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La obesidad está más relacionada con lo que comemos que con cuánto nos movemos

Un estudio con datos de 34 poblaciones alrededor del mundo concluye que el exceso de ingesta calórica pesa mucho más que la falta de actividad física en el aumento de la obesidad. Los hallazgos cuestionan décadas de narrativa que ponía al sedentarismo como principal culpable. Sin embargo, el ejercico sigue siendo clave en el objetivo de llevar una vida con buena salud.

Redacción Salud

12 de septiembre de 2025 - 09:02 a. m.
Los investigadores encontraron que el principal motor de la obesidad en el mundo no es gastar menos energía, sino comer más calorías. Y especialmente, comerlas de los ultraprocesados.
Foto: Getty Images - Getty Images
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La obesidad es una de las principales causas de mortalidad y morbilidad en el mundo, asociada a más de 4 millones de muertes anuales, según organismos como la OMS. Aunque se conoce que surge de un desequilibrio entre la ingesta y el gasto de energía, los científicos aún debaten cuáles son los factores que más influyen en su desarrollo y expansión. Se nos ha dicho, por ejemplo, que la ausencia de actividad física (o sedentarismo, como se conoce científicamente) es uno de los principales factores, incluso más determinante que la dieta. Sin embargo, investigaciones recientes sugieren que el papel del sedentarismo podría estar sobreestimado.

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Una investigación publicada en las últimas semanas señala que, en realidad, el exceso de ingesta calórica tendría un peso mucho mayor en el aumento global de la obesidad. La discusión no es menor: durante décadas la narrativa dominante ha señalado al sedentarismo como el gran culpable, mientras que la alimentación quedaba en un segundo plano. Esto es importante porque la gran industria de ultraprocesados (sobre los que la evidencia científica ha mostrado claros efectos en el aumento de peso y en enfermedades metabólicas) ha centrado la discusión en la necesidad de hacer más ejercicio, desplazando la atención del impacto de la dieta y, en especial, del consumo excesivo de productos altos en azúcares, grasas y aditivos.

En el nuevo estudio, publicado en la revista PNAS, los investigadores querían entender mejor qué pesa más en la obesidad a nivel mundial: lo que la gente gasta de energía (al moverse y en funciones del cuerpo) o lo que consume en calorías. Para eso, estudiaron 4.213 adultos de 18 a 60 años de 34 poblaciones muy diferentes: desde cazadores-recolectores, pastores y agricultores, hasta personas que viven en países industrializados con distintos niveles de desarrollo económico (según el Índice de Desarrollo Humano de la ONU).

Para calcular el gasto energético diario total, utilizaron un método conocido como “agua doblemente marcada”, que permite saber cuántas calorías quema una persona al día. También midieron el gasto energético basal, es decir, la energía mínima que el cuerpo necesita para mantener sus funciones vitales en reposo. A partir de estos datos, pudieron estimar la energía que se gasta específicamente en la actividad física. En cuanto a la obesidad, la evaluaron de dos maneras: midiendo el porcentaje de grasa corporal mediante técnicas isotópicas y calculando el índice de masa corporal, una medida común. De esta forma, tuvieron información tanto sobre el gasto de energía como sobre la composición corporal de los participantes.

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La lógica era más o menos sencilla: si la obesidad en los países más desarrollados se debe a que la gente es menos activa físicamente, entonces se debería observar que las poblaciones más industrializadas tienen un menor gasto energético, y que ese menor gasto está relacionado con un mayor porcentaje de grasa. Pero si el gasto energético no cambia mucho entre poblaciones, las diferencias en obesidad tendrían que explicarse más bien por la ingesta de calorías, es decir, por lo que las personas comen y absorben. Y hacia esto último apuntaron los resultados.

Es lo que comemos

Los investigadores encontraron que en las poblaciones más desarrolladas económicamente, la gente tiende a tener un mayor peso corporal, más grasa y un IMC más alto, algo que se observa sobre todo en las mujeres. También se encontró que el IMC y la grasa corporal suben con la edad y que las mujeres, en promedio, tienen un porcentaje de grasa mayor que los hombres.

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Sin embargo, al analizar más a fondo los datos, los científicos vieron que el aumento del IMC en los países más desarrollados no se debe solo a la grasa, sino también a un incremento de la masa libre de grasa (músculos, huesos, agua). De hecho, cuando se incluye esa variable en los modelos, se explica gran parte de la diferencia en el IMC entre poblaciones. En cambio, el porcentaje de grasa corporal se relaciona más claramente con el nivel de desarrollo económico y refleja mejor el aumento de obesidad que el IMC. Por eso, el porcentaje de grasa es una medida más fiable que el IMC para capturar el impacto del desarrollo económico en la obesidad.

En cuanto al gasto energético, los investigadores encontraron algo bastante curioso: que las personas en países desarrollados gastan más energía total al día, pero esto se debe principalmente a que tienen cuerpos más grandes. Esto tiene una lógica algo simple: porque mantener un cuerpo más grande requiere más energía para funciones básicas como respirar, bombear sangre, mover músculos y regular la temperatura. En otras palabras, no es que las personas en países desarrollados se muevan necesariamente más que en otras regiones, sino que su gasto energético está condicionado por el tamaño corporal promedio.

Una vez que se ajusta el gasto al tamaño corporal, las diferencias casi desaparecen, e incluso hay una ligera disminución del gasto energético en los países con mayor desarrollo. Es decir, los cazadores-recolectores, agricultores y pastores no gastan más energía diaria que una persona en Estados Unidos o Noruega, cuando se comparan en igualdad de tamaño corporal.

Al analizar entonces la relación entre gasto de energía y obesidad, los resultados fueron claros: el gasto energético no explica las grandes diferencias de grasa corporal o IMC entre poblaciones. En las mujeres, el gasto total no mostró relación significativa con la cantidad de grasa; en los hombres sí hubo una relación negativa, pero fue mínima (más gasto se asoció con apenas un 1% menos de grasa). En comparación, las diferencias de grasa entre un hombre cazador-recolector y uno de un país industrializado eran de más de 12 puntos porcentuales.

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“Los patrones de gasto energético y obesidad en esta muestra global desafían la hipótesis de que la disminución del AEE físico contribuye significativamente al aumento de la obesidad con el desarrollo económico”, escriben los autores en la investigación. Cuando los científicos ajustaron los datos al tamaño corporal (es decir, comparando gasto energético relativo y no absoluto), vieron que el gasto no disminuía de manera clara ni significativa con el desarrollo económico. Lo poco que sí bajaba estaba más relacionado con el nivel de actividad física, pero las diferencias eran mínimas y muy variables entre poblaciones. Además, estas diferencias explicaban, en el mejor de los casos, solo una pequeña fracción del aumento de la obesidad.

Lo que sí resultó más interesante es que, en países más desarrollados, se observó una disminución en el gasto basal de energía. Y esta caída no parece estar ligada a moverse menos, sino a otros factores. Una de las hipótesis es que al mejorar las condiciones sanitarias y reducir la exposición a patógenos, el cuerpo dedica menos energía a la respuesta inmune. Esto se ha visto en poblaciones como los Tsimane y los Shuar en Sudamérica, donde quienes tienen más infecciones muestran un gasto basal más alto porque su sistema inmune trabaja más.

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Otra explicación posible, dicen los investigadores en el estudio, es que los cambios en la dieta —menos fibra, más grasas saturadas y menos insaturadas— también reduzcan el gasto basal. Sin embargo, todavía hacen falta más estudios que combinen datos de dieta, salud inmunitaria y metabolismo en diferentes poblaciones para confirmar estas hipótesis.

Por otro lado, “las comparaciones del gasto energético entre poblaciones sugieren firmemente que el aumento de la ingesta energética (es decir, el consumo y la absorción de calorías) es el principal factor que promueve el sobrepeso y la obesidad con el desarrollo económico”.

Más calorías

Los investigadores encontraron que el principal motor de la obesidad en el mundo no es gastar menos energía, sino comer más calorías. Al comparar poblaciones de diferentes niveles de desarrollo, vieron que las personas en países ricos gastan más energía total porque tienen cuerpos más grandes, pero también consumen más alimentos. De hecho, los cálculos del estudio muestran que el aumento de la ingesta calórica ha sido diez veces más determinante que la reducción del gasto energético en la expansión de la obesidad global.

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Aunque los datos no permiten establecer una relación de causa y efecto directa, hay pistas claras. Una es que en países menos desarrollados, donde la gente se mueve más en su vida diaria, la actividad física podría ayudar a regular el apetito y evitar comer en exceso. En cambio, en países industrializados, otros factores parecen jugar en contra: contaminantes ambientales, diferencias en la calidad de los alimentos y, sobre todo, el acceso masivo a ultraprocesados.

Por ejemplo, los alimentos producidos industrialmente comunes en los países desarrollados pueden digerirse más fácilmente, lo que reduce la pérdida de energía fecal y aumenta la proporción de calorías consumidas que se absorben. Los ultraprocesados están fuertemente vinculados con la acumulación de grasa corporal. El estudio encontró que cuanto mayor era el porcentaje de calorías provenientes de estos alimentos en la dieta, más alto era el porcentaje de grasa corporal de la población, incluso controlando variables como edad, sexo o gasto energético. Por el contrario, el mayor consumo de carne, otro cambio asociado con el desarrollo económico, no mostró la misma relación con la obesidad. En otras palabras, no es solo cuánto comemos, sino qué tipo de alimentos ingerimos lo que marca la diferencia.

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Ojo, “el papel central de la dieta en la crisis mundial de obesidad no significa que se deban minimizar los esfuerzos para promover la actividad física”, advierten los científicos en el artículo. Hacer ejercicio regular sigue siendo uno de los pilares más sólidos de la salud, con beneficios que van desde la reducción del riesgo cardiovascular hasta la mejora del bienestar mental. Lo que los investigadores subrayan es que dieta y ejercicio no son intercambiables, sino complementarios: ambas deben ir juntas en las políticas de salud pública.

Finalmente, el estudio destaca un desafío urgente: regular los entornos alimentarios. El sistema moderno de producción y distribución de alimentos ha traído ventajas, reconocen los investigadores, como mayor disponibilidad y estaturas más altas en poblaciones industrializadas, pero también ha promovido dietas obesogénicas pobres en nutrientes. La clave está en encontrar un equilibrio: aprovechar los beneficios de un acceso amplio a los alimentos sin caer en el exceso de calorías vacías que alimentan la crisis de obesidad mundial.

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