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Muchas personas me han dicho, en los últimos días, que admiran mi “fortaleza”. Apenas ayer me lo dijo mi tía Alicia, la menor de las hermanas de mi madre, heredera del nombre de mi abuela y pieza angular de mi crianza. En la casa de la tía Alicia crecimos mi prima Mariana y yo. Mariana es mi prima hermana; más hermana que prima. En la casa de la tía Alicia y con su complicidad, más parecida a la alcahuetería, aprendimos a montar bicicleta, construimos una casa en el árbol y trepamos al techo varias tardes después del colegio, en su finca en Sasaima, y en las vacaciones a Santa Marta, a las que le gustaba llevarnos. Le perdí el miedo al campo y al mar y acumulé muchos recuerdos de una infancia feliz.
La tía Alicia dijo en su audio que admiraba mi fortaleza: “eso lo heredaste de tu madre”. Eso mismo dice todo el tiempo mi padre y también mis hermanos. Pienso entonces en mi madre y en su estilo siempre rebelde. Una mujer fuerte. Defensora acérrima de su autonomía y de su independencia, comenzando por la financiera. Al fin y al cabo, como dice Virginia Wolf, una mujer necesita una “habitación propia” para ser libre.
Recuerdo leer ese libro de Wolf en Londres, mientras vivía en la casa del novio de la época, Daniel. Un noviazgo breve pero intenso. Probablemente por la precariedad económica del momento (la beca que tenía no alcanzaba para mayor cosa en una época en que la libra esterlina estaba más fuerte que nunca) y por estar hospedada temporalmente en la casa de Daniel, el libro me resonó más de la cuenta. Pero la lección de la necesidad de una habitación propia no vino de Virginia Wolf, ni en ese momento de mi vida. La lección vino mucho antes y fue de mi madre. Efectivamente, mi madre valoró siempre su autonomía e independencia.
Era una madre sin vergüenza alguna y convencida de sus atributos físicos y mentales. Pero creo que su verdadero poder estaba en el amor profundo, muchas veces expresado en dominio absoluto, que tenía por sus hombres, comenzando por mi padre y siguiendo con mis tres hermanos. Esos son los hombres que me cuidan y son la mayor herencia que me dejó mi madre. Ellos y el convencimiento de que el feminismo no es una guerra entre hombres y mujeres, sino un tema de espacio vital para respirar, independientemente del género que uno tenga. Mi madre siempre tuvo un amor irrestricto por los hombres y por lo masculino y eso nunca compitió con su militancia feminista. Al contrario, la potenció. Su feminismo no era solamente de solidaridad con otras mujeres, sino de pedagogía y exigencia hacia sus hombres. Exigía que la consintieran. Comenzando por mi padre.
Hasta el último día de su vida le silbó temprano en la mañana para que le llevara el café “bien servido”. Bien servido era con queso, “pero no mucho”, en su pocillo (el que más le gustaba y no muy lleno). Varias veces me indicó con su dedito popocho cuál era la altura apropiada para llenar el pocillo de café. Pero a mi padre, tal vez solo le tuvo que explicar una vez. Desde que recuerdo, ella silbaba y él, que siempre trabajó en la madrugada en su estudio, oía el silbido y se paraba como un ringlete a prepararle el café y a llevárselo. Estoy segura de que el entusiasmo radicaba en que las conversaciones en la cama, alrededor de ese primer café bien servido eran las mejores y más íntimas.
En mi adolescencia el café bien servido en la cama también se extendió hacia mí. Mi madre silbaba y mi padre corría a preparar el café, ahora para las dos, aunque siempre primero el de ella. Digamos que hacía dos turnos. Eso derivó en una relación muy especial entre mi padre y yo. Él me llevaba el café a la cama y yo le contaba mis sueños. Mis amigos del colegio tal vez se burlaban de nuestra relación porque mi padre nunca disimuló su afecto. Todavía hoy me saluda diciendo “mi reinita, tesorito amado, mi gran proyecto, mi tremenda realización”. Luego, con los años, le fue añadiendo cosas al saludo. Cosas por las que se sentía orgulloso: “mi poderosa Fulbrighter, mi inigualable ivyleaguer”. Mi padre era así de amoroso, pero también era estricto.
Recuerdo con claridad un día en el que me dijo que estaba muy confundida si pensaba que el amor de un padre es incondicional y eterno. Me dijo que era una relación de “doble vía” y que si yo no era capaz de reciprocar su cariño, él no tenía ningún problema en “cortarme” o, en su expresión preferida, “ponerme al hielo”. La adolescencia se fue volviendo difícil. Mi padre me exigía el máximo rendimiento intelectual, como lo hacen todos lo Andia casi que por tradición familiar. Mi madre, por su parte, me alcahueteaba todo tipo de desmanes (aunque hice pocos por pura autorregulación) porque quería que yo experimentara todo lo que ella no pudo por ser mamá tan joven (a los 16). Cuando yo quería ir a una fiesta, me sobrecogía el temor de pedirle permiso a mi padre, que además tenía la costumbre de hacerme trabajar, aunque siempre remuneradamente, por los permisos. Entonces, yo le decía a mi madre y ella me tranquilizaba diciendo “no te preocupes que yo lo manejo”.
Así, pude ir a todas las fiestas y muchas veces el permiso se extendió a mis amigas porque si mi padre había dado su permiso todo era más seguro. Él, además, una vez, daba el permiso, nos recogía a todas y todos lo más tarde que pudiera cuando salía a uno de sus domicilios a ver a sus pacientes. Ese era el mayor talento de mi madre: “manejar a sus hombres” a punta de ternura, consentimiento y picardíadía, con coquetería y sin vergüenza. Ahí se expresaba mucho de su “estilo” y su personalidad, en el “manejo, siempre amoroso, aunque a veces arbitrario de sus hombres.
Quiero hacer una reflexión acerca de, y si se quiere, un homenaje a los hombres que me cuidan. Creo que es pertinente porque podemos estar desaprovechando un tremendo potencial como sociedad si circunscribimos las categorías del cuidado exclusivamente a lo femenino.
Cualquiera que me haya visto entrar al cancerológico este último año, me ha visto entrar siempre de la mano de dos hombres: mi padre o Dr. Andia, como le dicen mis amigues y sus cientos de pacientes, y mi esposo, Andrés Elías.
Ambos son, probablemente por vocación y por elección, cuidadores. Mi padre, por médico, y no cualquier médico, sino de esos médicos que mucha gente dice que ya no existen, de los que conocen a profundidad familias enteras, con sus historias de vida que esconden probablemente todas las claves para entender y aliviar sus dolencias. Andrés Elias, por profesor y psicólogo del desarrollo humano, fascinado por entender como las personas se convierten en eso, en personas, con aspiraciones, inclinaciones y en últimas desarrollan proyectos de vida.
Bueno, pues estos hombres, mis hombres, se han dedicado tiempo completo a mi cuidado. Con el amor, la empatía y la paciencia que eso implica. Lo hacen además con una característica que creo singular: lo hacen con un profundo sentido del humor. Las actividades de cuidado han estado siempre asociadas al sacrificio abnegado de madres, abuelas, enfermeras; en fin, a lo femenino. Pero también pueden estar a cargo de hombres y ser una actividad divertida. Para ilustrar este punto me gustaría contar una anécdota.
Hace un par de semanas, en esta etapa tan difícil del cáncer, estuvimos en una de las tantas salas de espera del cancerológico. De repente, se acercaron unas mujeres uniformadas, probablemente trabajadoras sociales, y preguntaron entusiastas “¿quiénes aquí son cuidadores?”. Promocionaban un nuevo programa de “cuidado al cuidador”. Había que llenar una Planilla para participar. Andrés Elías se rehusó, detestando como detesta la condescendencia con la que ha sentido que lo tratan por ser un cuidador hombre. Yo terminé llenando la Planilla, más por respeto a las mujeres del programa y porque entendí que ese es su trabajo y que probablemente están más acostumbradas a ver cuidadoras mujeres que cuidadores hombres. Luego nos llamaron a pasar.
Andrés Elias ya no escuchó más el resto de la promoción del programa de cuidado al cuidador, pero mi padre sí. El resto del mensaje fue que el programa era muy importante porque “no sé si ustedes saben, pero muchas veces, el cuidador muere incluso antes que el paciente”. Mi padre aguantó la carcajada, pero luego, en otra sala de espera, nos contó la anécdota prácticamente llorando de la risa. Nos dio un ataque de risa a los tres. De esos ataques de risa que uno apenas puede contener. La gente nos miraba con curiosidad. Sobra decir que no es muy normal ver a las personas reír en el cancerológico.
De mi experiencia de ser cuidada por hombres diría dos cosas: 1. Que para ser cuidado hay que dejarse cuidar. Al principio eso me costó trabajo, valorando mi independencia y autonomía, como mi madre y como cualquier mujer de mi generación a la que le enseñaron las asimetrías de género. Ante esa realidad y, justificadamente, uno asume una actitud más bien combativa, en permanente pie de guerra, celoso de los espacios ganados. Pero con el tiempo bajé las defensas y entendí el estilo de cuidado de mis hombres. A veces intenso y muchas veces sobreprotector, pero siempre amoroso. Ahora, Andrés Elías y mi padre son los mejores cuidadores que he podido soñar porque además sufren tanto como yo mi pérdida de autonomía y entienden mi frustración. Mi madre no solo se dejaba cuidar, sino que lo exigió siempre de mi padre y de mis hermanos, que son 3 hombres que ella tuvo muy joven y que le dieron todos los dolores de cabeza imaginables de jóvenes bohemios de los 70s y los 80s.
Bueno, pues yo crecí así. Rodeada de hombres. La menor de cuatro hermanos por el lado de mi madre y la menor de cuatro primos por el lado de mi padre. La más consentida de todas. Como si fuera poco, siempre ennoviada, desde mis tiernos 5 años, cuando “me cuadré” con Juan Fer. Su padre, Jorge Enrique, me consentía tanto como mi propio padre y recuerdo que me hacía una pregunta que me hacen con frecuencia: “¿Cómo puede ser tan consentida?” Pues, ¿cómo no?
Mi padre me saluda, todavía hoy, diciéndome “reinita adorada. Mi gran proyecto, mi tremenda realización”. Lee y comparte todo lo que escribo. En últimas, me cuida dejándome ser lo que soy. Así lo hacen también todos mis hermanos. Boris Nené, como a mí me gusta decirle, Leito y Omar Augusto. Todos aprendieron a cuidarme dejándome ser y aplicaron ese tipo de cuidado también con sus respectivas hijas. Porque sí, todas mis sobrinas son mujeres. Toda hijas de hombres cuidadores gracias al “manejo” de mi madre. El poder del “manejo” de mi madre llegó hasta Bolivia también, al tío Willy, el hermano menor de mi padre, y a todos mis primos, sin excepción, pero especialmente a mis primos Vlady y Boris, que alcanzaron a vivir con ella unos meses al final de los años 90 y a quienes consintió y manejó como a sus propios hijos.
Hoy todos esos hombres me consienten y me cuidan en el proceso de sobrellevar este cáncer mío que nos sacudió la vida a todos. Cada cual lo ha manejado como ha podido, pero todos con el espíritu de cuidarme y respetar mis decisiones. Mi hermano Augusto trae fresas casi a diario. Boris Nené, que me enseñó a bailar salsa como si no fuera “cachaca” me ha motivado a pararme a bailar con él, amasisados y moviendo solo la cadera. Leito ha venido a cantar todo el repertorio de Joan Manuel Serrat, a hablar de mi padre y de Andrés Elías, que me han llevado a cada cita, a cada examen, con complicidad y mucho sentido del humor. Eso sí, diría que es una característica singular de mis hombres cuidadores y me animaría incluso a decir que podría ser una característica de muchos hombres cuidadores: le ponen humor a la cosa.
Por alguna razón que no sé explicar, el cuidado ha sido descrito como una tarea sufrida y abnegada, como una carga, pues si algo han demostrado mis hombres cuidadores es que no necesariamente debe ser así. El cuidado siempre es puro amor, pero puede ser, además, divertido. Así veo también a mis amigos que son padres, hombres cuidadores llenos de humor y picardía. Así es Pablo, así es Víctor Andrés, así es Juan Carlos y así es José Luis.
Ahora que están tan de moda los sistemas de cuidado en la política pública, con su muy justificado énfasis en las mujeres porque, en efecto, por generaciones han sido las que han tenido mayores responsabilidades en el trabajo no remunerado del cuidado, creo que vale la pena hacer esta reflexión. Los hombres también saben cuidar y muchas veces lo hacen, no solo para sobrevivir, sino para brillar con pasión, compasión, humor y estilo, como dice My Angelou, y como lo aprendió y lo aplica Andrés Elías.
*Tatiana Andia es historiadora, economista y tiene un PhD en Sociología. Desde que fue diagnosticada con cáncer, ha escrito varios textos, como este, compartiendo sus reflexiones. Los otros que ha publicado pueden leerse en el portal Razón Pública.
El anterior fue publicado en El Espectador, bajo el título de Las líneas grises: lo que he aprendido de la última etapa del cáncer
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