja en OEPA, una dependencia del Centro Carter, en la erradicación de la enfermedad en América, y Sol Beatriz Sánchez, entre otras personas, le entregaron su vida a una noble y silenciosa tarea. Llevar registros de los enfermos. Buscarlos dos veces al año, donde estuvieran, para que tomaran el tratamiento a base de ivermectina. El único plan posible era dispendioso. El tratamiento de cada paciente, para ser efectivo, se debe extender durante 12 o 15 años, que es el tiempo que tardan en desaparecer de muerte natural los gusanos adultos mientras la ivermectina eliminan las crías.
Alba Lucía y Sol coinciden en un pensamiento: la ceguera de los ríos paradójicamente terminó trayendo progreso a este corregimiento olvidado. En el esfuerzo que emprendieron las autoridades y los investigadores fue necesario llevar maestros que educaran a los niños, crear un acueducto, invertir dinero en el centro de salud y capacitar a los promotores. “Se me fue la vida en esto. Cuando mi tarea terminó, regresé perdida. No sabía qué hacer”, dice Sol horas antes de que un expresidente estadounidense, Jimmy Carter, que se preocupó por apoyar la lucha contra la oncocercosis, llegue a Colombia a certificar que la ceguera de los ríos es cosa del pasado, al menos a orillas del Micay. Porque en los otros 35 países donde se ha reportado, unos 80 millones de personas están en riesgo de contraerla.
pcorrea@elespectador.com