Más allá de lo permitido por la libertad de expresión nos encontramos con las necesidades humanas, que por supuesto, así lo hayamos olvidado, son mucho más importantes que la voracidad de los medios masivos de comunicación, que necesitan satisfacer no sólo la necesidad de información, sino el estímulo morboso para mantener los vínculos sociales con sus consumidores.
Ponerse en la posición del sujeto protagonista de la historia es o un interés secundario o simplemente no existe. Por un momento los que están detrás del micrófono, la cámara o el computador piensan: ¿qué está pasando en el interior de esas personas objeto de su señalamiento? ¿Son algo más que un homosexual embolatado? ¿Tienen una vida social, privada, familiar laboral alrededor de una preferencia íntima?
En mi experiencia profesional muchos hombres y mujeres coexisten en sus relaciones con sus dualidades o sus diversas preferencias, algunos las han negado o desconocido por mucho tiempo, otros sólo las expresan en algunas oportunidades en donde cuentan con la suficiente privacidad y aceptación para liberar emociones cuya intensidad es sólo conocida por ellos. Esto no significa que dichas conductas sean exclusivas o excluyentes; tanto en lo emocional como en lo erótico.
De otra parte, si partimos de este punto, un hombre o una mujer pueden organizar su vida en torno a una relación heterosexual como lo marca “la norma social”; vivir ésta de manera en apariencia definida, armónica y satisfactoria para ambos. Puede suceder como de hecho lo vemos, que en un afán de protagonismo, en un raptus de honestidad periodística burguesa, un hecho punible se relacione con una expresión íntima y se le de más trascendencia a lo privado que a lo sancionable. Volvemos por momentos a la época del oscurantismo en donde todos los pecados eran sexuales. Las mujeres honradas lo eran porque no tenían sexo no importa si eran asaltadoras del erario público o privado.
La morbosidad prima; la honra, el derecho a la intimidad, desaparece, la vida privada se vuelve pública, los medios se deleitan con las aclaraciones de los involucrados y de sus cónyuges; el público en general en actitud delirante transforma a la pareja engañada en una víctima ¿y por qué no? Es posible que lo sea, este descubrimiento puede ser doloroso, socavar la autoestima, producir muchos sentimientos encontrados de rabia, de amor, odio, de decepción; sin embargo, en muchos casos, prima lo que el otro es como individuo, como persona, como padre o madre, como ser de derechos.
Es importante no olvidar que aquel o aquella considerado/a culpable del engaño, tiene su propia cruz, una dinámica interna que puede llegar a ser conflictiva o no dependiendo de la aceptación con aquellas condiciones o conductas que forman parte de su esencia. Y es aquí en donde está el meollo del problema ¿Cuál es el momento de la sinceridad, de la verdad, de la claridad? ¿Quién define o que define cómo o cuándo hablar? No hay una respuesta; lo único cierto es que ese momento lo define quien vive la situación; y es en ese instante en que esta circunstancia se transforma en una problemática, de pareja o de familia cuando hay hijos. Hecho privado que debe ser resuelto por sus protagonistas.
La solución será más o menos saludable dependiendo de la historia vivencial de la pareja y la familia. Lo que no puede suceder es que un asunto privado se vuelva público, porque se rompe el derecho al respeto por la honra, reconocimiento y dignidad que tiene un ser humano sin importar sus expresiones íntimas ya que viola su espacio de privacidad y obstaculiza su proyecto de vida personal y la de todos los miembros de la familia.