Los arbovirus suelen ser un dolor de cabeza para quienes estudian epidemias y quienes están a cargo de tomar medidas para controlarlas. Cada tanto aparece en su radar un brote que los obliga a moverse con cierta rapidez y precisión. No es buena idea que artrópodos, los bichos que los transmiten a través de su picadura, les cojan ventaja.
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El caso más reciente de un brote de arbovirus es el de fiebre amarilla, que tiene con los pelos de punta a las autoridades de salud. Su expansión por Tolima, en lugares donde no se había presentado antes, ha puesto nervioso hasta al ministro de Salud. La razón es muy simple: por el momento, su letalidad, muestra el último informe del Instituto Nacional de Salud, es muy alta, del 40%. Eso quiere decir que de cada 100 infectados, 40 no sobreviven a la enfermedad. Todos están a la espera de lo que pueda ocurrir semanas posteriores a estos días festivos, pues 388 municipios representaban alto riesgo para adquirir la fiebre amarilla. El peor de los escenarios es viajar no vacunado.
La fiebre amarilla, escribía hace un par de semanas un grupo de investigadores en la revista Travel Medicine and Infectious Disease, es, precisamente, el arbovirus más antiguo conocido en América. Se cree que fue introducido en América en el siglo XVII, proveniente de África, de donde venían barcos con esclavos y uno que otro mosquito. Hay otros, en cambio, decían los autores del artículo, que no conocemos tan bien, pero que están empezando a causar inquietud. Uno de ellos, el virus de Oropouche.
Uno de los profesores que firmaba ese artículo era el médico Alfonso Rodríguez-Morales. En una llamada sintetiza por qué deberíamos prestarle más atención al Oropouche: “Desde el año pasado tenemos muchos interrogantes sobre la enfermedad que genera. Pero como ocurre con varias enfermedades tropicales, hay muchas preguntas por resolver aún con esta. Deberíamos clasificarla como una enfermedad desatendida”.
A lo que se refiere Rodríguez, presidente de la Sociedad Latinoamericana de Medicina del Viajero y vicepresidente de la Alianza Latinoamericana de Enfermedades Infecciosas, es que desde hace un buen tiempo sabemos que hay un virus que se llama Oropouche, pero no le hemos parado bolas y esa desatención puede pasarnos factura. Aunque este virus fue aislado por primera vez 1955, de un joven carbonero con fiebre, cerca al río Oropouche, en Trinidad y Tobago, no muy lejos de la costa oriental venezolana, “el número de investigaciones ha sido muy bajo”, afirma.
Los brotes no han sido tan frecuentes como otros arbovirus (como el dengue, por ejemplo), pero ha habido una que otra señal. En una revisión de literatura que hizo un grupo de profesores de universidades indias y que fue publicado en Infectious Medicine hace un mes, hacen un breve recuento: el primer brote del que se tiene registro sucedió en 1961 en Brasil, donde hubo 11.000 casos en Belém, Pará, la ciudad que este año acogerá la cumbre de cambio climático (la COP30).
Luego, entre 1978 y 1981, se registraron más de 220.000 casos en los estados de Pará, Amazonas y Amapá. Para no hacer muy largo el cuento, hasta 1996 se habían detectado 500.000 casos. En este siglo también hubo brotes en esa parte de la Amazonia entre 2007 y 2008, en Amapá (2008 a 2009), en Pará (entre 2003 y 2004 y 2006), y en otras áreas no endémicas. Sin embargo, dicen, en 2024, cambió la historia, pues comenzaron a identificar casos de transmisión local en áreas donde jamás habían visto como Bahía, Pernambuco o Minas Gerais.
Para decirlo en las palabras de un amplio grupo de investigadores que este 14 de abril publicaron otro artículo sobre Oropouche en The Lancet Infectious Diseases, este ha sido un brote de una magnitud y una propagación sin precedentes, del que aún no se conocen muchas cosas.
En cifras, eso significa lo siguiente: en 2024 se confirmaron 16.128 casos en las Américas, incluidas cuatro muertes. En 2025, hasta la semana epidemiológica 13, se habían confirmado 6.939 casos. Brasil, con más de seis mil casos este año, ha sido, de lejos, el país más afectado. También ha habido casos en Panamá, Cuba, Colombia (74, en 2024, en la Amazonia) y otros importados a Estados Unidos (108), Canadá (3) e, incluso, a España (21), Italia (6) y Alemania (3).
Uno de los últimos países en confirmar infecciones fue Venezuela (cinco casos), a finales de marzo, lo cual, a los ojos un grupo de investigadores, era una muestra más de que nos encontramos ante arbovirus emergente que requiere vigilancia, educación, mejor diagnóstico, capacitación del personal de salud y desarrollar guías para manejar la enfermedad que causa, pues aún no existen.
¿Qué sabemos y qué no?
Del virus Oropouche y su transmisión se saben algunas cosas, como nos decía el epidemiólogo Franklin Prieto a inicios de marzo. Es claro que el principal vector es un bicho no más grande que la cabeza de un alfiler, llamado Culicoides paraensis. O, para hacerlo más fácil, jején. Pero, indica la Organización Mundial de la Salud, se cree que otros mosquitos pueden transmitirlo. Entre ellos están el Culex quinquefasciatus, el Coquillettidia venezuelensis y el Aedes serratus.
Lo otro que se tiene más o menos claro es que, como algunos arbovirus, tiene un “ciclo” selvático y otro urbano. En las áreas boscosas parece infectar a primates no humanos, a perezosos y, posiblemente, a algunas aves, aunque también hacen falta estudios para tener certeza. “No sabemos si hay otros vertebrados que puedan ser potenciales amplificadores”, agrega Rodríguez.
Sobre sus síntomas, que aparecen entre tres y ocho días después de la picadura, se sabe que son muy similares a los del dengue y por eso, entre otras razones, es difícil diagnosticarlo. Un paciente puede presentar, escribían los autores del artículo de Infectious Medicine, fiebre, dolor de cabeza y dolor muscular. Náuseas, vómitos, diarrea, cansancio, malestar estomacal y dolor retroorbitario también están en el conjunto de manifestaciones. En algunas ocasiones, aunque sucede de manera muy poco frecuente, la enfermedad causada por el virus de Oropouche puede complicarse y generar síntomas hemorrágicos.
Como dice Prieto, “como no es usual que produzca enfermedad grave, entonces es muy raro que la gente vaya a consulta y es difícil diagnosticarlo”. Para tratarlo no hay algún antiviral conocido. Tampoco una vacuna.
Pero, como reitera Rodríguez, “hay un panorama de preguntas bastante amplio”, para las cuales están buscando respuesta. Uno de los principales interrogantes tiene que ver con la transmisión vertical, es decir, la transmisión del virus de una madre al feto que tiene en su vientre. A mediados del año pasado, en Brasil, se presentó el primer caso que ofreció las primeras señales de eso podía estar ocurriendo.
Según el último reporte de la Organización Panamericana de la Salud, en 2024 se confirmaron cinco de esos casos en Brasil. De estos, cuatro resultaron en muerte fetal y un caso presentó anomalía congénita. Además, se están investigando otras 22 muertes fetales, cinco abortos espontáneos y cuatro casos más de anomalías congénitas.
Precisamente, el otro gran interrogante es si el virus de Oropouche puede causar malformaciones congénitas a los fetos, como microcefalia, una condición en la que el bebé nace con la cabeza más pequeña de lo normal o su cabeza deja de crecer como debería. “Sin duda; ese es uno de los asuntos que más nos inquieta”, añade Rodríguez. “Ya hay en marcha estudios para tener más certeza, pero es algo que nos preocupa mucho. Seguro nos tomará algunos meses poder hallar una respuesta, porque hay que descartar otros factores. Pero sí es un punto clave sobre este virus”.
Una de las razones por las cuales es tan inquietante para quienes estudian enfermedades tropicales es porque tienen el amargo recuerdo del Zika. En 2015, en Brasil, identificaron que ese virus, transmitido por otro viejo conocido —el mosquito Aedes aegypt—, podía provocar muerte fetal o anomalías en los fetos. Entre ellas, microcefalia, aunque hay un listado más largo de malformaciones, como mostraba una revisión de evidencia de 2020, publicada en Plos One.
En una reunión que hubo en Bogotá en los últimos días de enero de este año, en la que estuvieron varios expertos en arbovirus, Socorro Azevedo, investigadora del Instituto Evandro Chagas, del gobierno brasilero, les refrescó la memoria a sus colegas: “Nuestro grupo fue pionero al identificar el virus en mujeres embarazadas cuyos bebés presentaron malformaciones congénitas. Este hallazgo permitió emitir una alerta global para monitorear a las mujeres embarazadas ante posibles riesgos”.
Durante el encuentro, organizado por la OPS, les recordó, además, que toda mujer embarazada con sospecha de infección por Oropouche o Zika “debe ser monitoreada cuidadosamente para evaluar posibles impactos en su bebé” para intentar desarrollar estrategias preventivas. De hecho, ese grupo se había dado cita en la capital colombiana para definir cuáles deberían ser las prioridades de investigación para llenar los vacíos que hay sobre el virus de Oropouche.
El otro interrogante que aún queda por resolver es sobre si es posible que haya una transmisión sexual del virus. Hasta el momento no se ha registrado ninguna, pero una investigación detectó el Oropouche en el semen de un paciente. La recomendación de los CDC de Estados Unidos es que si a un hombre lo diagnostican con la enfermedad use condón o se abstenga de tener sexo por, al menos, seis semanas.
De lo que sí parece haber pistas un poco más claras es sobre algunos elementos que pueden ser impulsores de la propagación del virus. En el estudio de The Lancet Infectious Diseases, los autores advierten que los factores climáticos es uno de los principales que pueden exacerbar futuros brotes. El fenómeno de El Niño tuvo un rol esencial, dicen. Otros que pueden influir en la abundancia de vectores, indican, son los cambios en el uso del suelo y la deforestación, un fenómeno imparable en la Amazonia.
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