Publicidad

La timidez de los epidemiólogos

Este 22 de septiembre se conmemora el Día del epidemiólogo. ¿Qué ha significado ejercer esa disciplina en medio de una pandemia?

Julián Alfredo Fernández Niño*
22 de septiembre de 2021 - 06:44 p. m.
Pocos sabían en qué consistía ser epidemiólogo hasta que llegó el COVID-19.
Pocos sabían en qué consistía ser epidemiólogo hasta que llegó el COVID-19.
Foto: Mauricio Alvarado Lozada

La pandemia por el COVID-19 nos desubicó a todos. El modo en el que muchos comprendíamos la relación entre evidencia y decisiones, entre ciencia y política y entre conocimiento científico y popular fue desafiado como nunca en la historia reciente. (Lea La OMS “endurece” los indicadores de calidad del aire. ¿Cómo está Colombia?)

Colombia es un país donde la epidemiología de enfermedades infecciosas tiene un desarrollo incipiente. El modelamiento matemático de enfermedades infecciosas no suele hacer parte del currículo de las maestrías y doctorados en epidemiología, y salvo algunos cursos aislados ofrecidos por el Imperial College por medio del Instituto Nacional de Salud (INS), no existen cursos de formación, ni muchos grupos consolidados dedicados a este campo específico en el país.

Resulta así, para sorpresa seguramente de muchos, que no todos los epidemiólogos estudian epidemias (al menos no solo de infecciones). Muchos dedicamos años a estudiar endemias como los problemas de salud mental, o enfermedades crónicas que, aunque pueden tener comportamientos epidémicos, tienen determinantes distintos en los modos de vida y, por ende, enfoques de análisis e intervención diferentes.

Preguntarles a algunos epidemiólogos sobre el COVID‑19 puede ser equivalente, en algunos casos, a preguntarle a un dermatólogo sobre una fractura de cadera y, sin embargo, muchos sentimos que teníamos algo que decir. Los epidemiólogos tímidos tenían que hablar; para muchos, era la primera vez que tanta gente los escuchaba, pero, además, frente a los discursos anticientíficos, y estando la vida misma en juego, era una obligación pronunciarse. Aquella idea bella, pero ingenua, con la que muchos crecimos y que fue determinante de nuestra elección profesional: el conocimiento transforma la realidad, encontraba una prueba de fuego para la disciplina.

Como ya lo había mostrado la pandemia por H1N1 de 2009, es claro que existían, y existen, ciertas debilidades en la formación metodológica en Colombia, a pesar de un gran desarrollo de la epidemiología clínica, de experiencias exitosas en epidemiología de enfermedades crónicas y de la gran reputación de la formación en epidemiología de campo, liderada desde hace años por el INS.

El ejercicio de la epidemiología en el país, en todas sus variantes, era silencioso, era una “ciencia tímida”, como la llamó Naomar Almeida. Sus acciones solo se sentían cuando la tarea no se hacía, y gran parte de la discusión académica giraba en torno a la epidemiología social en toda su diversidad epistemológica (pasando de la perspectiva anglosajona a la epidemiología crítica latinoamericana), y por otro lado, con una visión más instrumental, cierto énfasis en la formación en la lectura “crítica” de artículos científicos, bajo el enfoque de la epidemiología de los factores de riesgo.

La verdad es que, salvo para hablar de los brotes estacionales de infección respiratoria o, más recientemente, de la calidad del aire, eran más raros los epidemiólogos que los astrónomos en televisión, y hasta hace poco a mucha gente se le enredaba la lengua al pronunciar el nombre de la disciplina.

Pero la epidemia nos obligó a todos a salir de esos nichos, nos deslocalizó, nos sacó del confort, nos cuestionó, nos tensionó como grupo académico y nos enfrentó públicamente a nuestras contradicciones. La pandemia fortaleció la disciplina, pero también la expuso a la incomprensión pública, al manoseo de influencers y politiqueros, e hizo evidente para todos que, como disciplina social, teníamos mucho que resolver para relacionarnos mejor con la clase política y con la sociedad misma.

En 2011, al octogenario hermano Francisco Franco, ‘Frafra’, políglota que visité cuando comencé a dedicarme a la epidemiología, se le hizo muy raro que yo fuera un médico que no viera pacientes. “Un panadero hace pan”, me dijo mientras desayunábamos en la comunidad de los lasallistas en La Hortúa. Varias personas, algunas veces, me lo dijeron cuando yo les explicaba lo que hacía: “Ah, pero, entonces, ¿usted no ejerce?”.

En la lectura de muchos colegas médicos, la epidemiología era vista como el destino de los parias, y varios de mis estudiantes de pregrado no ocultaron con sus hechos y palabras que pensaban que mi asignatura era una “costura” o “relleno”, algo que jamás iban a tener que ver de nuevo en sus vidas. Es una pena que tuviera que suceder una pandemia para que muchos entendieran la importancia de esta ciencia tímida, y de la salud pública, en general. Cada vez que veía tanto clínico hablando de epidemiología, recordaba que muchos de ellos reprobaron los cursos de epidemiología básica y, sin embargo, ahora hablaban con fluidez (unos pocos con precisión) de los principales conceptos y términos de nuestra disciplina. Se puso de moda ser epidemiólogo, o al menos opinar como uno, y así varios tímidos se vieron de pronto rodeados de reflectores.

El golpe de la pandemia

La pandemia me atropelló en medio de mi vida tropical en Barranquilla. De mis almuerzos de dos horas con Rafael Tuesca, mi gran amigo y compañero laboral, fui confinado a la soledad de un apartamento en Puerto Colombia, desde donde pensé que iba a ser testigo virtual en piyama de toda la pandemia. No me imaginaba entonces que el ministro Fernando Ruiz, con quien había hablado pocas horas en los aeropuertos de Ciudad de México, y en las cafeterías de la Escuela de Salud Pública de México, se acordaría de mí algunos meses después y me convocaría a enfrentar esta batalla de la que no había manera de salir bien librados. Una batalla que no se podía ganar.

Yo daba clases y coordinaba proyectos en la Universidad del Norte; además, estaba interesado en las relaciones entre migración y salud y me veía abocado a la crianza de gatos consentidos. Puedo decir que era inmensamente feliz, obsesionado por producir artículos científicos que pocos leían y participar en seminarios con opiniones grandilocuentes, pero apegadas a los principios que dotan de sentido mi vida académica e investigativa.

Todavía recuerdo aquel día sin saber que sería el último en la universidad. No me imaginaba que habría personas que no volvería a ver en meses. Al siguiente día me vi, como muchos, enfrentado al hecho de que la presencialidad en la universidad había sido suspendida. Desde ese momento sentí la profunda necesidad de hacer algo, era más que un deber ético. Debo aceptar que era una carga de responsabilidad. ¿Cuántos doctores en epidemiología había en Barranquilla? Yo no era un epidemiólogo de enfermedades infecciosas, pero suponía, como a muchos, que lo que pasaba era tan grave, que estaba obligado a luchar, a decir algo, a pensar en soluciones, a analizar… a aportar. Comencé entonces a ocuparme obsesivamente en lecturas, descargas de bases de datos, visores de resultados, seminarios, en un frenesí interminable. Me acordé entonces de mi periodista científico favorito, Pablo Correa —aquel que desenmascaró a tantos científicos de papel— y, por iniciativa de Andrés Vecino, comenzamos un programa semanal en El Espectador, junto con Tatiana Andia, para hablar de la pandemia.

El programa era divertido, estimulante intelectualmente. Hablamos del pasaporte inmunológico, del autoritarismo sanitario, de las relaciones entre la migración y el virus, de salud global, de sistemas de salud, de políticas farmacéuticas y de muchos temas más. Pero en los interludios mantuve mi preocupación, no podía dormir, estábamos frente a un enemigo que, para entonces, con tan pocos casos y muertes en marzo, parecía invisible. Las calles se cerraban ante un fantasma que iba a venir, del que teníamos que escondernos para no morir o no provocar la muerte de otros. Era mucho lo que no sabíamos, y la sociedad supuso entonces que los epidemiólogos teníamos algo que decir.

A diferencia de mí, Zulma Cucunubá no era una dermatóloga atendiendo una fractura de cadera. Llevaba más de cinco años entrenándose en modelamiento de enfermedades infecciosas, hacía parte de los equipos más destacados del mundo en su campo. Desde que conocí a Zulma, hace más de diez años, admiré su disciplina constante, siempre llena de trabajo cuando era joven investigadora en el INS y ella misma buscaba proyectos de forma incansable. La pandemia la encontró atrapada en Colombia, por azares del destino, y ese sería el comienzo de toda su lucha por promover una masa crítica para responder a la pandemia en el país.

El primer hilo de Zulma en Twitter describía la “ciencia abierta”, y cómo, en tiempo real, se había llegado a establecer el brote en Wuhan, y más tarde a la genotipificación del virus. En pocos días pasó de decenas, a cientos, y de cientos a miles de seguidores en esa red. Pablo Correa usó su hilo para una columna, le hizo varias entrevistas y ella muy pronto estuvo presente en todos los medios escritos y académicos del país.

Una de esas primeras conferencias, en la Universidad Javeriana, tuvo un toque solemne, como si fuera a hablar un presidente para anunciar una guerra. Miles nos conectamos esperando una revelación sobre lo que estaba pasando y lo que teníamos que hacer; necesitábamos su iluminación. La charla fue soberbia académicamente, pero lo cierto ahora es que sus propuestas de supresión, o acordeón, a las que hasta el final no quiso renunciar, eran una ilusión inviable. No existe duda de que todos quisiéramos reducir las muertes por covid-19 todo lo posible, pero habría que considerar también los costosos impactos sociales que producen dolor, sufrimiento e, incluso, muertes a largo plazo —por otras causas— que habría tenido una estrategia sostenida de supresión, al menos en un contexto como el de Colombia.

Zulma se convirtió en un gran referente durante la pandemia. Lideró y participó en muchas de las investigaciones científicas más relevantes sobre el tema, en América y en el resto del mundo. Se esforzó por explicar conceptos complejos y contar noticias científicas y, al final, tuvo la paciencia para resistir el embate de críticos con fundamento, pero también a cientos de personas como Dunning Kruger, que creían entender el problema mejor que ella. Sin embargo, todo esto fue solo una expresión del desafío del diálogo social de una disciplina tímida que no estaba preparada para el cinismo, la hostilidad y la emocionalidad de los debates, dentro y fuera de las redes sociales.

La ciencia tímida dialoga

A todos nos movieron el piso: fuimos llevados a un escenario de debate y confrontación diferente. Si bien la salud pública siempre ha sido de interés público, las discusiones sobre evidencia, modelos e hipótesis, con sus alcances y limitaciones, hacían parte del circuito académico. Los académicos tendemos a ser conscientes de los límites de nuestros métodos, de la incertidumbre de nuestro conocimiento, de las preguntas abiertas, de la imposibilidad de hacer afirmaciones contundentes.

Uno de los grandes escenarios fue el de las redes sociales. Estas plataformas generan posibilidades enormes para la gestión del conocimiento, la divulgación científica e, incluso, la incidencia en políticas públicas, pero también corren el riesgo de volverse burbujas de egorresonancia, donde las personas se vuelven presas de mantener los personajes construidos y donde la retroalimentación positiva excesiva puede ser dañina para la introspección.

En la esfera pública esto nos desubicó completamente. En el espectro de discusiones públicas en Colombia, como en casi todo el mundo, priman la emocionalidad, la militancia identitaria y el rencor, y poco importa lo que es verdadero, sino lo que creemos que es verdadero. El problema es que mientras los científicos son tímidos, prudentes con sus afirmaciones, inseguros y a veces contradictorios frente a sus afirmaciones, dada la ambigüedad de las evidencias, son fácilmente confrontados por quienes se creen seguros y portadores de la certeza.

Estas personas creyeron haber entendido el problema en pocas semanas. Sintieron que tenían certeza de lo que había que hacer, sobreinterpretaron evidencia no contundente, sobreestimaron sus capacidades y, empoderados en su propio ensimismamiento, salieron a confrontar a las voces científicas autorizadas. No tenían miedo, se sentían llamados a cuestionar a la autoridad científica, pero, sobre todo, a la autoridad sanitaria que los había encerrado sin justificación, según ellos, y resarcir así la razón perdida.

Sin embargo, debo matizar. Esta caricatura que he hecho de las personas no es del todo justa. Es inmensamente valioso que personas de todos los contextos sintieran la necesidad y tuvieran la posibilidad de conversar sobre un tema que “nos tocaba” a todos. Muchos hicieron un ejercicio riguroso, y las preocupaciones ético-políticas transcienden las disciplinas científicas, se construyen a través de un dialogo donde todos debemos participar.

También debemos aceptar que en algunos puntos tenían razón. El escepticismo racional, una de las actitudes científicas según la cual no se da por hecho algo hasta que haya evidencia suficiente, no respondió a la imperiosa necesidad de respuestas de la población frente a la amenaza. Este escepticismo racional dudó de la transmisión por el aire y del uso de tapabocas en momentos en que la evidencia no era concluyente. Los profetas nunca nos perdonaron esto. Para ellos eso era claro desde el principio, y en su opinión, esto nos hizo perder tiempo. Sin embargo, el hecho de que en algunos aspectos la intuición, o la observación no sistemática, al final tuviera razón, no reniega de la necesidad de ejercer el escepticismo racional, o de lo contrario daríamos por hecho todo a priori, sin búsqueda de evidencia.

Es cierto que esto puso en tela de juicio si en escenarios críticos y de incertidumbre podríamos aceptar algo como más probablemente cierto, con menor evidencia, por principio de precaución. Pero definir el límite no es fácil, y tampoco inocuo. Tomar decisiones sin evidencia, o a destiempo, también causa daño.

También es necesario recordar que no fueron los profetas de la intuición quienes probaron la efectividad del tapabocas, o la transmisión por el aire, sino la misma ciencia, que por definición es autorrevisionista. El debate del tapabocas se volvió uno de muchos ejemplos de un debate mediático en el que los legos reclamaron su triunfo sobre una ciencia que consideraban arrogante y distante.

Esa mediatización de la ciencia, el hecho de que debates propios de cualquier disciplina social se trivializaran hasta ese punto, afectó a la propia disciplina. Algunos creyeron que podían reinventar la epidemiología y que ya eran epidemiólogos por participar en esos debates. Igual creyeron algunos economistas que pensaron que la estadística aplicada a datos de salud ya era epidemiología.

Es cierto, claro está, que cualquier disciplina científica debería ser democratizada, que esto es inevitable y, quizás, necesario en el diálogo social, pero también es verdad que el conocimiento especializado tiene un rigor y un esfuerzo sistemático de construcción por lo cual merece ser escuchado de manera diferencial, sin que esto impida que sea cuestionado y dialogado con otros saberes y, por supuesto, examinada la instrumentación política de la disciplina, que no es lo mismo que la disciplina per se.

Por todo lo anterior, la ciencia, la epidemiología, no podía quedarse callada. Motivados por el ejemplo de Cucunubá en Colombia, varias epidemiólogas y otros investigadores sociales del país como, Isabel Rodríguez, Tatiana Andia, Piedad Urdinola, Andrés Vecino y tantos otros más, comenzaron a explicar las preguntas, pero sobre todo el sentido de las preguntas mismas, algo más importante que responder las preguntas y plantearlas apropiadamente. Trabajo sumado al formidable esfuerzo de periodistas de la talla de Jorge Galindo, Sergio Silva y Pablo Correa, el gran refutador de las reputaciones científicas.

Ingeniería social

La relación entre ciencia y política no es fácil. Sin embargo, cualquier instrumentalización de la ciencia para la toma de decisiones está sujeta a valores e intereses, y por eso es política, incluso si creemos que existe una free-value science. Esto es mucho más cierto en la salud pública, en la cual las acciones son direccionadas por principios y modelos de lo que consideramos justo.

Además, en el momento en que un conocimiento científico es adaptado como decisión política, con frecuencia su escrutinio ya no sigue las reglas de la ciencia, donde priman la evidencia y los hechos, sino que, lamentablemente, las afirmaciones científicas incorporadas políticamente terminan siendo leídas como posturas identificadas con grupos políticos específicos, aunque no necesariamente lo estén y, así mismo, su crítica está a veces determinada por la enemistad de otros grupos.

En la pandemia se entendió muy claramente por parte de los gobernadores y alcaldes de Colombia que los epidemiólogos debían ser escuchados, y aunque en mi caso, en Barranquilla, fui invitado y desinvitado varias veces, es cierto que en todo el país fueron muchos los convocados a estas mesas de trabajo donde se discutían las decisiones de política pública. Sin embargo, alguien tiene que decir que no estuvimos siempre a la altura, por algunas razones, entre ellas:

· No reconocimos tempranamente que otras disciplinas científicas debían ser convocadas.

· No entendimos tan rápidamente que mitigar el efecto de las medidas era también importante, y no solo reducir el contagio y las muertes por el virus.

· Faltó claridad para explicar la incertidumbre, sumado a una sociedad que no está familiarizada con lo que significan los supuestos de los modelos y que confunde proyecciones con predicciones.

· No escuchamos lo suficiente a todos los sectores.

· No explicamos lo suficiente que lo científico no son las certezas, sino la capacidad de cambiar de ideas si las evidencias y los contextos cambian.

· No reconocimos tempranamente que los territorios y sus poblaciones son diferentes y que no debemos aplicar medidas de forma indistinta a un alto costo social no justificado.

· Haber reducido la falta de adherencia a las medidas de prevención de algunos grupos poblacionales a un problema de “indisciplina social”, sin reconocer la corresponsabilidad de la institucionalidad o los determinantes sociales de la salud, reproduciendo, además, estigmas hacia grupos socioeconómicamente desventajados y ciertos grupos étnicos.

Lo más grave fue que en el nombre de la epidemiología se tomaron decisiones arbitrarias, se promovió el autoritarismo sanitario, en una lógica de castigo que recordó a las policías sanitarias de principios del siglo XIX en Europa. En el 2020, los salubristas, que por décadas hablaron de determinantes sociales, explicaron las diferencias entre países por la respuesta de los gobiernos, casi ignorando el contexto en el que se dan, y que no podían transformar en pocos meses. Los mismos que hablaban de empoderamiento social, participación comunitaria y educación para la salud arengaron por el autoritarismo. A varios se les olvidaron varios de los principios de la salud pública.

A pesar de todo, el papel de la epidemiología durante la pandemia y de todos los epidemiólogos fue motivado por los propósitos humanos más nobles, por el imperativo ético de salvar vidas y proteger a las personas. Aunque tenemos necesidades de mejoramiento técnico, y desigualdades territoriales en la capacidad territorial, existen profesionales con grandes capacidades y con un gran compromiso social que aportaron lo mejor de sí. En este mundo obsesionado con la visibilidad, la mediatización de la personalidad y la supuesta transcendencia, dejamos de ver, o de reconocer, que muchas veces los que más trabajaron por protegernos lo hicieron casi anónimamente, aportando conocimiento e ideas y luchando directamente contra el virus, como es el caso de los miles de epidemiólogos de campo con los que la sociedad está en deuda histórica.

En últimas, quizás todos fallamos al reconocer de forma clara nuestra pequeñez frente a los hechos, frente a estructuras que producen y reproducen desigualdades sociales, las cuales no desaparecerían con medidas construidas para la coyuntura. Tal vez fallamos en aceptar que, aunque había mucho por hacer, nuestra incidencia era pequeña, al menos mientras el progreso científico nos abría las puertas, como pasó en muy pocos meses gracias a la colaboración global con la generación y producción de las vacunas que nos hacen pensar, hoy, que esta pesadilla pronto acabará.

*Director de Epidemiología del Ministerio de Salud.

**Este texto es un capítulo del libro de “La reinvención de la esperanza” que pronto será presentado por Amgen.

**

Por Julián Alfredo Fernández Niño*

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar