Aída Avella: el miedo de antes es la fortaleza de hoy

Luego de 17 años de estar en el exilio en Suiza, Aída Avella regresó a Colombia con la misma convicción con la que comenzó a hacer política: trabajar para que cesen las inequidades del país.

Natalia Tamayo Gaviria - @nataliatg13
25 de marzo de 2019 - 02:00 a. m.
Aída Avella fue una de las cuatro mujeres que integraron la Asamblea Nacional Constituyente de 1991. / Óscar Pérez - El Espectador
Aída Avella fue una de las cuatro mujeres que integraron la Asamblea Nacional Constituyente de 1991. / Óscar Pérez - El Espectador

Un momento de complicidad sucedía todos los días en la casa de los Avella Esquivel en Sogamoso, Boyacá. Efraín Avella, el abuelo, el alcalde del pueblo, el liberal, el lector de Vargas Vila, el feminista en una época en la que los hombres se resistían a darles protagonismo a las mujeres, puntual y diligentemente, aguardaba por la llegada de su nieta, Aída, luego de su jornada escolar en La Presentación.

La esperaba para extender las lecciones del colegio, para que el aprendizaje se convirtiera en una constante, para que fuera, más que una alumna destacada, una persona preparada. Sentado junto a una ventana, Aída lo complacía respondiendo quién era el ministro de Obras Públicas o el de Educación, o le leía en voz alta las columnas de Calibán y Klim en El Tiempo, o le declamaba el poema La princesa está triste, de Rubén Darío. La escuchaba con la certeza de que su vida estaría guiada por la terquedad de una mujer inteligente.

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De los libros y la poesía, de las conversaciones y los consejos de su abuelo, Aída Avella recuerda con comas y puntos una frase que entendió tiempo después: “Si no hay independencia económica, no hay ninguna independencia y no hay libertad. Y las mujeres deben de ser libres”. Esa insinuación, más la promesa de que le pagaría sus estudios universitarios para que sus aspiraciones fueran más allá de conformar un hogar, moldearon la premisa de que cualquier logro estaría firmado por su nombre, por su huella, por sus enseñanzas.

Su primer desarraigo fue su llegada a Bogotá para cumplir el deseo de su abuelo: estudiar. “Tenía una dimensión de que, si se educaba a las mujeres, se educaba una familia, mientras que si se educaba a un hombre, se educaba a un individuo”. Aída empezó pedagogía y administración pública en la Universidad Nacional, pero al año sintió que con eso no alcanzaba con mayor profundidad fenómenos de la cotidianidad. Por eso complementó su saber con psicología. “Me faltó el título, terminé las dos carreras. Ya estaba trabajando y muy comprometida con los sindicatos”, dice con un tono fuerte, la prueba de que aún no hay arrepentimientos. 

Antes de dedicarse a la vida pública, de ejercer la política y hacerse un nombre en los sindicatos, en la Unión Patriótica y en el país entero, trabajar en el magisterio en Falan, Tolima, y en los jardines del cordón de miseria de Bogotá fue el detonante que la obligó a entender que Colombia era compleja, contradictoria y repulsiva a una transformación profunda, que la Colombia que conoció en Sogamoso o en la Universidad Nacional era un oasis ante la penuria. Escenas como una cueva que hacía las veces de hogar para un niño y su familia, arriba del barrio Egipto en la capital, o un campesino tolimense agobiado que terminó monte adentro con sus hijas por no tener con qué pagar las deudas de la tierra, y ver a los esquizofrénicos amarrados en los portones de las casas por la creencia de que el diablo se iría de sus cuerpos por pura inercia, la llevaron a tener una clarividencia sobre lo cruda que es la realidad.

“Llegué a la conclusión de que todos estos problemas tenían como base el tema económico, ya sea para sostener a una familia o para adquirir servicios de salud dignos. Podía dar mi salario, pero no era suficiente. Además, tenía que sostener a mi familia. Y ahí, luego de esas experiencias, es cuando me decido a participar en la política”.

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La historia a partir de aquí es la que se encuentra en recortes de periódico o en páginas de internet. La Aída incansable, la que reactivó más de 50 sindicatos a lo largo del país. Su modestia y mesura reducen la grandilocuencia de ese pedazo del relato. “En nuestros viajes de trabajo con Planeación, después de las 5:00 de la tarde, nos dedicábamos a hablar con los trabajadores, a conocer sus problemas. Y así fundamos las seccionales que no existían en las regiones. Eso pesó mucho en el paro de 1977”, dice, refiriéndose a aquella jornada en Bogotá en la que los trabajadores, por defender sus derechos, padecieron la represión estatal, que dejó 19 personas muertas, más de 300 heridas y un número tan grande de detenidos que fue necesaria la Plaza de Toros de Santamaría para aglomerarlos.

“Esta fue una época bellísima del movimiento sindical. En 1985 se fundó la Unión Patriótica (UP) y en 1986 la Central Unitaria de Trabajadores (CUT). Era un momento de mucha unidad”. Su protagonismo en este trasegar de la historia la reconoció como una de las representantes del naciente partido para la Asamblea Nacional Constituyente en 1991 y más adelante como concejal de Bogotá. “Iba de segunda en la Lista por la Vida para la Asamblea. Hablo de 27 años atrás y todavía hoy estamos peleando por lo mismo, porque existen los mismos problemas desde la creación de la UP, incluso hay unos que se han acrecentado”, asegura una mujer que a lo largo de su existencia ha tratado de ser una portavoz de las personas que viven en los rincones más alejados, de esa Colombia que se resiste al cambio. 

Y por eso comenzaron las amenazas, porque ella no callaba como el campesino o el trabajador, porque fue valiente en una época en la que no amenazaban por asustar, intimidaban para advertir que iban a matar. Doblar los resultados en su segundo período en el Concejo y su presidencia en esta corporación, a su juicio, fueron las razones por las que el 7 de mayo de 1996, en plena autopista Norte de Bogotá, le dispararan con una bazuca. “Eso no me lo perdonarán nunca, creo que es una de las causas por las que me hacen el atentado, porque les dolió que alguien de la izquierda contara con el apoyo del pueblo”. Sin entrar en muchos detalles del miedo, de la angustia por el bienestar de sus hijos, en dos días organizó su salida del país. Tomó un avión rumbo a Ginebra, Suiza, la ciudad de exilio, su segundo desarraigo, el lugar donde añoró a su Colombia maltrecha y acabada por los mismos de siempre.

“No volví sino después de 17 años, seis meses y cuatro días. Pensé que nunca más regresaría cuando reelegieron al doctor Álvaro Uribe”. Sin embargo, el proceso de paz y el reconocimiento de la personería jurídica de la Unión Patriótica, en 2013, la animaron a retornar con la idea de quedarse una semana. Encontrar un partido rejuvenecido y con el mismo deseo de trastocar a Colombia como hace 34 años, pese a que voces como la de Bernardo Ossa Jaramillo y Jaime Pardo Leal fueron calladas tras la operación conocida como “El Baile Rojo”, la hicieron entender que su lugar era aquí. 

“Yo hago parte de esta locura”, fue su respuesta a sus hijos y nietos cuando les compartió la noticia. Colombia no ha cambiado y esa es la razón por la cual el cansancio que implica su trabajo en el Senado y la distancia con su familia no la dejan desfallecer en su rebeldía de transformar un país, para que sus nietos, algún día, puedan conocer sin miedo ni sesgos hacia sus raíces. Por eso seguirá luchando, porque el miedo de antes es la fortaleza del ahora. 

Por Natalia Tamayo Gaviria - @nataliatg13

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