Publicidad

Puedes salvar una vida solo por decir: me importas

Hoy 10 de septiembre se conmemora el Día Internacional de la Prevención del Suicidio. Testimonio de una joven periodista sobre su forcejeo diario con este dilema personal.

Andrea Gutiérrez
10 de septiembre de 2021 - 03:38 p. m.
Puedes salvar una vida solo por decir: me importas
Foto: Lucija Rasonja en Pixabay

“Un tubo de plástico se deslizaba por mi nariz hasta mi estómago”. Así inicia el primer texto que escribí sobre el suicidio, sobre mí intento de hacerlo, sobre lo que pasó después y que no pensé que volvería a experimentar, pero se repitió.

Antes quiero empezar por el contexto. Estudié periodismo y me enseñaron a no escribir en primera persona, pero ¿cómo se escribe una historia propia? Desde 2017 estoy diagnosticada con trastorno mixto ansioso-depresivo, depresión clínica, lo que quiere decir que no estoy solo triste y no se me va a quitar porque me digan que tengo que ver el lado positivo de las cosas. Así vine al mundo y probablemente así me iré.

Lo que me lleva a mi segundo diagnóstico, el trastorno límite de personalidad, el desencadenante de todo lo bueno y lo malo de mi vida, el responsable de mi creatividad y de mi impulsividad, de mi bondad y de mi toxicidad. Desde 2016 tomo medicamentos, han cambiado las dosis y los nombres, pero todas las mañanas durante los últimos cuatro años me tomo al menos dos píldoras en la mañana y la noche, aunque otros días me he tomado más, muchas más, y a eso viene este texto.

(Lea: Algunos efectos en la salud mental de los niños y niñas por cierre de colegios)

No sé bien cuándo fue la primera vez que pensé en la muerte, pero fue en mi infancia. Cada vez que mi profesora de biología explicaba que si nos golpeábamos en un punto específico de la cabeza moriríamos instantáneamente, fantaseaba con caerme y pegarme justo allí. Alguna vez también abrí las perillas del gas y me encerré en la cocina, pero me di cuenta que se iba a demorar demasiado. Constantemente me gustaba abusar de la dosis de un medicamento para la alergia, con la esperanza de un día dormir y no despertar. Pero esto nunca lo hablé con nadie, al menos no en ese momento, no cuando tenía diez años y sentía que nada en mi vida valía la pena.

Así pasaron los años y me hice adolescente y después adulta. Entré a la universidad y viví una vida medianamente normal hasta que no fue posible ocultar más el hecho de que, con todas las fuerzas de mi corazón, deseaba no seguir viva. Entonces lo intenté, me tomé todo el botiquín de pastillas de mi casa y cuando me arrepentí me llevaron a un hospital en donde la psiquiatra me dijo que tuve un berrinche y esas pastillas no me iban a matar de todos modos. No hubo diagnóstico, por supuesto, me dieron incapacidad de un día para presentar en mi universidad y cuando le conté a mis profesores la razón de que a veces llegara una hora tarde a clase o me demorara tres días más en presentar los trabajos recibí la típica respuesta de las personas que no entienden lo que es la depresión: “tienes que poner de tu parte”.

Seguí entonces cómo si nada, hasta que vinieron lo que hoy sé que son brotes psicóticos y episodios hipomaníacos. De pronto todo se nublaba y empezaba a correr sin rumbo fijo mientras mi novio me perseguía para que no me atropellaran; o entraba en crisis tan fuertes que me tenía que agarrar las manos por media hora para que no enterrara las uñas en la cara. El llanto repentino se hizo frecuente, la disminución de la líbido hasta su desaparición completa, la pérdida de apetito al punto que mi ropa de “delgada” me quedaba grande y entonces vino el diagnóstico y los medicamentos y el primer intento de suicidio, las hospitalizaciones y más medicamentos y más hospitalizaciones. Así por los siguientes cuatro o cinco años.

(Le puede interesar: Salud mental: El problema de largo plazo que deja la pandemia)

Este viernes 10 de septiembre es el Día Internacional de la Prevención del Suicidio, y como soy periodista, escribo con la intención de que alguien lo lea y no se sienta solo, no tan solo como para intentarlo. La última vez que traté de hacerlo fue hace un año y 10 días. Era 26 de agosto de 2020 y el dolor me agobió a tal punto que borró mi miedo a morir, el temor que siento de no saber qué hay al otro lado. Ese día solo quería que todo se detuviera, y mientras veía con dificultad al equipo médico de reanimación buscar mis venas para ponerme suero solo pensaba “que no la encuentren, que no me salven”. Escuchaba el monitor conectado a mi pecho y mi taquicardia sonaba a paz, al sonido del corazón del bebé que alguna vez tuve en mi vientre y que ya no estaba conmigo, al latido del corazón de esa mascota que había tenido que dejar ir hace pocos meses, al sonido de que pronto yo iba a desaparecer de este mundo y estaría en paz.

Otra vez un tubo plástico se deslizaba desde mi nariz hasta mi estómago, no una vez, dos veces o tres, la enfermera había elegido uno muy corto. Cuando lo sacaba salía con sangre, pero yo no decía nada, ya entendía cómo funcionaba, ya no intenté toser o vomitar mientras lo metía, me acordaba que iba a ser peor. La enfermera me felicitó por cooperar, ojalá no lo hubiera hecho, pensaba, ojalá no hubiera llamado a mi mejor amigo, ojalá mi papá me hubiera encontrado muerta al salir del baño, abrazada a mi otra perrita, en paz. No me hospitalizaron después, aunque uno o dos meses antes yo había pedido a mis papás que me internaran, con un poco de consciencia yo veía venir la tormenta.

(Lea: Lo que se sabe de salud mental y coronavirus tras un año)

Empecé terapia con otra psiquiatra, y meses después le dejé de contestar, cómo lo he hecho con casi todos mis terapeutas de los últimos cinco años. Mi psiquiatra de siempre me recetó litio, otra pastilla más para mi colección diaria. Mi nueva psiquiatra me diagnosticó con trastorno límite de la personalidad, conseguí un trabajo, dejé mi trabajo, entré a estudiar otra carrera y conseguí otro trabajo. Me dio Covid y dejé de tomar mis medicamentos y ahora estoy acá, escribiendo esto. Cada año alrededor de 703,000 personas se quitan la vida, por cada suicidio hay muchas más tentativas y por cada tentativa no tratada correctamente hay un siguiente intento, probablemente uno “exitoso”.

El problema de esto es que no se habla, a las personas les incomoda saber que hay gente con tanto dolor que prefiere la muerte. Decir cosas cómo “hoy tengo ganas de morirme” se ha vuelto un chiste que se usa comúnmente pero no se toma en serio. Las personas con riesgo de intentar suicidarse estamos en soledad y esa soledad hace que la idea de morir nos coquetee. Hoy, que escribo esto, no puedo decir con certeza que nunca más lo voy a intentar, lamentablemente mi enfermedad es una montaña rusa que me lleva de la euforia a la depresión en cuestión de horas, y hay muchos otros trastornos que hacen cosas similares o peores a personas brillantes pero solas en sus pensamientos.

Mirar en otra dirección no va hacer que la problemática del suicidio desaparezca y decirle a la persona que se quiere morir que no quiera eso no va a hacerla cambiar de opinión. Si estás en una situación en donde no veas otra salida, busca ayuda, te aseguro que alguien te va a tender la mano. Si estás en una posición en donde alguien te pide ayuda, ofrécele lo que esa persona necesita. Compañía, apoyo, no una frase barata de superación personal. El suicidio existe y afecta a más personas de las que imaginas, no seas indiferente, puedes salvar una vida solo por decir “me importas”.

Por Andrea Gutiérrez

Temas recomendados:

 

jomagozo(82853)14 de septiembre de 2021 - 01:23 a. m.
Perdón si voy a ser rudo: no hablas si te ha faltado amor o si no crees en él, en el amor de padres, hermanos, en el amor sexual o en el amor a Dios. Yo también quise en dos veces suicidarme (en una de ellas el amor a mi hijo me hizo renunciar). Admiro mucho tu valor y ojalá pudiera darte un abrazo que te hiciera sentir compañía, calor humano, amistad y todo aquello que te hiciera falta para VIVIR
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar