El ritmo del viajero, más allá de medirse por la cantidad de sellos en el pasaporte o la velocidad de su caminar, se puede definir por la capacidad y determinación para aprender y escuchar todas las versiones de sí mismo que se construyen, y deconstruyen, con las nuevas experiencias.
Y es que desde antaño el ser humano ha viajado y se ha desprendido de sus raíces para encontrar nuevas rutas y ritmos de vida. Por lo que me atrevo a afirmar que viajamos —de manera consciente, y otros no tanto— más para conquistar estados mentales desconocidos dentro de nosotros mismos que se desbordan con cada lugar que visitamos.
Y cuando caminamos, nadamos y respiramos en aquellos destinos que enmudecen el habla, a veces, sin saber cuánto tiempo ha transcurrido, cada paso, brazada y exhalación permite dejar atrás los límites de lo excesivo que caracteriza a la cotidianidad de una ciudad ruidosa y malhumorada, o una rutina plana y con el ritmo estancado. Porque viajar es, de alguna forma, un camino agradable e inteligente para desprenderse, encontrarse y volver a ser.
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Así, cada destino puede convertirse en la chispa que aviva el fuego de la curiosidad, de la capacidad de sorpresa y del autoconocimiento. Y al conectar con la magia de los lugares, sin importar sus características, el ritmo del viajero se entrelaza tanto que esas sensaciones pueden ser difíciles de explicar con palabras. Como el Amazonas: inefable.
La selva que respira, canta y abriga
La selva amazónica es un espacio donde la vida toma un ritmo más lento y agradable que se entrelaza con el misticismo, la calidez y la sabiduría ancestral de quienes se identifican como “los hijos del río, la coca y el tabaco”: habitantes de estas tierras que han aprendido a vivir en armonía con la naturaleza, y que con su parsimonia al andar y su sabiduría al hablar y recitar historias atávicas transmiten el arte y los principios del buen vivir.
Conocer a estas personas fue la recompensa de al menos 15 viajeros que, por medio del poder del pensamiento, la palabra y la acción, nos adentramos al pulmón del mundo en una caminata en donde, después de un rato, los minutos y horas ya no contaban, pues en ese momento no había más que selva que se extendía alrededor de todo.
Agua, mambe —mezcla triturada de hoja de coca y yarumo—, tabaco (para no perderse) y el repelente contra mosquitos se sumaron a las indicaciones de los guías locales: “No corran, no griten nombres personales y, si se pierden, golpeen la raíz de los árboles dos veces”, para comenzar el recorrido que por más de tres horas nos introdujo en la selva donde las copas de los árboles, abrazadas unas a otras en una maraña de ramas y hojas, forman un techo impenetrable que roba al suelo el abrazo del sol.
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Al llegar y cruzar el árbol caído que sobre el cauce del río hace más las veces de puente natural, y aún en medio de la bóveda vegetal, se abre paso un campo abierto en donde la maloca de la comunidad Bora Muinane aguarda con pirarucú guisado, casabe, tucupí —salsa hecha con caña brava— y aguapanela fría a sus invitados.
Relatos orales que responden a preguntas milenarias, cantos y bailes para festejar la vida y el natalicio, así como lugares y estructuras sagradas que conectan la mente, el cuerpo y el espíritu, son elementos esenciales para esta comunidad que, sumada a otras 25, conforman los grupos indígenas nativos del Amazonas.
Así como la tradición oral, la maloca, la chagra —espacio de cultivo liderado por las mujeres—, el agua y la selva tienen una relevancia importante para los muinanes. En palabras del abuelo mayor Gori, “a la selva no hay que tenerle miedo, pero sí hay que tenerlo respeto. Ella tiene mucha información para sanarnos, como también la tiene para confundirnos. En la selva hay muchas voces y tú puedes entender muchas cosas”.
Y esta sanación de la que hablaba el abuelo en la selva puede ejemplificarse por medio de retos que nos hacen superar miedos, olvidar malos ratos y fortalecer el cuerpo y la mente. Es por esto por lo que después de una noche en la maloca muinane, la procesión siguió hasta un punto en donde las estructuras de madera se camuflan entre grandes árboles, y el pasar sereno del río agrega un plano sonoro y visual que invita a la contemplación y al disfrute de un refrescante y merecido baño natural.
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Árboles espinosos, de sangre roja, algunos que caminan y otros de más de 20 metros de altura se pueden encontrar en este ecosistema. Pero en la Reserva Natural Geko, estos gigantes de piel rugosa sirven de andamios para realizar el circuito de alturas en la selva: escalada, puentes, canopy y rapel son actividades que suman al pulmón del mundo una dosis extra de adrenalina y superación.
La reserva donde los lagartos no cazan
De vuelta en Leticia, y ya embarcados en dos canoas largas de madera, la selva se parte en dos ante la majestad del río Amazonas, pero parece que ella no sufre la separación, pues de un lado y otro la vida florece con un desorden perfecto. Por su parte, la arteria de Suramérica que se extiende por más de 7.000 kilómetros y atraviesa ocho países, sirve como autopista que rompe fronteras invisibles y conduce hasta la zona amazónica peruana.
En época de verano la selva inundable se vuelve caminable, y en medio de la penumbra verde y densa los caminos serpenteantes de lodo se dejan ver y conducen hasta Chinerías, una comunidad que está en la ruta que conecta a la Reserva Natural San Roque.
La humedad y la lluvia hacían que el aire flotara pesado, pero al terminar la caminata y ya navegando en canoas por los estrechos cauces de la selva inundada, el recorrido se pintó con un ambiente de solemnidad y aparente quietud que solo era perturbado por el sorpresivo cantar de un ave, el tímido baile de los árboles con el son del viento o el fuerte rugido del motor cuando la canoa se negaba a continuar su andar.
Ya en la reserva, un cocodrilo mañoso al que apodan Colorado aguarda el llamado de su cuidador para recibir su ración diaria de alimento. Junto a él, otra cantidad de lagartos, delfines, monos, jaguares, guacamayas y más animales viven en armonía con las comunidades, que han aprendido que la conservación y el turismo local y comunitario son algunos de los medios para preservar sus ecosistemas, tradiciones y riqueza natural.
Porque la selva, con su inmensidad, sus enseñanzas y su aparente silencio, invita a hablar y actuar con sabiduría, caminar con respeto y escuchar con humildad. Y así, en este espacio donde la vida late al ritmo de afluentes y verde por montones, el viajero aprende que la verdadera transformación ocurre al entender que somos parte de un todo.
“La naturaleza es la representación de nosotros. Nosotros somos agua, tierra, aire y fuego. Las formas de vida y la selva se comportan de la misma manera que lo hacemos nosotros. Somos uno”, afirmó Edinho Bautista Flórez, guía turístico en el Amazonas.
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