La semana del 17 de febrero, justo dos meses antes de que el Gobierno declarara emergencia sanitaria, Susanne Ardila estaba desesperada, buscando mosquitos en Tolima. Junto con tres colegas había emprendido un recorrido por el Bosque de Galilea, que tiene dos veces el tamaño del Parque Tayrona. Después de ir a tres puntos diferentes y caminar por cinco días, se empezó a preocupar. A diferencia de lo que muchos creen, no es tan fácil dar con los bichos asociados a la transmisión del virus de la fiebre amarilla. Es más: en este momento aún no se sabe con certeza cuál es la especie que ha estado transmitiéndolo en el brote que ya ha causado la muerte de 37 personas entre 2024 y 2025. La mayoría (24) ha ocurrido, precisamente, en Tolima.
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Ardila, que sentía todos los reflectores encima, recuerda que el último día tuvieron algo de suerte. “Lléveme a un lugar donde haya bosque, árboles altos, y donde haya habido un caso de fiebre amarilla”, le pidió a los campesinos que la acompañaban.
Caminaron montaña arriba hasta una casa muy cerca del bosque, a unos 800 o 900 metros sobre el nivel del mar. Luego, repitieron el ejercicio que ella había hecho tantas veces: quedarse quietos a esperar que su calor y su dióxido de carbono atrajeran a los mosquitos. Cuando vio bajar a unos zancudos brillantes, “preciosos”, como “un pavo real”, de vuelo lento y medio elegante, a Susanne Ardila le volvió el alma al cuerpo. Ondearon sus jamas, —como le llaman a las redes para capturar insectos— con el alivio de poder volver al Instituto Nacional de Salud (INS) con algunos de los vectores que podrían estar involucrados en la transmisión del virus de la fiebre amarilla en la selva.
Desde su laboratorio, donde coordina al grupo de entomología, Ardila recuerda que no es la primera vez que cuenta con suerte. Tiene varias anécdotas en las que le costó hallar a esos zancudos cuando hubo casos de fiebre amarilla y, al final, logró capturar algunos bajo los árboles. Aunque se ha popularizado que es el Aedes aegypti el transmisor del virus, tanto ella como sus colegas tienen muy claro que hay tres especies sobre las que hay certeza que pueden infectar a los humanos en Colombia en espacios selvático: Haemagogus equinus, Haemagogus janthinomys y Sabethes chloropterus. El temor de todos, claro, es que en el algún momento una infección llegue a un lugar urbano o peri urbano, y el Aedes aegypti, ya culpable de infectarnos con los virus del dengue, zika y chikungunya, empiece a ser un transmisor, como lo fue en el pasado.
“Por eso, por lo pronto, es incorrecto hablar de fiebre amarilla urbana”, señala la ecóloga María Eugenia Grillet, profesora de Entomología Médica en la Universidad de los Andes e Integrante del Grupo Técnico Asesor de Arbovirosis de la Organización Mundial de la Salud. “El último reporte que tuvimos de fiebre amarilla urbana en Colombia fue en 1929 (en Socorro, Santander). Pero el problema es que, ahora, nos estamos acercando cada vez más a esos bosques y a ese ciclo natural. Y eso sí empieza a preocuparnos”.
Cada vez, más cerca del límite
Cuenta el profesor Víctor Alberto Olano que cuando estuvo haciendo evaluación de vectores cerca a Valledupar durante el brote de fiebre amarilla que hubo en Colombia en 2003 y 2004, se llevó una sorpresa. En un recorrido por las veredas cerca a la ciudad, detectó Haemagogus janthinomys al interior de las casas. Con su equipo, indagó un poco más y descubrió, contra todo pronóstico, que ese mosquito tenía criaderos artificiales.
A Olano, un biólogo especializado en entomología que duró décadas recorriendo el país y estudiando bichos que tienen un papel fundamental en enfermedades infecciosas como la fiebre amarilla, le llamó la atención ese hallazgo por una razón: mosquitos como ese, del género Haemagogus, no suelen poner huevos en lugares artificiales.
“Eso fue muy inquietante y, por eso, ahora, es esencial hacer vigilancia de esos vectores en áreas rurales”, dice Olano, hoy investigador emérito del Instituto Nacional de Salud y del Minciencias. “Eso nos va a permitir tomar medidas de control más adecuadas”.
Su colega Gabriel Parra-Henao, otra de las personas que lleva años dedicado a estudiar mosquitos que transmiten virus y parásitos a los humanos, tiene una anécdota similar. En agosto de 2024, mientras recorría el sur de Antioquia, por el lado del municipio de La Pintada, cerca al río Cauca, vio, mientras desayunaba con su equipo en una finca, que llegaban mosquitos del género Haemagogus al comedor.
“¿Bajo techo? Eso sí que me llamó la atención”, cuenta por teléfono este entomólogo del Centro de Investigación en Salud para el Trópico de la Universidad Cooperativa de Colombia, en el campus de Santa Marta.
A diferencia del Aedes aegypti, que aprovecha cualquier florero o balde con agua estancada para poner sus huevos, los mosquitos del género Haemagogus lo hacen en los árboles en espacios selváticos. También necesitan de agua para que sus crías nazcan y, por eso, buscan un hueco en un árbol, en un bambú, en una bromelia o en una heliconia, que les brinde las condiciones adecuadas. “En épocas de lluvia tienen más hábitats disponibles y alcanzan picos poblacionales”, explica María Eugenia Grillet, también profesora titular de la Universidad Central de Venezuela.
Después de que la hembra pone los huevos, nace una nueva generación, luego de 12 días, aproximadamente, aunque es un período que depende de la temperatura: si es más alta, el ciclo puede ser más corto, precisa Parra-Henao.
Otra de las razones por la que tanto los mosquitos del género Haemagogus como los del género Sabethes viven en la copa de los árboles, es porque es el mejor lugar que tienen las hembras para alimentarse. Como son hematófagas (se alimentan de sangre), es más fácil acceder a los primates que habitan las ramas, que hacer una travesía hasta el suelo para buscar mamíferos.
Por eso, añade Camila González, directora del Departamento de Ciencias Biológicas de la Universidad de los Andes, es que las muertes de primates son muy importantes para seguirle el rastro al virus. Son unos buenos “centinelas”, los llaman en epidemiología. Hasta el momento, en 2025, en Colombia se han registrado 28 epizootias, que es el término que usan en el argot médico para indicar cuando una enfermedad afecta a un número alto de animales de una misma especie (como los monos, en el caso de la fiebre amarilla). La última epizootia, dice Diana Pava, directora del INS, la informaron esta semana desde una vereda del municipio de Palermo, en Huila.
Sin embargo, de vez en cuando los mosquitos Haemagogus y Sabethes tienen un poco más de suerte. A veces, algún humano los atrae con su coctel de químicos desde el suelo y bajan balanceándose despacio (“son unos bichos preciosos, con esos colores metálicos y esas patas como con plumas”, insiste González). Usualmente, los hombres son los más infectados (el 80% en el caso de este brote, aproximadamente), pues transitan más por las zonas selváticas, mientras hacen actividades agrícolas o mineras. También cuando talan el bosque y, poco a poco, lo fragmentan.
En 2021, un equipo encabezado por Paula Ribeiro Prist, del Instituto de Biociencias, Universidad de São Paulo, quiso entender un poco mejor si esa conectividad que hay entre los bosques facilita o impide el desplazamiento del virus de la fiebre amarilla. Para hacerlo usaron datos de 30 municipios del estado de São Paulo, en el brote que hubo en Brasil entre 2016 y 2018. Sus resultados los publicaron en el Journal of Applied Ecology.
Sin ahondar mucho en los detalles, el grupo halló que los caminos adyacentes a las áreas forestales y los bordes de los bosques, es decir, esa zona de transición entre un bosque y otro tipo de hábitat, como un pastizal o un cultivo, facilitan el movimiento del virus. “Los bordes de los bosques tienen microclimas que aumentan la abundancia de Haemagogus sp., una vez que tienen temperaturas más altas y humedad más baja”, escribieron en un apartado, en el que recordaban que los vectores de la fiebre amarilla se encuentran en mayor abundancia en los hábitats de borde de bosque.
También sugerían que en esos caminos pueden aumentar los vientos, lo cual ayuda a la dispersión de los mosquitos. En su caso, observaron que, en promedio, el virus de la fiebre amarilla se dispersó a 1,42 kilómetros por día. El mayor movimiento fue de 6,9 kilómetros por día.
Lo otro que concluyeron es que la construcción de carreteras que atraviesan zonas forestales, “especialmente en áreas protegidas”, puede contribuir a la propagación de zoonosis, es decir, cuando una enfermedad puede ser transmitida de los animales a los humanos.
Estudiar mosquitos, una carrera contra el tiempo
A finales de 2023, un grupo de científicos publicó un artículo en la revista Current Biology con un título provocador: The earliest fossil mosquito (el “primer” fósil de mosquito). En él informaban haber hallado en el Líbano, en oriente medio, dos fósiles de mosquitos en ámbar, como sucedía en la película Jurassic Park. Eran machos de hace 160 millones de años que vivieron en un período que los paleontólogos conocen como Cretácico Inferior, donde también empezaban a aparecer mamíferos pequeños y nocturnos.
La particularidad de su hallazgo era que esos machos tenían mandíbulas propias de los mosquitos que se alimentan de sangre, algo impensable hoy, pues es una característica exclusiva de las hembras. “Pero se extinguieron y no sabemos por qué. Mantener a mosquitos macho hematófagos pudo ser demasiado costoso para la especie, en términos de energía y adaptación”, le dijo por esos días a Wired Andre Nel, coautor de la investigación e integrante del Museo Nacional de Historia Natural de la Universidad de la Soborna de París.
En todo caso, ese mecanismo con el que quedaron las hembras es, para el profesor Gabriel Parra-Henao, “es una máquina muy especializada que han desarrollado unos animales que han sido muy exitosos evolutivamente”.
Aunque es imperceptible para el ojo humano, cuando las hembras se posan sobre la piel, la penetran con una aguja muy afilada que busca un vaso sanguíneo. Al mismo tiempo, a través de otro “tubo” diminuto, inyecta saliva para que la sangre no se coagule y pueda alimentarse. Y es justo allí cuando transmite el virus, pues en su la glándula salivar es donde han logrado alojarse los virus. Al fin y al cabo, como escribían Judy Diamond, directora del proyecto World of viruses, y Charles Wood, director del Centro de Virología de Nebraska, en el prólogo del libro Un planeta de virus, del divulgador Carls Zimmer, “cada especie, desde los microbios diminutos hasta los grandes mamíferos, se ve influida por la acción de los virus”.
Pero no es tan sencillo saber si en la glándula salivar de los mosquitos de los géneros Haemagogus y Sabethes está alojado el virus de la fiebre amarilla. Tras atraparlos, empieza una carrera contra el tiempo, de máximo seis horas. En palabras de Susanne Ardila, del Instituto Nacional de Salud (INS), los entomólogos deben garantizar una cadena de frío que conserve el virus. Eso quiere decir, identificarlos tan pronto como sea posible bajo el lente de un estereoscopio y depositarlos en un espacio que esté a baja temperatura, detalla el profesor Víctor Olano. En algunos casos, los investigadores usan hielo seco; en otros, nitrógeno líquido, a -80° C. Cualquier error puede arruinar la tarea, pues el de la fiebre amarilla es un virus poco resistente a las condiciones del ambiente externo. “Lábil”, es el adjetivo que utilizan los especialistas.
Una vez tengan una buena muestra de ejemplares de la misma especie, unos diez, indica Ruth Castillo, del grupo de entomología del INS, hay que macerarlos para extraer el ARN, una tarea para la cual no todas las secretarías de Salud tienen ni capacidades ni recursos. Ella, como Susanne Ardila, esperan que en un par de semanas puedan haber culminado ese proceso y tengan certeza de qué especies están transmitiendo la fiebre amarilla. También, pronto, dicen, estarán listos los protocolos que están preparando para su captura y su análisis molecular.
Toda esa tarea de vigilancia de vectores sería más fácil si en las secretarías de Salud hubiese entomólogos que perduraran en el tiempo. Pero el profesor Olano, que desde que a principios de la década de 1990 impulsó la Red Nacional de Entomología Médica, como funcionario del INS,ha visto como aparece obstáculto tras obstáculo. La idea de que todos los departamentos contaran con especialistas entrenados en vigilar de vectores y así evitar brotes, siempre ha estado sujeta a la rotación de personal y al vaivén de los políticos.
Con él concuerdan las profesoras Camila González y María Eugenia Grillet, que tienen otra sospecha: los entomólogos médicos, ya no son tan usuales como antes. “Ahora los necesitamos porque son claves para investigar lo que sucede”, añade González. “En la medida en que entendamos el ciclo de transmisión, es posible proponer mejores intervenciones”.
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