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El gobierno saca pecho con su enfoque global de drogas, pero cojea en lo local

Colombia lidera con fuerza los debates internacionales sobre un nuevo enfoque en la política de drogas, pero en casa las respuestas siguen siendo lentas. Ante su tardanza, organizaciones sociales, colectivos y comunidades ya están actuando: acompañan, cuidan y protegen a quienes más lo necesitan, aplicando enfoques prácticos para reducir los daños del consumo de drogas, más allá del castigo.

Juan Diego Quiceno

11 de mayo de 2025 - 02:45 p. m.
Sala de consumo supervisado en Bogotá, creada y gestionada por ATS. /ATS
Foto: DAVID MORENO GOMEZ
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Hace unos días, mientras el mundo estaba pendiente de la noticia de la muerte del papa Francisco, se reunieron en Bogotá algunos de los expertos y líderes más influyentes del mundo en la reducción de riesgos y daños asociados al consumo de drogas. La capital se convirtió por unos días en un hervidero de académicos, organizaciones sociales y periodistas internacionales que han seguido de cerca una idea que, pese a los obstáculos, lleva más de 30 años ganando terreno: que el consumo de drogas es una realidad, y que la respuesta más sensata (y humana posible) no es perseguir ni castigar, sino acompañar, comprender y ofrecer apoyo.

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La Conferencia Internacional sobre Reducción de Daños, organizada por Harm Reduction International, se realiza cada dos años en una ciudad distinta del mundo. Esta fue la primera vez que tuvo lugar en Colombia —el mayor productor mundial de cocaína—, y muchos la vieron como la cereza en el pastel de dos años en los que el Gobierno de Gustavo Petro ha conseguido varios hitos históricos para quienes impulsan un cambio de fondo en la forma en que se aborda la llamada “lucha contra las drogas”. En marzo de 2024, una coalición de 63 países liderada por Colombia logró aprobar una resolución que incorpora, por primera vez, la reducción de daños en las decisiones de la Comisión de Estupefacientes, el principal órgano de las Naciones Unidas encargado de formular políticas en materia de drogas.

Y más recientemente, el 14 de marzo, el país consiguió que se aprobara una segunda resolución durante la 68ª sesión de la Comisión de Estupefacientes de las Naciones Unidas (Commission on Narcotic Drugs o CND), esta vez para realizar una evaluación externa e independiente del sistema global de fiscalización de drogas.

Con esos dos antecedentes, algunos —como Isabel Pereira, coordinadora de la línea de política de drogas en Dejusticia— esperaban que la conferencia fuera el escenario ideal para que el Gobierno hiciera anuncios largamente esperados. Pero no ocurrió. En la antesala del evento se conocieron un par de proyectos normativos del Ministerio de Salud, pero ninguno con el peso o la solidez que muchos deseaban.

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Esto puede ser un buen reflejo de dos cosas. En primer lugar, de lo que Raúl Félix Tovar Beltrán, director de la Corporación Viviendo —una de las más de 20 organizaciones de la sociedad civil que llevan años impulsando la reducción de daños y riesgos, en este caso desde Cali— afirma sin rodeos: “Las organizaciones de sociedad civil van mucho más adelante, han desarrollado propuestas mucho más creativas, más directas, más en relación con las personas, que las que ha desarrollado el Estado”. Y en segundo lugar, de una sensación compartida por muchas de las personas con las que hablamos: aunque el Gobierno ha liderado cambios clave en el enfoque global sobre las drogas —algo que todos celebran—, esa intención no se ha traducido con la misma fuerza a nivel interno, donde las estrategias estatales frente al consumo siguen estando muy cojas.

Los CAMAD y la sociedad civil

Aunque la historia de la reducción de daños y riesgos es larga, su aterrizaje formal en Colombia puede ubicarse con cierta claridad alrededor del año 2007, cuenta Ana María Rueda, coordinadora del capítulo de drogas en la Fundación Ideas para la Paz. Ese año se publicó una política frente al consumo que, por primera vez, incorporó el concepto de mitigación del daño. “Quien arranca con esta noción, en términos formales, es el Gobierno. Luego viene todo un respaldo de la cooperación internacional —específicamente de entidades como Open Society— para apoyar a las organizaciones de la sociedad civil en el desarrollo de estrategias de reducción del daño en las ciudades donde ya se veía un consumo visible de heroína”. Hablamos de ciudades como Medellín, Cúcuta o Cali, donde la reducción de daños comenzó vinculada a la heroína y a estrategias como la distribución de jeringas.

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Sin embargo, el concepto y las intervenciones evolucionaron, al menos desde la sociedad civil. “Ya para 2010, a través del Ministerio de Salud, se fijaron las pautas del programa Saber Vivir (cuyo objetivo era mitigar los daños asociados al consumo abusivo de alcohol). Y desde 2012, nosotros fuimos los primeros en implementar proyectos de reducción de daños como las zonas de rumba segura en Chapinero (Bogotá); luego, en 2013, los análisis de sustancias; en 2014, el intercambio de material higiénico… Ahí es cuando realmente comienzan a implementarse programas masivos y de alto impacto en reducción de riesgos y daños para personas consumidoras”, cuenta Julián Andrés Quintero López, director de Acción Técnica Social (ATS), una ONG que impulsa la reforma de políticas de drogas desde Bogotá y que, de hecho, fue la anfitriona de la reciente conferencia sobre el tema.

Hoy, la reducción de daños se entiende en dos líneas: un cómo (en lo ético y filosófico) y un qué (en lo operativo). “En el cómo, se parte de una premisa básica y es que se reconoce que el consumo de drogas va a seguir existiendo y la relación que tenemos con las personas que usan drogas no es para exigirles simplemente la abstinencia”, explica Pereira. En esa línea, se respeta que la persona tiene un consumo, no se le exige la abstinencia y se trabaja para mejorar las condiciones de calidad de vida en ese contexto donde está la persona. Por eso, el qué de la reducción de daños varía: no es lo mismo la reducción de daños para el joven que está en un festival y que quizás está probando drogas por primera vez, que para la persona en alta vulnerabilidad (por ejemplo, en situación de calle), donde el consumo puede ya no ser episódico e incluso puede ser dependiente y problemático.

En el primer caso, la reducción de daños puede ser el análisis de las sustancias, por ejemplo, que el joven tenga la certeza de lo que va a consumir y sus riesgos. En el segundo caso, la reducción de daños implica más. “Requiere otro tipo de acompañamiento, de entender qué condiciones socioeconómicas y de salud están alrededor de su consumo y cómo se puede acompañar ese proceso. Va mucho más allá del tema de salud, como repartir jeringas. Puede ser, por ejemplo, acompañarlo para que pueda volver a tener cédula o afiliarse al Sisbén. Para la población que es migrante, ayudarlo a aplicar a regularizar su estatus”, ejemplifica Pereira. Es decir, ampliar las posibilidades de una vida digna, sin imponer una única manera “correcta” de estar en el mundo, sin exigir la abstinencia.

Esto es clave para entender lo que significó la llegada del Gobierno de Gustavo Petro al poder. “Se le da un aire positivo al tema. Dijeron: ‘nosotros sí le vamos a meter la ficha’. Y entonces, se nota una intención de priorizar la reducción del daño. Y eso ya es un triunfo importante en términos de política pública”, dice Rueda.

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Ese giro coincidió con la llegada de Jaime Urrego al Ministerio de Salud, quien ya había liderado la estrategia CAMAD (Centro de Atención Móvil para Drogodependientes) durante la alcaldía de Gustavo Petro en Bogotá, entre los años 2012 y 2016. Desde el Gobierno Nacional, entonces, esa misma estrategia se convirtió en el eje central de la política de reducción de riesgos y daños. El problema, es que los CAMAD no están siendo lo que podrían y deberían ser.

“Aunque el Gobierno dice que a través de los CAMAD implementó la reducción de daños, no es suficiente y no cumplen con el objeto y la misionalidad de esta visión”; dice Quintero, de ATS. Hay dos principales razones para explicar el inconformismo: la financiación y el enfoque de estos centros de atención. Con relación al primer punto, los CAMAD se financian a través de hospitales públicos (las ESE). Esas instituciones reciben los recursos para implementar esa estrategia a través de proyectos con fecha de inicio y de fin. Eso crea el primer reto. “Son intermitentes. Al depender de proyectos, se enfrentan a la inoperancia de esa burocratización. Y las personas que necesitan esa atención, la necesitan 24/7”, dice Rueda.

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Que dependa de las ESE, que son instituciones cuya gerencia depende de las Secretarías de Salud de los municipios, le añade un grado de incertidumbre. “Muchas veces no hay voluntad política para avanzar en los procesos. Nos encontramos con barreras donde la parte administrativa dice: ‘No estoy de acuerdo con esto, entregar material higiénico es alcahuetería’. Entonces sí nos ha tocado bastante duro”, cuenta Diana Carolina Díaz Martínez, de la Corporación Consentidos, que trabaja en reducción de daños en Cúcuta.

En segundo lugar, la operación de los CAMAD se limita al enfoque y visión que tengan las ESE en los municipios y departamentos. “Eso hace que se quedan cortos en ciertas acciones que tienen que ver fundamentalmente con la relación con las personas y las comunidades. La forma como se opera es excesivamente funcional en términos de lo institucional. Se conserva todavía una lógica muy hospitalaria de tratamiento”, explica Tovar Beltrán, director de la Corporación Viviendo.

En otras palabras, los CAMAD funcionan como centros de atención primaria que se enfocan en lo sanitario, pero obvian todo lo demás que implica la reducción de daños: el acompañamiento social, el reconocimiento de trayectorias de vida complejas, el trabajo de campo sostenido, la articulación con redes de apoyo y la generación de confianza con las comunidades, que es justamente lo que logran las corporaciones de la sociedad civil. “Por eso son importantes estas organizaciones, porque vienen haciendo reducción de daños desde hace tiempo. ¿Qué es lo que pasa? Que difícilmente les llega recurso de Gobierno Nacional porque todo lo están haciendo a través de los CAMAD. De cierta forma, se desconoce la experiencia de la sociedad civil”, dice Jaime Marulanda, coordinador del Dispositivo comunitario de reducción de riesgos y de daños de Corporación Viviendo.

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Hoy no es fácil que las corporaciones reciban directamente recursos a través del Ministerio de Salud, pues para hacerlo tendrían que habilitarse como IPS (como centros de salud, clínicas u hospitales), algo que no solo es costoso, sino que podría desnaturalizar su rol: “Muchas ni siquiera tienen sede. Hay unas organizaciones que operan itinerantes en calle, haciendo búsqueda activa, que es caminar la calle por las rutas donde está la gente que usa drogas, sea repartiendo jeringas, información, condones, montando puestos móviles de pruebas de VIH, pero todo en la itinerancia. Y esos tipos de modelos de reducción de daño, sobre todo para la población vulnerable, funcionan así por la lógica de establecer unos lazos de confianza”, dice Pereira.

Todo esto ha creado una paradoja: los CAMAD tienen los recursos, pero muchos carecen del enfoque comunitario y social y la permanencia que exige la reducción de daños. Las corporaciones de la sociedad civil tienen lo segundo, pero no la financiación ni el campo de acción que quisieran en lo relacionado la salud. Se esperaba que el Ministerio de Salud ayudará por fin a llenar los vacíos en ambos temas, pero al parecer, ha quedado nuevamente en deuda.

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Expectativa insatisfecha

Desde hace varios años, las organizaciones de la sociedad civil han esperado que el Gobierno brinde algunas respuestas en dos líneas respecto a la reducción de riesgos y daños; financiación y lineamientos. En la conferencia en Bogotá, el Ministerio de Salud sorprendió a todos con un documento que parecía ponerle punto final a esa espera. Publicó un proyecto de resolución por el “cuál se adopta la Política integral para la prevención, la reducción de riesgos y daños y la atención del consumo de sustancias psicoactivas, lícitas e ilícitas”.

Aunque todos celebran el documento, reconocen que es mucho menos concreto de lo que esperaban. “Quedan muchas cosas por hacer. Anuncian lineamientos para los CAMAD, lineamientos para las salas de consumo. ¿Por qué nos los hicieron de una vez? Esto se venía anunciando desde el inicio del gobierno”, dice Pereira.

En cuanto al financiamiento, el proyecto establece que la política será sostenida principalmente con recursos del Sistema de Salud y otros fondos destinados al aseguramiento, administrados por la ADRES, el banco de la salud. También se contemplan recursos del Sistema General de Participaciones (SGP) asignados a las entidades territoriales, así como partidas del Presupuesto General de la Nación. Adicionalmente, podrán utilizarse recursos del Fondo para la Rehabilitación, Inversión Social y Lucha contra el Crimen Organizado (Frisco) asignados al Ministerio de Salud, junto con aquellos que las entidades territoriales decidan destinar en el marco del Plan Decenal de Salud Pública.

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”Eso en sí mismo no está mal —que existan varias fuentes es razonable—, pero ¿cómo se organiza de forma que no implique para las organizaciones tener que acudir por separado a cada una de ellas? ¿No debería existir un fondo común para la reducción de daños?”, plantea Pereira, de Dejusticia.

La definición de “reducción de riesgos y daños” en el borrador de resolución tampoco reflejaría adecuadamente la realidad del consumo de drogas en Colombia ni la experiencia local acumulada. DeJusticia sugiere una definición más amplia y basada en derechos humanos, que reconozca la participación activa de las personas que usan drogas, y que no condicione el acceso a servicios a la abstinencia.

Junto a esta propuesta, también se publicó otro proyecto normativo que brinda lineamientos para las salas de consumo supervisado. Estas salas buscan reducir y prevenir las sobredosis fatales y no fatales, minimizar los contagios de enfermedades virales por el uso compartido de jeringas y disminuir la presencia de consumo y jeringas en el espacio público, entre otras metas.

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“Lamentablemente, el proyecto estuvo inspirado en la literatura de salas del norte global, de Canadá y de Europa, sin tener muy en cuenta los resultados de nuestra sala, que ya lleva más de un año y medio funcionando”, dice Quintero, de ATS, la organización que gestiona la primera (y hasta ahora) única sala, ubicada en Bogotá. “Esperamos que tengan en cuenta nuestra experiencia, que tengan un enfoque que combine el salubrista con el comunitario, pero que, ante todo, garantice una partida presupuestal estable y permanente dentro de la estructura institucional”, agrega.

Sala de consumo supervisado, gestionada en Bogotá por ATS. /ATS
Foto: DAVID MORENO GOMEZ

Esos lineamientos podrían ser claves para llenar algunos vacíos que persisten, por ejemplo, en el manejo de la naloxona —medicamento esencial para revertir sobredosis por opioides— y del oxígeno, fundamental en situaciones de emergencia relacionadas con el consumo problemático de sustancias. En teoría, estas son intervenciones sanitarias que solo pueden ser realizadas por instituciones habilitadas dentro del sistema de salud. Sin embargo, en la práctica, su disponibilidad en espacios como las salas de consumo supervisado y en estrategias itinerantes de reducción de daños, ejecutadas por organizaciones comunitarias o de base, podría marcar la diferencia entre la vida y la muerte.

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En Cali, la corporación Viviendo creó una alianza con el CAMAD local —financiado por el Ministerio de Salud y operado por la ESE Ladera— para trabajar de manera conjunta en la reducción de daños. Mientras el CAMAD se encarga de la atención hospitalaria, como la entrega de material higiénico y la curación de heridas, Viviendo ha impulsado un enfoque comunitario con énfasis en el uso de la naloxona.

“Hemos propuesto toda una lógica de trabajo comunitario alrededor de la naloxona para que la atención no sea solamente desde las entidades de salud, sino también desde la comunidad, acompañada y avalada por el Ministerio de Salud”, explica Tovar. Hoy, la naloxona está disponible en 12 puntos comunitarios, y más de 50 personas han sido capacitadas para reconocer una sobredosis y actuar de forma oportuna. “Eso ha hecho que hayamos disminuido el número de muertes por sobredosis en los últimos años”, afirma. A pesar de la experiencia positiva, Tovar reconoce que la apertura de ese CAMAD y la posibilidad de trabajar conjuntamente no es la generalidad en el resto del país. Por eso, espera también unos lineamientos.

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Todo esto se resume en una idea que Quintero, de ATS, tiene bastante clara: “La reducción de riesgo no puede ser operada por la institucionalidad médica porque no cuenta con el rasgo fundamental comunitario con el que cuentan las organizaciones de base”. Nadie quiere ser excesivamente crítico, pues todos reconocen los avances que significa lo que está sucediendo. Incluso los CAMAD, dice por ejemplo Rueda, son un inicio del que se podría seguir hilando para mejorar y continuar.

Pero hay que hacerlo, concuerdan todos. “Pese a que los gobiernos —finaliza Quintero— sacan pecho a nivel nacional e internacional con lo que hacemos desde la sociedad civil, ninguno se ha atrevido a dejar una destinación presupuestal definitiva para la operación de los proyectos y servicios por parte de la sociedad civil, quienes deben ser los primeros y principales responsables de esa operación”.

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