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Demasiados “expertos”

Esta pandemia debería recordarnos los límites de las disciplinas y del propio conocimiento, pero también su enorme potencialidad, que brilla mucho más, una vez que reconocemos sus limitaciones.

Julián Alfredo Fernández-Niño
22 de agosto de 2021 - 11:44 p. m.
La literatura científica sigue abriendo y planteando preguntas, que es lo que mejor hace la ciencia.
La literatura científica sigue abriendo y planteando preguntas, que es lo que mejor hace la ciencia.
Foto: Martin Divisek

*Opinión

Me gustaría escuchar con mayor frecuencia a los expertos en los medios, decir lo mejor que podemos decir frente a varios aspectos de la pandemia, aún hoy, con todo lo que hemos aprendido: “no sabemos”, “eso es incierto”, “es difícil determinar”, “no existe consenso”, “no es claro lo que hay que hacer” … etc., estas son probablemente las respuestas más honestas a la mayoría de las preguntas posibles.

Por lo que parece ser un sesgo de selección, probablemente aquellos que reconocen mejor la incertidumbre prefieren replegarse y observar con prudencia y a distancia. Pero en cambio, demasiados autoproclamados expertos pretenden iluminar el camino a seguir, muchos incluso advierten que de ser escuchados todo se solucionaría más fácil, se arrogan ser portadores de las respuestas que a los demás se nos escapan, profetizan los cambios certeros que deberíamos recorrer para solucionar la crisis social, económica y sanitaria, y para muchos que los escuchan, resulta encantador ese sermón que revela verdades que, para los demás según ellos, deberían ser evidentes. Algunos expertos se han organizado en oráculos, cuando la ciencia moderna hace rato que ha superado los consejos de sabios, propios de las sociedades tribales.

Pero lo cierto es que la pandemia nos sobrepasó a todos. A ellos también, aunque no lo admitan, y aceptarlo más abiertamente sería un progreso para todos. Esta crisis nos hizo mirar el abismo de la incertidumbre de frente, y que a su vez ese abismo nos mirara e hiciera más cierto y vivible, ese abismo de (des)conocimiento que también vive dentro de nosotros mismos. Esta pandemia debería recordarnos los límites de las disciplinas y del propio conocimiento, pero también su enorme potencialidad, que brilla mucho más, una vez que reconocemos sus limitaciones.

Y es que la propagación del SARS-CoV-2 y el COVID-19 se comportó como casi nada que la mayoría hubiera conocido en su vida, más allá de los reportes a distancia en espacio y tiempo que libros o artículos científicos permiten, y a los que no es igual enfrentarse en abstracto, que, en persona, con las manos desnudas, fue algo nuevo para la mayoría de nosotros. Es por esto por lo que la literatura científica sigue abriendo y planteando preguntas, que es lo que mejor hace la ciencia, como esa búsqueda siempre inacabada e incansable de la verdad que debe ser, y por eso muchos de los más brillantes expertos del mundo no han tenido miedo en desdecirse, e incluso en reconocer su imposibilidad de responder las preguntas más clave durante la crisis.

La pandemia nos deslocalizó. La toma de decisiones basada en evidencia es un proceso que toma tiempo en decantarse en circunstancia regulares, que requiere reproducibilidad y consistencia; y, sin embargo, ahí nos vimos ante la emergencia sanitaria más grave de la historia reciente, teniendo que decidir con evidencia incompleta e imperfecta. En este marco, fue la bioética y los principios que guían la acción de Salud Pública, los que debieron orientar el uso de esta evidencia de la mejor manera, y fallar a favor de las personas. Adicionalmente, habría que entender qué acciones, de todas las acciones concebibles, eran realmente implementables en el marco de la emergencia, porque un énfasis centrado en lo estructural, si bien era justificado conceptualmente, no iba a permitir hacer los cambios necesarios en el tiempo requerido. Había que hacer converger lo necesario con lo posible. La distancia entre teoría y práctica en Salud Pública puede hacerse más grande en las emergencias.

Mientras nos encontramos confinados solamente en el mundo de las abstracciones, a veces es fácil posicionar una postura como una respuesta predilecta, decir que este abordaje es más científico, más ético, más justo, etc. El problema es que este pertenece, por lo pronto, a los mundos posibles, y al no hacerse tangible, es invulnerable al fracaso, es “intestable”. No puede fracasar lo que no se implementa, pero lo cierto es que hacer realidad las cosas implica no solamente reconocer las covariables que determinan su implementación, aspectos culturales, administrativas, y políticas que determinan su éxito, sino también la posibilidad de nuestra equivocación. Esa falsa ilusión de superioridad moral y técnico-científica, prevalece solo en la medida de que no reconoce la implementación tangible como parte de esa fortaleza técnica necesaria y la ética como contextual a la manera correcta de proceder frente a realidades que no se pueden controlar.

Las decisiones técnicas requieren de esa crítica, de esa problematización conceptual y política que la academia debe hacer, pero el análisis requiere también de una comprehensión de los técnicos como sujetos que enfrentan la realidad desde sus recursos, propios e institucionales, y también para ello, se debe comprender lo que implica encontrarse en esa posición. También ha sido claro para mí, las falencias en las estrategias de incidencia política en Salud Pública que todavía tiene la academia colombiana, en donde si bien es válida la confrontación retórica completa como posición política, es necesario espacios de construcción, donde la disposición frente a la institucionalidad debe ser diferente.

En este análisis es indispensable evitar el maniqueísmo, y la simplicidad de comprender a los actores como alineados en una única pugna política o piezas inertes de un determinismo histórico desde donde se les concibe teóricamente, reconociendo la falta de homogeneidad y la complejidad de la interacción entre los actores reales, y entendiendo la implementación como un proceso lleno de complejidades y obstáculos, con menos sofisticación de los discursos académicos, pero sin el que ninguna propuesta se haría realidad.

Como si fuera poco, la academia, pero también la institucionalidad, se quedan cortas frente a lo que experimentan las personas y las comunidades. Son ellas las que pueden tener esa comprensión última sobre el padecimiento que transcienden las dimensiones biológicas, o teóricas que nadie más puede experimentar si no ellos mismos. Al verlos como objetos, y no sujetos de las intervenciones, también nos hemos equivocado todos.

Al final, la Historia con mayúscula, no es lo que hacen las ideas, ni las instituciones, sino los pequeños actos de todos, pero que se hacen grandes cuando se suman. Por la misma razón que son las aves las que cantan y llevan semillas por el bosque, y no los ornitólogos, aunque sean ellos los que nos hablen de ellas, por esa necesidad humana de entender, pero a la que se antepone, que las cosas son lo que son, independientemente, y a menudo a pesar de, nuestra comprensión.

*Julián Alfredo Fernández-Niño.  Profesor, Universidad del Norte. Director de Epidemiología y Demografía. Ministerio de Salud y Protección Social. E-mail: aninoj@uninorte.edu.co

Por Julián Alfredo Fernández-Niño

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