Amaneciendo en la plaza principal de Aracataca, después de un concierto de lujo en el marco de la primera edición del Festival Macondo, he decidido tomar fotos. Le pedí al maestro en el cielo que me entregara un poco de su poder para cazar las mejores imágenes y presiento que funcionó. Esperé que el sol hiciera su curso y disparé cuando lo veía oportuno, cuando sentía una voz a lo lejos diciéndome “obture”. Pasaron alrededor de dos horas largas; llamé a mi amigo Tony y le conté la desgracia de haber amanecido por fuera, porque donde pernoctaba, un ángel guardián de la puerta se durmió.
Tony me indicó cómo llegar a su casa; necesitaba recoger una cámara de video para seguir grabando parte de la investigación que me llevó allí. Muerto de sueño, de cansancio, con el sol ardiendo en mi espalda, rogándole al camino que apareciera un baño y una ducha urgente, además de incrementarse mi fotosensibilidad, pero irónicamente me sentía feliz de estar caminando debajo del sol macondiano.
Llegué donde Tony. Me abrió y notó de inmediato mi cara de arruinado. Me aconsejó que con un “duchazo” y cinco expresos de café cataquero quedaba listo para despedir al Festival de Macondo en Macondo.
Mientras Tony se alistaba, yo recuperé fuerzas cuarenta minutos en un sofá. Cuando terminó, salimos directamente a despertar al ángel guardián para que abriera la puerta. Tal cual sucedió: entré a casa del ángel donde tenía mi ropa, me bañé y salimos al último día de festival. Vivimos conversatorios, charlas, cine documental, entre otras actividades, y mientras tanto yo, a punto de quedarme dormido, pero lo curioso es que no me resistía, solo me concentraba en la palabra de quien la llevase.
Terminó el conversatorio de Teresita Goyeneche y de Cristina Bendek, moderado por Ibeth Noriega, que, por cierto, fue muy preciso en el análisis femenino al que nos invitaron; siempre será oportuno seguir reconociendo el lastre de la mujer, incluso en nuestra historia literaria. El caso es que me despedí de Tancredi, otro italiano que desembocó en Macondo. Voy saliendo y me cruzo con Guille, amigo y conductor del maestro Leo Matiz, con el cual pactaríamos una cita al día siguiente para conversar a orillas del río Aracataca sobre su amistad con el maestro del lente. Terminé de conversar con Guille y fui al hotel del lado, “En casa de Alberto” se llamaba. Llegué a recoger un elemento perdido cuyo rescate me encomendaron.
Allí presencié por primera vez llover en Macondo; ¡sí! Tal cual, como el monólogo de “Isabel viendo llover en Macondo” de Gabo. Bueno, la verdad, no tan trágica porque duró un par de horas, pero sí hubo un aguacero que inundó las calles, volviéndose imposible salir de este lugar.
Esto me llevó a sentarme en la misma mesa donde estaba una señora muy elegante que había visto en todo el festival, pero que aún no conocía. No tuvimos más opción que sentarnos a platicar, a conocernos, pues me he llevado la sorpresa de escuchar a la madre del cineasta Andrés Sandoval, otro atrapado por la historia de uno de los diez mejores fotógrafos del siglo XX, ese mismo que me tenía en Macondo, observando el caer de la lluvia, escuchando una historia fuerte y conmovedora desde la voz de Grace Puente, encargada por voluntad propia de conmemorar el trabajo realizado en vida de su hijo, el documental “El Ojo de Macondo”.
Cesó la lluvia, Macondo, con sus calles ya frescas para caminarlas, y decidimos con “la señora Grace”, como comencé a nombrarla, salir en busca de dos almuerzos, los cuales serían el sello inicial de una bella amistad.
Cuando caminábamos al restaurante, nos encontramos con Ana Cristina y la “Seño cachetosa”, así que nos cuadramos en una esquina las tres mujeres y yo. De repente tocamos el tema del tremendo aguacero que nos había hecho pasar horas de quietud, y Ana Cristina nos cuenta que había escuchado rumores de que el aguacero ya estaba programado por los hermanos mayores en la Sierra, sino que estaban esperando a que culminara el festival. De ese aguacero, se inundó Santa Marta y sus barrios con infinidad de problemas que no vienen a esta nota.
Me causa intriga la comunicación tan certera y genuina que mantienen los hermanos arhuacos, la Sierra y lo que los compone con la Madre Tierra. Es impresionante que hasta lo puedo sentir, y es por esto que he llegado a la conclusión: definitivamente sí es un realismo mágico que no puedo explicar, pero en la sensación que me invade escribiendo este texto en Bogotá, solo pienso que fue un sueño que puedo vivir a más de 800 kilómetros al norte, donde hoy vuelan más mototaxis que mariposas amarillas.
*Actor e investigador escénico.
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