“El Tomate" que abrió la senda de la victoria en la Vuelta

Antonio Agudelo fue el primer colombiano en ganar una etapa en la ronda ibérica. Luego de una carrera efímera como ciclista, hoy vive en Toronto, Canadá.

Camilo Amaya
26 de agosto de 2019 - 08:00 p. m.
Antonio Agudelo también ganó la Vuelta a Costa Rica, la Vuelta a República Dominicana y la octava etapa del Tour de L’Avenitr en 1985. / Archivo
Antonio Agudelo también ganó la Vuelta a Costa Rica, la Vuelta a República Dominicana y la octava etapa del Tour de L’Avenitr en 1985. / Archivo
Foto: ARCHIVO EL ESPECTADOR

En 1989, el ciclismo lo dejó, pues él no tuvo opción de dejar al ciclismo. Antonio Agudelo tenía 30 años y la confianza para seguir pedaleando mucho más. Su autoridad sobre la bicicleta no destruyó el anhelo; sus meniscos sí. En ese entonces corría para el equipo Teka de España, el patrocinio ya no era el mismo y las lesiones lo hacían un pedalista reemplazable. Buscó apoyo y otra escuadra, pero la esperanza de continuar fue vana. Decepcionado, cansado de la profesión y con la bronca de haber entregado su juventud, no quiso saber más de carreras o de ciclistas. Mucho menos de la bicicleta.

Con el dinero que dejó el sacrificio de tantas temporadas en Europa montó una taberna en el parque principal de Envigado. Intentó sacar lo mejor de él en algo que no sabía hacer, por su familia, por los tres hijos que había que mantener. Sin embargo, se cansó de los borrachos, de las madrugadas en las que muchos perdían los estribos al frente de su local, y de cobrar. Todo lo anterior fue un detonante para decir no más. Además, un día lo llamó un hombre, le dijo que sabía todo sobre él y que si quería cuidar a su gente debía pagar una mensualidad para que la taberna siguiera funcionando. En otras palabras: una vacuna. La vida le dio motivos para estar alerta, pero ninguno para estar asustado. Aun así prefirió ser prudente. “Es mejor no hablar de ese tema”.

Actuó rápido, vendió el negocio y tan pronto pudo tomó un avión rumbo a Canadá. No sabía nada de Toronto, mucho menos de hablar inglés. Apenas balbuceaba las pocas palabras que había aprendido en el pelotón mientras rodaba con ciclistas británicos y estadounidenses. Nunca fue amante de la lentitud, siempre fue rápido para tomar decisiones. Un temerario y aventurero que siguió el anhelo de un corazón sin miedo y se fue de Colombia sin remordimiento.

Llegó a la casa de Alberto Moreno, un conocido con el que vivió ocho días antes de rentar una pieza. En menos de dos semanas consiguió el primer trabajo: ayudante de mesero. Su misión era recoger los platos que dejaban en las mesas y llevarlos a la cocina mientras el mesero, que sí hablaba inglés, tomaba los pedidos de la gente. “Al principio me sentí mal porque cuando era ciclista yo era el que cenaba en restaurantes”. Tuvo que tragarse el orgullo, pues el mal presente ameritaba toda su atención.

Después de un tiempo empezó a laborar en una fábrica de muebles que exportaba toda su producción a Europa. Allí le dijeron que en el sector de la construcción el pago era mejor y que podía aprender una especialidad y así ganar más dinero. Empezó como un obrero raso, de esos que levantan y mueven ladrillos, que mezclan el cemento y que obedecen sin refutar. Mediado por la cabeza, y no por las vísceras, como cuando era ciclista, entendió que no podía quedarse ahí, que tenía responsabilidades que lo seguían como su sombra, y se propuso aprender un arte. Se volvió un experto en la división de los espacios interiores de una obra. Sumó el total de construcciones necesarias para afiliarse al sindicato, se preparó empíricamente, tomó varios exámenes, recibió un carnet y entró en una larga lista de contratistas.

En la iglesia a la que asistía los domingos se regó el rumor de que Antonio Agudelo también era bueno para la fotografía y que tenía una cámara traída de Europa. Una pareja de mexicanos fueron sus primeros clientes. “Les gustó mucho mi trabajo y con el voz a voz fueron llegando más eventos”. Creó su propia empresa y personalizó el servicio con el eslogan “Los momentos especiales de su vida los convertirnos en preciosos recuerdos”. Se dedicó a la construcción entre semana y los sábados y domingos hizo las veces de fotógrafo. Hoy en día está trabajando en un colegio para la Universidad de Toronto. Lleva un año en ese proyecto y le hace falta medio más. Todavía no habla inglés a la perfección, pero se hace entender y, lo más importante, entiende a los demás. “Lo que sé, lo sé de lo que iba escuchando en la calle. Y así me he defendido todos estos años”.

Volvió a montar en bicicleta. Cuando el clima lo permite, sale en las tardes y rueda una o dos horas, dependiendo del ánimo. La pasión por el ciclismo no murió. De hecho, es comentarista en un programa en una emisora latina, Radio Voces Latinas. Lo invitan cada vez que hay un Giro de Italia, un Tour de Francia o una Vuelta a España, para que hable de los colombianos, de sus experiencias, y para que dé un pronóstico. Arregló los negocios del alma y le dio otra oportunidad a un deporte que no se la dio a él.

En menos de un mes será abuelo. Su hijo Jonathan, que vive en Medellín, espera su primogénito. No viene a Colombia desde hace 14 años, pues tuvo problemas con la documentación. Espera hacerlo en 2018, para conocer a su nieto y para regresar a Donmatías, su pueblo. Volverá por el apego a sus raíces, para recordar épocas mejores y para encontrarse a sí mismo.

Aquel 30 de abril de 1985

Séptima etapa de la Vuelta a España entre Cangas de Onís y Alto Campoo. Primer año que un equipo colombiano, el Café de Colombia-Varta, participaba en una carrera profesional. El líder de la escuadra era Fabio Parra, pero también estaban Luis Herrera, Alfonso Flórez, Rogelio Arango, Martín Ramírez, Pablo Wilches, Carlos Mario Jaramillo y Samuel Cabrera. Ese día, de mucha montaña, Robert Millar armó la fuga junto a Peio Ruiz Cabestany, Samuel Cabrera, Francisco Rodríguez y Sean Kelly.

Agudelo aprovechó la penúltima cuesta, se escapó del lote principal en el que rodaban Pedro Perico Delgado, líder en ese momento, y tomó al pequeño grupo antes del último ascenso. Con el trajín de 190 kilómetros similares a un electrocardiograma y sin presión de nada, el Tomate se puso a rueda de Millar. Y cuando el escocés se sintió fuerte e intentó embalar para quedarse con la victoria, el antioqueño no sólo lo igualó, sino que, como un motor en marcha, lo sobrepasó en los últimos metros y cruzó primero la meta.

“Yo había visto que los ganadores levantaban las manos, pero fue tanto el esfuerzo que hice, la presión de tener a Millar al lado, que se me olvidó por completo”. “Tomate para todo el mundo”, tituló El Espectador tras la hazaña lograda por el ciclista de 26 años, el primero en ganar una etapa en la Vuelta a España.

Al otro día vio su rostro de sufrimiento en las portadas de los principales diarios de España. “Todos querían entrevistarme, todas las cámaras me seguían buscando. Así terminó mi aventura”. Fue su mejor año como profesional. En el Tour de Francia, cuando era el colombiano mejor ubicado, llegó la etapa de pavé, el terreno que nadie conocía, y sufrió una caída. Se retiró a regañadientes.

Aunque tuvo varios triunfos de trascendencia (ganó una etapa del Tour de L’Avenir ese año y las vueltas a Costa Rica y República Dominicana), haber cruzado primero por debajo de la pancarta que decía Caja Postal, ese 30 de abril de 1985, inmortalizó su nombre en un deporte que sólo le dejó buenos recuerdos y grandes amistades.

¿Por qué el “Tomate”?

El responsable de ese apodo fue el argentino Julio Arrastía Bricca. En una Vuelta a la Juventud, en una etapa que termina en Pitalito (Huila), Antonio Agudelo iba escapado, y cuando estaba cerca de cruzar la meta, un perro se le atravesó y terminó contra el asfalto. “Yo soy de un pueblo frío, entonces con el calor me ponía rojo. Y a eso súmele la rabia de haber perdido tan cerca de la llegada”.

Cuando Arrastía pasó en la móvil de RCN y vio a Agudelo en el piso refunfuñando, soltó una frase de la que saldría el apodo con el que quedó marcado para siempre. “Che, mirá a este pibe. Parece un tomate de la rabia”. Antonio lo miró con desdén, con fastidio, sin saber que ese bautizo lo acompañaría por el resto de su carrera. Hoy, tras recordar esa anécdota, Agudelo le saca provecho a su sobrenombre. Su empresa de fotografía se llama Tomate Fotos, una estrategia publicitaria que unifica su pasado y su presente con el fin de seguir dando resultado en el futuro.

Nota publicada en agosto de 2017

Por Camilo Amaya

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