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Hace dos años, Patricia Bermúdez de Jaramillo, mi mamá (Mom), fue diagnosticada con cáncer de seno etapa cuatro. Se sometió con mucha valentía a un doloroso tratamiento de quimioterapia, radioterapia y después a una mastectomía del seno izquierdo, proceso que duró casi un año y que la dejó sin energía, sin pelo y bastante magullada. Felizmente logró librarse del cáncer y con la valentía y euforia que la caracterizaban tomó las riendas de su vida. Durante más de un año disfrutamos de su alegría y energía.
Pero a principios de este año comenzó a quejarse de dolores en un brazo y las costillas. Inicialmente pensábamos que eran los estragos del fuerte tratamiento que había recibido meses atrás, o quizá los efectos secundarios de los fuertes remedios, cosas que le pueden suceder a cualquiera a los 76 años. Acudió a diferentes médicos tradicionales y alternativos en busca de alivio, probó marihuana medicinal, gotas y ungüentos de todo tipo, pero el dolor persistió.
Aprendió a convivir con el dolor. No cesaron sus anhelados viajes a Villa de Leyva. Se rodeó de sus hijos y nietos. Iba a cine, clases de yoga y cuidaba de sus orquídeas. Para mi cumpleaños número 57, el pasado abril, me hizo el mismo regalo que me ha había hecho durante muchos años y que siempre disfruté: un banquete de deliciosos platos típicos de Filipinas. Hacia finales de abril sus dolores se fueron intensificando y, para mediados de mayo, el deterioro de mi mamá era muy notable: estaba débil, su piel estaba más arrugada, respiraba con dificultad y su ánimo estaba en el piso. En mayo se hizo los exámenes rutinarios semianuales que su oncóloga, Sandra Franco, le mandaba de control. Para la lectura de sus resultados me pidió que la acompañara; también a mi hermana Laura y mi esposa, Ani. Recuerdo que pensé: “Debe ser porque ella sospecha que hay una noticia grave”.
Mi presentimiento fue acertado. Ese día soleado, la doctora Franco nos dijo que mamá estaba muy enferma, el cáncer se había esparcido a su pulmón izquierdo, hígado, varias vértebras, varias costillas y sus dos clavículas y había un pequeño tumor en su cerebro que “no le gustaba”. Lo que nos dijo después fue la razón por la que escribo esta historia: “Hay una nueva pastilla de la casa farmacéutica Pfizer. Se llama palbociclib y su uso ya fue aprobado en muchos otros países. Esta medicina controla el esparcimiento de las células cancerígenas en pacientes con metástasis de cáncer de mama, es decir, el cáncer debe tener los receptores hormonales activos. Frena el crecimiento de los tumores y los disminuye”. Maravillados, la escuchamos mientras nos contó cómo, aun cuando esta pastilla no cura el cáncer, sí ha permitido a miles y miles de mujeres en el mundo disfrutar de entre uno y hasta cinco años más de vida con calidad.
—Pero hay una condición y una consideración— remató.
—¿Cuáles son? —respondimos al unísono.
—Primero la condición: las pastillas sólo funcionarán si su cáncer es el producto de una metástasis que hizo el cáncer de seno original —allí nos dimos cuenta de que era probable que nunca hubiera desaparecido—. Si es un cáncer nuevo, esas pastillas no le servirán para nada.
Para determinar si mi mamá era apta, nos dijo que había que hacerle una biopsia en el hígado, pues era el lugar más conveniente. “Esa es la condición”, replicó. “Ahora les cuento la consideración”, continúo.
Nos contó que el palbociclib no se conseguía en Colombia, y si la biopsia demostraba que lo de mi mamá era un cáncer de seno metastásico, para conseguirla había que viajar a Perú o México. “En esos países está autorizada su venta, pero en Colombia no”, dijo la doctora Franco con una mezcla de indignación y vergüenza. Aclaró que la razón era que el Invima no la había autorizado aún.
“¿Por qué no la ha autorizado?”, salió mi siguiente pregunta como un disparo. Me dio una respuesta ambigua sobre costos y supuestos conflictos de intereses entre EPS y Gobierno. Pero en ese momento no estaba muy interesado en entender eso, tenía una sola meta: averiguar cómo conseguir las pastillas cuanto antes. A la siguiente semana la condición de mamá se deterioró progresivamente. Le dolía todo, caminaba y respiraba con dificultad. El viernes 9 de junio por fin llegaron los resultados de la biopsia. El cáncer de mi mamá en otras partes de su cuerpo era el producto de una metástasis del cáncer de seno. ¡Era tratable! Mis dos hermanas, Melissa y Laura, y yo lloramos de la felicidad.
“Podemos comenzar el tratamiento apenas consigan las pastillas”, dijo la doctora Franco. Todos nos pusimos a trabajar en tiempo récord. Un tío giró la plata a un socio suyo en Lima para comprarlas, éste le entregó la plata a un mensajero local para conseguirlas a través de un distribuidor de la farmacéutica Pfizer y luego llevarlas al aeropuerto de Lima para entregarlas al piloto. Las pastillas llegaron esa misma noche del viernes a las 9:30 de la noche. El aspecto de la pastilla pablociclib es como el de cualquier cápsula: redondita y de color café oscuro. Como nos había costado una fortuna (US$4.600), las miraba como si fueran 21 diamanticos en el tarrito de plástico.
La doctora Franco nos dijo que le diéramos a mamá su primera pastilla al día siguiente, es decir, el sábado a las 11 a.m., y así cada 24 horas durante 21 días. Luego, siete días serían de descanso. El tratamiento comenzaría a tener efecto a partir de la segunda o tercera semana. Mamá tomó la pastilla durante cuatro días, pero el agresivo cáncer no daba tregua. Pareciera que su meta era vencerla como fuera. El miércoles 14 de junio amaneció muy deteriorada, tenía agua en los pulmones y su hígado le estaba fallando. Se había puesto muy amarilla, tenía llagas en la boca y se le dificultaba tremendamente pasar la comida. Estaba postrada en su cama cuando a las 11 a.m. en punto mi hermana Laura le pidió que abriera la boca para darle su quinta pastilla. Pero mi mamá se negó a recibirla.
—¿Ya para qué? —preguntó en voz muy bajita.
—¡Para que pueda vivir más tiempo! —le respondieron mis hermanas.
—No quiero sufrir más —suspiro mamá. Su voz era débil, pero tenía convicción. La enfermedad había avanzado más rápido que la fuerza salvadora del remedio. Era demasiado tarde.
Hubo silencio. Eran días de confusión y emociones incomprensibles y discrepancias entre mis hermanos y yo, pero si en algo estábamos de acuerdo con su esposo, Eugenio, era que la decisión consciente de mamá respecto a su enfermedad debía ser respetada. Así la cosas, se guardó la pastilla palbociclib junto a las otras 18 que quedaban en la botellita —la botellita por la que movimos cielo y tierra para conseguirla en Lima, la botellita que nos llenó de ilusión—. El día siguiente, jueves 15 de julio, alcancé a escucharle decir: “Regala las pastillas a alguien a quien le sirvan”. La condición de mi mamá se deterioró con una velocidad impresionante en los días siguientes. El domingo 18 de junio, a la 1 de la tarde, cinco días después de tomar su última pastilla de palbociclib, mi mamá descansó en paz, rodeada de todos sus hijos, esposo, nietos, rodeada de amor, su Buda, sus orquídeas. En su mesa de noche quedaron las pastillas. Dos semanas después de atravesar por todos los eventos, ceremonias, trámites, diligencias y emociones que caracterizan la etapa posterior a un deceso nos dimos cuenta de que las pastillas podrían ser muy útiles para otra mujer. A través de la doctora Franco pudimos identificar a una paciente. Se trata de una mujer de 56 años con cáncer de seno metastásico. Ella tiene dos hijos, de 26 y 24 años. Se llama Johana.
El pasado 30 de junio fui a su casa para llevarle las pastillas que mi mamá dejó. Al entregárselas le repetí lo que mi mamá me dijo antes de su último viaje: “Entrégalas a alguien a quien le sirvan”. Le dije que yo estaba allí como mensajero, el mensajero de mi mamá.
La mujer me recibió las pastillas con lágrimas en los ojos. Por varios minutos se quedó sin habla. Su hijo y su esposo aparecieron y me dieron dos abrazos como pocos que he sentido en mi vida. La conexión fue trascendental. Antes de despedirme de ellos, le entregué a Johana una de las orquídeas que mi mamá tanto amaba. La recibió como si hubiera sido un bebé. Inmediatamente dijo que necesitaba un poco más de agua. Al despedirme de ella en su puerta, abrazó la cajita de las pastillas y la puso sobre su corazón. “Eso es lo más importante”, hubiera dicho mi mamá. “Escribir un artículo sobre la dificultad para conseguir las pastillas también es importante”, habría señalado, como dijo tantas veces sobre otros temas. “Ojalá con el fin de lograr que el Invima las apruebe en Colombia y así miles de mujeres con cáncer puedan pasar más años con sus seres queridos”.
Una semana después de recibirlas, Johana comenzó a tomar las pastillas y aspira a vivir unos años más. Me dijo que quería conocer “aunque sea un nieto”. Hace unos días me llamó para decirme que de la orquídea de mi mamá salió una nueva y bella flor. Ella le dio un nombre: Patricia.