En 2001, el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), que reúne a científicos de distintos rincones del planeta, sacó su tercer informe advirtiendo la crítica situación que se avecinaba: el cambio climático aumentaría los peligros para la salud humana, sobre todo en las poblaciones de menores ingresos de los países tropicales y subtropicales. Los expertos aseguraron en su momento que había nuevas y contundentes pruebas científicas para decir, con certeza, que la mayor parte del calentamiento observado en los últimos cincuenta años era atribuible a las actividades humanas.
Eso significaba que la explotación de combustibles fósiles, la ganadería extensiva, la tala y quema indiscriminada de bosque, la minería y demás actividades que transforman y deterioran los ecosistemas naturales serían las responsables de acelerar el cambio climático, el cual a su vez, dice el documento, “incrementaría la mortalidad y morbilidad asociadas al calor, aumentaría la frecuencia de epidemias después de inundaciones y tormentas, y tendría efectos considerables sobre la salud tras los desplazamientos de poblaciones por la subida del nivel del mar”.
Para completar el panorama, tiempo después la Organización Mundial de la Salud (OMS) lanzó otra advertencia, no menos preocupante: el cambio climático causará anualmente unas 250.000 muertes adicionales entre 2030 y 2050. 38.000 por exposición de personas ancianas al calor, 48.000 por diarrea, 60.000 por paludismo y 95.000 por desnutrición infantil.
“La malaria, la fiebre amarilla, el dengue y el chikunguña son algunas de las enfermedades que podrían aumentar drásticamente con los cambios de temperatura”, dice Mark Doherty, gerente de asuntos médicos globales de la farmacéutica inglesa GlaxoSmithKline (GSK). “También podrán propagarse con mayor facilidad dado que la gente está viajando más y distancias más extensas. Esto significa que países en donde nunca hubo presencia de una enfermedad podrán empezar a tenerla, sobre todo aquellas que son transmitidas por vectores como mosquitos y moscas”.
La segunda consecuencia del cambio climático en la salud, piensa Doherty, tiene que ver con los disturbios civiles y el movimiento de poblaciones a áreas que, de por sí, ya están estresadas en términos de infraestructura y salud pública. Para el doctor, los cambios de temperatura extremos, sean sequías o lluvias torrenciales, son un caldo de cultivo para incrementar la hambruna de un país, lo que se resume en mayores conflictos sociales, desplazamiento y propagación de enfermedades.
“Los refugiados son, a menudo, mal nutridos, carecen de acceso a una asistencia sanitaria confiable, viven en condiciones muy concurridas y suelen pasar por debajo del radar en lo que respecta a sistemas de salud de calidad. Estas son condiciones ideales para que una enfermedad se propague rápidamente. En Europa, por ejemplo, se observaron aumentos repentinos de enfermedades como la tuberculosis después de la Primera y la Segunda guerras mundiales, que se asociaron con estos movimientos de la población”, advierte Doherty, quien estuvo doce años en África y la India buscando la manera de mejorar la vacuna contra la tuberculosis.
“A corto plazo no tiene sentido económico desarrollar tratamientos para enfermedades que sólo prevalecen en los países más pobres. Pero eso no nos impide hacerlo, significa que debemos equilibrar el trabajo con otros productos y medicamentos que necesitan los países del primer mundo”, comenta Doherty.
Para explicarlo mejor, el doctor da el ejemplo de la vacuna contra la malaria, creada por GSK. “Un proceso que duró 30 años y cientos de millones de euros. Pero la malaria es el mayor problema en los países más pobres, por lo que es posible que nunca genere suficientes ventas para pagar su costo de desarrollo. Pero hay que hacerlo, más ahora con la amenaza del cambio climático”, remata.
Y es que crear una vacuna puede ser todo, menos una tarea sencilla. El proceso puede tardar entre seis meses y dos años, lo que significa que algunas de las vacunas que hoy se están aplicando en Colombia pudieron empezar a fabricarse 24 meses atrás.
En el caso de GSK, la ciudad de Wavre, en Bélgica, es el mayor sitio de fabricación de vacunas en cualquier parte del mundo, con una extensión de 550.000 m², que equivalen a más de 70 campos de fútbol dedicados a la producción de 2,4 millones de dosis al día.
Ahí mismo se recibe la materia prima, se crea el patógeno, se lo combina con otros componentes para mejorar la respuesta inmunológica del producto y se lo envasa; para luego pasar por las pruebas de control sanitarias requeridas por cada país y hechas también por el fabricante, el país exportador y el país importador. Luego se embarca la mercancía para, finalmente, distribuirla al 86 % de los países del mundo.
Entrar a la planta de producción y control de calidad de las vacunas es, para un novato, todo un dilema. Hay zonas especiales donde se debe dejar la ropa y lugares que no se pueden pisar para no contaminar el laboratorio con virus y bacterias del exterior. Hay que usar guantes, gafas, tapabocas, gorro y un traje especial que cubre el cuerpo de punta a punta; También hay que retirar todo el maquillaje y cualquier tipo de accesorio como aretes y pulseras. Todo el proceso puede tardar hasta 40 minutos.
Los retos son bastantes, pero las alarmas llevan 16 años encendidas y los científicos no paran de advertir sobre la estrecha relación que hay entre el cambio climático y la propagación de enfermedades.
En Colombia, por ejemplo, la Procuraduría informó que la diarrea, el dengue y la malaria son las enfermedades que más rápidamente avanzan en el país. Aquí nadie está exento.