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La utopía de un cineasta

En los años 80, el productor Erwin Goggel hizo un experimento social en Córdoba: al campesino que aceptara someterse a la vasectomía le ofrecía 3,5 hectáreas de tierra para que tuviera dónde sembrar y alimentar sus numerosas familias. Más de 200 hombres fueron operados a lo largo de 30 años.

Camila Taborda / @Camilaztabor
23 de agosto de 2020 - 02:55 a. m.
Erwin Goggel es productor de cine, director y camarógrafo. Entre más de 20 largometrajes, su producción más conocida es La vendedora de rosas (1998).
Erwin Goggel es productor de cine, director y camarógrafo. Entre más de 20 largometrajes, su producción más conocida es La vendedora de rosas (1998).
Foto: Gustavo Torrijos

Ardía la tierra mientras Erwin Goggel grababa con su cámara de video la quema hecha por los campesinos de Río Cedro. Era 1984. Cuando cesó el fuego, ya con el verde evaporado, había un grandísimo rastrojo sobre el que sembrarían pasto para vacas. Antes de que lo convirtieran en potrero compró el terreno. La mitad desembocaba frente al mar Caribe, la otra se encumbraba sobre las montañas de Córdoba. Iba a recuperar el bosque para tener su propia reserva forestal, así que empleó a muchos hombres, jovencitos y pobres, con familias numerosas y sin tierra. Mientras los grababa requemados por el sol, velando viveros, regando árboles, se le ocurrió ofrecerles hectáreas si se operaban para dejar de tener hijos. Esta es la historia de su experimento social.

Juan Carlos Vargas es asesor científico de Profamilia desde hace 26 años. Un día, recuerda, apareció un señor alto y delgado, ojos zarcos y algunas canas, que se identificó como Erwin. “Estaba interesado en saber qué era la vasectomía. Le contamos que era un procedimiento para mayores de edad, en pleno uso de sus facultades mentales y que debían entender que era permanente y definitivo. Él quería hacer piezas informativas sobre la esterilización quirúrgica, porque tenía un proyecto en Montería y al contarnos nos puso un poco nerviosos”. Por esa época se realizaba apenas una vasectomía por cada diez ligaduras de trompas en Colombia.

Y ¿por qué la vasectomía?, dijo Erwin. Está en su casa de Sopó, a 45 minutos de Bogotá. Él sentado en una amplia silla de madera rodeado de cojines blancos, unas buganvillas naranjas enredadas al respaldo. Detrás, la pared de vidrio extiende la vista hacia el jardín. Él mismo se contestó, enfatizando con las manos que “ese cuento de donde come uno, comen cinco es mentira. Comerán yuca o tierra, pero no carne, huevos y leche. Alimentarse cuesta mucha plata. Todo el mundo lo sabe, pero a la hora de la verdad se hacen los locos. Por lo menos, la gente que más hijos tiene es la más pobre, la más ignorante”.

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Para llegar a la vereda El Tigre, en el corregimiento de Río Cedro, hay que viajar por carretera casi dos horas desde Montería, a lo largo de una vía bordeada por pastizales y ceibas. En la región lo llaman “El pueblo de los capados”. Los conocen como los “huevo muerto”, dicen que no se les para el cosito y que están dañados. El primero que lidió con esa fama fue Gustavo Cantero, un muchacho que jornaleaba por $5.000 para sostener a su compañera y una bebé. A la pequeña le daba de comer colada de plátano en agua. Para ellos compraba arroz, coco, manteca y los mataba el hambre. Él fue el primer “huevo muerto”, el primer capado.

El rostro de Gustavo, tostado y adolescente, aparece pronto en el documental que Erwin filmó: Una propuesta inédita, estrenado en 2013 después de treinta años de grabaciones. Aparece feliz cortando madera para levantar su rancho en la mitad de las tres hectáreas y media que recibió por operarse, en Montería. La condición era no vender ni arrendar, por eso no se otorgaron títulos de propiedad, y —a excepción de los que siguieron— tener otro hijo por si la vida le arrebataba la niña. Al ver que la promesa se cumplía y asolados por la sequía que trajo el fenómeno de El Niño en 2002, quince hombres de la vereda El Tigre accedieron a la oferta hecha por el “cachaco loco”, como empezaron a llamar al cineasta.

Con volantes, conferencias y proyecciones sobre la vasectomía, terminó por convencer a 55 familias mal contadas. Entre todas se repartieron más de 180 hectáreas de tierra. Una mañana, 16 años después, una docena de ellos está separando plátano. Conservan sus parcelas oreadas por la brisa del mar. Wilmer Ávila sentado en una silla, a la sombra, se ufana de que no trabaja para nadie. Sus mejores cosechas le dejan $600.000; las peores, $200.000. Milson Polo dice que si no tuviera la finca estaría en los montes escondido con un fusil, pero ahora que tiene un cultivo hay quincenas de hasta $1’200.000, y que vive feliz. Pero José Antonio Díaz refunfuña mientras, a su lado, los otros guardan silencio. Cuenta que la tierra sola no da plata, sus bracitos se cansan del machete, pues no es un animal. “Plata tienen otras personas que se han beneficiado con la película y los documentales que se han hecho y yo que cuento la historia no salgo beneficiado en nada, ni siquiera un confite”. Sin embargo, ninguno de ellos se arrepiente.

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Elena Posada —a quien le dicen la Mona— arribó al corregimiento de Río Cedro hace 36 años. En la bahía de Playa Larga fundó su reserva y un ecohotel frente al mar. Por ser amiga, desde el inicio vivió de cerca este experimento social. Recuerda que “al principio Erwin sí tenía una obsesión como de película. Él quería un fenómeno de película, porque vos sabes que él es productor de cine. Él quería vasectomizar a todo el que se le atravesara. Tanto que la gente le decía: ‘¡Uy, ya llegó la vasectomanía!’”.

Para ella esos primeros años fueron muy lindos, porque Erwin organizó a los hombres en una cooperativa. Hicieron represas en las que criaron peces, pulieron caminos y cercaron huertas de las que brotaron matas de tomate, habichuela y berenjena. Se instaló un rancho con telares donde 35 mujeres aprendieron a urdir ponchos, cobijas y unas hamacas que vendieron por US$100. Registraban horas de trabajo comunitario y llevaban a cabo reuniones de convivencia. “Imagínate la alegría de esta gente que no tenía tierra”, dijo la Mona. “Eso era un poema salir por esa cooperativa”.

En su memoria se asoma el recuerdo de los funcionarios de la Fiscalía preguntándole a Erwin de dónde sacaba la plata para hacer todo eso. Para entonces el paramilitarismo gobernaba la zona. “Él les dijo que quiénes eran ellos para preguntarle, que esto era un desorden de país muy grande y que él estaba poniendo orden”. A sus ojos, Erwin también estaba demostrando que para los hombres es más sencillo esterilizarse, aunque la gente pegue el grito en el cielo. Pero su admiración por el proyecto, “como esa reforma agraria voluntaria tan bonita”, no la detienen para reconocer que sí hubo ciertas equivocaciones. “Cuando se da todo regalado a veces no se aprecia tanto”.

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Cuando Erwin Goggel estaba pequeño, sus padres recogían huérfanos en la calle. Los llevaban a su casa, en Sopó, adonde llegaron huyendo de la Segunda Guerra Mundial, los sentaban a la mesa y los dejaban comer hasta que se les brotaban los ojos, hasta que no podían hablar. Creció en ese entorno, rodeado por obreros y campesinos, por eso cree que en todas sus películas figuran los estratos más bajos. Su producción más conocida, entre más de veinte largometrajes, es La vendedora de rosas, dirigida por Víctor Gaviria en 1998. Una foto del Festival de Cannes de ese año lo retrata con su sonrisa lineal posando junto al célebre elenco.

Al preguntarle cómo se definiría dijo que era un desocupado. “Un hombre que se quedó por fuera de los circuitos de producción”. Cuando él nació, en 1949, su padre había hecho popular el queso parmesano entre los colombianos. Hoy Alpina es la segunda empresa más grande del sector lácteo nacional. De allí sacó los $30 millones que recibió cada familia en tierra además de ayudas económicas que él estima en otros $4 millones más. No sabe exactamente cuánta gente se operó durante esos años y todavía las escrituras del terreno están a su nombre. “Lo único que pasó fue que dejé de pagar el predial... Que el Gobierno los saque a ver si puede”.

A fin de cuentas, está seguro de que la experiencia no fue un fracaso, “el fracaso fue nuestro”. Porque la primera tierra que distribuyó era estéril y varias familias tuvieron que mudarse a otros terrenos, que fue adquiriendo con el tiempo. Luego se hizo a 214 hectáreas en el municipio de Puerto Escondido, en la vereda Arroyo de Arena, con el fin de replicar el experimento. Esta vez, para no involucrarse tanto creó la Fundación Tierra y Casa, con la que siguió operando. “Porque unas mujeres chifladas, casadas con estos hombres vasectomizados, no solo se acostaron con otros, sino que se acostaron con hombres no operados y tuvieron hijos”.

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Ricardo González es el director de la Fundación Tierra y Casa. El año pasado transportó a veinte mujeres hasta Profamilia, en Montería, para que les ligaran las trompas. Pagó $370.000 por cada cirugía y cubrió sus medicamentos. Antes de ellas, desde 2009 a 2013, 2.321 mujeres de los municipios de Puerto Escondido y Moñitos se operaron, accedieron a implantes anticonceptivos o citologías. Tres mujeres de la región le ayudan a contactar a las interesadas, mientras él gestiona lo necesario para el procedimiento a cambio de nada. “Si me quieren dar las gracias me las dan, a mí y a don Erwin; si no, no pasó nada. ‘Váyanse tranquilas pa’ su casa y que estén bien’, les digo yo”.

Ricardo fue el encargado de repartir entre 61 hombres las últimas tierras, adquiridas hace una década sobre la Serranía de Abibe. Tenían que haber nacido allí y sus compañeras debieron esterilizarse junto a ellos para recibir las tres hectáreas y media más $800.000. Ambas condiciones, asegura, hacen al experimento de Puerto Escondido un éxito. Porque en esas montañas, donde siembran también plátano, ñame y yuca, trabajan con mayor juicio. Sus sumas declaran que 371 hectáreas fueron repartidas en todo el departamento a 106 familias a lo largo de treinta años. Otros hombres vasectomizados sin el beneficio de la tierra fueron beneficiados con $1’800.000.

Mientras cabalgaba sobre estas lomas, Ricardo dijo que “hacer daño es tan fácil que a veces pareciera que lo más costoso es hacer el bien”. Ascendiendo por la colina está la parcela de Aníbal David Díaz y Luz Marina Peñas, que se alegran porque terminarán allí su vejez. La finca vecina les pertenece a Marta Cavadía y Pablo Acosta, ambos están tranquilos porque con esa herencia sus hijos no pasarán miserias. Más adelante está la finca El Alivio, de Raúl Antonio Quintero y su esposa, Amelia. La bautizaron así porque desde que la tienen no les toca levantarse de madrugada a trabajar. Atesoran naranjas, piña, coco y maíz. Están contentos y llenos de vida.

Por Camila Taborda / @Camilaztabor

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