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Así enloqueció Eva Perón a los hombres más poderosos

Publicamos un fragmento de "Eva Perón. Una biografía política", obra del prestigioso investigador italiano Loris Zanatta, especialista en historia de América latina y en peronismo, sobre la guerra de poder desatada entre políticos, militares y religiosos y tras la muerte de la líder.

Loris Zanatta * / Especial para El Espectador
07 de mayo de 2019 - 11:00 p. m.
La obra de Loris Zanatta fue publicada en español en 2012 bajo el sello editorial Sudamericana.
La obra de Loris Zanatta fue publicada en español en 2012 bajo el sello editorial Sudamericana.
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Eva Perón murió el 26 de julio de 1952. Era una noche de invierno, fría y lluviosa. No fue la suya una muerte imprevista, sino el trágico y esperado epílogo de una enfermedad que venía afectándola desde tiempo atrás. Fue sin embargo una muerte dolorosa y espectacular como pocas en la historia, porque Eva tenía apenas 33 años y estaba en la cima de su poder y su gloria; porque en las fábricas y en los barrios populares la adoraban; porque hacía tiempo el gobierno peronista empleaba todos sus recursos en hacer de aquello un acontecimiento histórico.

Lo que al morir Eva se vio a lo largo de días y días, en Buenos Aires y en todos los rincones de la Argentina, ha sido contado miles de veces en detalle. Y no sólo se lo ha contado sino también interpretado, a veces como uno de los momentos más conmovedores, otras como uno de los episodios más kitsch de que se guarde memoria: dos lecturas plausibles al fin y al cabo, que no necesariamente se excluyen. Pero lo que aquí importa recordar, para comenzar la historia política de Eva por su final pero poniendo las bases necesarias para seguir el hilo conductor que la atraviesa, no son las infinitas colas de gente esperando bajo la lluvia para ver sus restos, ni los desmayos o las crisis místicas que su muerte provocó, ni la interminable seguidilla de homenajes y celebraciones de que fue objeto por espacio de días, semanas y meses; ni, por fin, el profundo alivio experimentado por tantos que se sintieron liberados de una presencia que había llegado a pesar como una capa de plomo sobre la vida de todos los días. No; lo que en todo caso me interesa es hacer salir a la superficie algunos de los muchos juicios significativos que su figura indujo entre sus contemporáneos, cuando menos entre aquellos que por motivos políticos o profesionales se sintieron en la obligación de emitir tales juicios. Me interesan también las actitudes asumidas ante su muerte por los distintos elementos componentes de la sociedad argentina y del propio régimen peronista. Me interesa, por fin, el clima que la muerte de Evita generó en el país. (Le puede interesar: Peronismo evoca a la "defensora de los humildes").

***

Los balances y las evaluaciones de los diplomáticos reflejaban los interrogantes que en cierto modo, y hacía ya tiempo, todos se formulaban en la Argentina, tanto en las filas del gobierno y del peronismo como en las de la oposición y en la opinión pública en general. En cambio, de las consecuencias de la muerte de Eva se preocupaba (y cómo…) el general Franklin Lucero, ministro de Ejército, jaqueado entre la fidelidad al gobierno y el humor hostil hacia la Primera Dama que predominaba en los cuarteles. Habiendo muerto Evita, explicaba al embajador del Perú, “había que estar alerta ante sucesos imprevistos”, es decir, frente a las eventuales reacciones de los trabajadores tras la pérdida de quien había sido su adalid, y cuya “prédica social había creado en ellos un estado de conciencia muy cercano al fanatismo”.

Ese contexto de conflictos intestinos sobre el futuro del peronismo, y de temores por la reacción de los trabajadores ante la muerte de Eva, que hasta entonces había sido quien garantizaba la preservación del poder sindical en el universo peronista, es justamente el que es preciso comprender para captar el significado de la gran misa de campaña que la CGT quiso realizar el 20 de julio de 1952. Convendrá recordar que la CGT estaba abiertamente sospechada de “infiltración comunista”, una acusación que corría un poco por todas partes: en las iglesias, en los cuarteles pero también en el partido gobernante, donde era sostenida por muchos. Precisamente por eso fue tan importante lo que allí dijeron e hicieron, bajo la intensa lluvia, dos de los hombres que más de cerca habían velado por el peronismo desde sus mismos orígenes, y secundado a Eva en cada una de las etapas de su portentosa carrera: Hernán Benítez y Virgilio Filippo, ambos sacerdotes.

Porque, en efecto, en esa emotiva y originalísima ceremonia donde la central sindical más poderosa de América latina iba a reunirse al pie del altar para rendir su homenaje a una joven mujer ya moribunda, los dos prelados, uno oficiando la misa y el otro explicando su sentido a la multitud, llevaron a cabo una nítida acción política.Consistió esa acción en reivindicar, frente al futuro incierto que ahora se abría ante el régimen peronista, aquello que consideraban la mayor iniciativa histórica de Eva y veían, a la vez, como la muestra de la naturaleza más íntima del peronismo: la conciliación entre obreros y cristianismo, con el correlativo aniquilamiento del comunismo en la Argentina.

Procuraban así disipar los temores que circulaban en el seno del gobierno, y que recorrían también las iglesias y los cuarteles. Los sufrimientos de Evita, dijo Benítez, y la devoción de la CGT a Cristo eran los símbolos de la redención que el movimiento obrero había experimentado respecto del “ateísmo comunista” y del “nihilismo anticristiano”. Lo mismo que Eva, también los trabajadores daban prueba “de verdadero catolicismo”. ¿No era ésa, por ventura, la mejor prueba de que se equivocaban aquellos que acusaban de comunismo a la CGT, de los que profetizaban que el peronismo se arrancaría al fin la careta y desataría una persecución contra la Iglesia? Y el padre Compañy afirmaba desde Córdoba que, en realidad, Eva era “el mejor antídoto contra el comunismo”, pues era ella quien había hecho imposible que se formara “un gremialismo de inspiración extranjera”, meramente materialista.

Benítez a su vez agregaba que Eva era la “mártir” que el peronismo necesitaba; aquella que había luchado para la satisfacción de las necesidades materiales de los obreros, a fin de que pudieran cultivar sus aspiraciones espirituales. En realidad, importaba poco que Eva hubiera sido verdaderamente eso, que hubiera o no luchado por levantar “el maravilloso templo de trascendencia que en los siglos verdaderamente cristianos había protegido a los hombres, abrazándolos a todos, armonizando sus voluntades, resolviendo pacíficamente sus conflictos y generando en todos los ánimos el hambre de la inmortalidad y de Dios”. Lo que en realidad importaba era que a través de Eva el peronismo había cristianizado a la clase obrera; nada, por lo tanto, tenía por qué cambiar con su muerte.

Y La Prensa, antiguo y glorioso diario ahora en las firmes manos de la CGT, discurrió que Eva era la enviada de Dios para liberar al pueblo e “indicar al mundo entero un destino superior”, sin permitir que ese pueblo perdiera su esencia o su fe. No sorprende que esos conceptos le parecieran “curiosos” a Manuel Aznar, embajador de España, ni tampoco que su colega italiano, Giustino Arpesani, les atribuyera la finalidad de desmentir las supuestas tendencias comunistas de la CGT. En realidad, las palabras de Benítez iban mucho más allá de la excentricidad o de lo contingente ya que, en efecto, descorrían el velo sobre lo que el peronismo era en lo más profundo, y sobre las más recónditas razones de su popularidad. Planteaban además la crucial cuestión de su cultura y de su imaginario político, que más adelante volveremos a tratar, ya que por ahora es preferible que nos ocupemos de seguir en sus distintos aspectos la “batalla por Eva”, por lo que ella había sido en vida y lo que debía ser después de muerta.

Como prueba de la cima a la que había llegado su figura en el Olimpo peronista y en la iconografía de ese régimen, pero también del culto a la personalidad que en buena medida ella misma había tejido a su alrededor, su muerte impuso el dolor y el duelo a todo el mundo; de contenido sincero para la mayoría, farisaicos y odiosos para los demás. Ni el Estado, que ella había entendido siempre como Estado peronista, ni ninguna de las demás instituciones públicas o privadas, a las que quería y concebía devotas del peronismo, podían evitar manifestarse en ese sentido. Por eso, la Corte Suprema impuso el luto a todo el personal de la administración de justicia, y tributó a Eva el reconocimiento de “suprema inspiradora de las leyes”, que eran prenda del bienestar y la felicidad del pueblo.

Por eso fue también que los tres ministerios militares adhirieron al duelo, que las revistas de las Fuerzas Armadas dedicaron sus tapas y gran cantidad de páginas a exaltar la figura de Eva y que una de esas fuerzas, el ejército, celebró su “fe cristiana”, sus innumerables virtudes —sacrificio, desinterés, altruismo, caridad— y llegó a sostener lo insostenible: que en la Argentina y en el mundo reinaba “unánime consenso” sobre su figura. Por eso aprobó el Congreso a toda prisa, antes incluso de su muerte, la erección de un grandioso monumento en su memoria, a la vez que abría el camino —seguido después por las diferentes Asambleas Legislativas provinciales— de lo que el embajador del Brasil definió con razón como “el más extraordinario proceso de glorificación en vida de la historia moderna”.

Por eso, los establecimientos educativos de todos los niveles se dispusieron a acoger La razón de mi vida como lectura obligatoria, e instituyeron premios para los alumnos que escribieran los mejores trabajos sobre ese texto. Por eso los obispos y altos dignatarios de la Iglesia, conmovidos por la “irreparable pérdida para la nación”, inundaron la Casa Rosada de dolientes y no precisamente tímidos telegramas de alabanza a la “infatigable luchadora, la incansable y fiel colaboradora” de Perón, y a sus “ideales de justicia y redención social”; a aquella que “amó tanto a los pobres que se olvidó de sí misma”. Por eso los párrocos encabezaron junto con las autoridades civiles las procesiones que se hicieron en honor de ella. Si hasta le rindió homenaje la Academia Nacional de la Historia, se resolvió interrumpir el campeonato oficial de fútbol y el propio Correo Argentino decidió sacar de circulación toda estampilla que no llevara la efigie de Eva.

En ese impresionante trauma colectivo, espontáneo en gran medida pero que también, y en proporción no despreciable, estaba siendo montado a designio por un régimen que controlaba todos los resortes del poder, no siempre las notas sonaban en el tono y con el tiempo adecuados. Ello se hace evidente, sobre todo, al examinar con atención los más recónditos pliegues. Porque en efecto no faltaron las salidas de tono ni las manifestaciones de desacuerdo, y hasta de oposición, que ciertamente implicaban el riesgo de exponerse a duras represalias.

Algunos de esos episodios expresaban bien conocidas posturas de aversión por el peronismo, o eran el acto de extrema coherencia de algún valiente o temerario. Ése es el caso de la ceremonia que la oposición organizó en el tradicional cementerio de la Recoleta de Buenos Aires ante la tumba de Remedios de Escalada, esposa del general San Martín, muerta en la primera mitad del siglo XIX. La figura de esa dama era así contrapuesta idealmente a la autoritaria de Eva Perón; la celebración concluyó con el arresto de quienes habían participado.

Es el caso también de aquellas maestras que se negaron a llevar luto, a utilizar La razón de mi vida como texto obligatorio o a fijar en las paredes de las aulas el retrato de Eva Perón, casi siempre castigadas con el despido; o en fin, el de los intendentes de varios municipios que, por negarse a rendir culto a Eva, debieron sufrir agresiones de las multitudes y hasta detenciones policiales. Pero había también muchos otros casos que revelaban la existencia de una inmensa zona gris en los márgenes del régimen peronista. Quienes la integraban encontraban precisamente en Eva, y en el papel que ella jugaba, las razones de su desacuerdo con un estado de cosas que en más de una ocasión habían apoyado con fervor, y de su consiguiente alejamiento.

Eran hombres, instituciones, segmentos enteros del Estado y de su administración, sectores sociales o círculos intelectuales que se habían sentido atraídos por el peronismo de los orígenes pero se desilusionaron con el nuevo peronismo, o resultaron combatidos o excluidos por éste. Ahora esos sectores andaban en busca de otras playas fuera del peronismo, o bien se aprestaban a subir otra vez la cuesta, librando batalla contra la herencia de Eva y contra sus seguidores en la áspera lucha que estaba por iniciarse. Ello confirmaba que si el peronismo le debía a Eva mística y entusiasmo, popularidad y capacidad de sacrificio, le debía también la intrínseca fragilidad de sus bases de apoyo, antes amplias y multiformes y ahora corroídas por profundas fracturas, ocultas tras la constante invocación triunfalista al pueblo.

Era como si la muerte de Eva replanteara los diferentes problemas que su liderazgo había hecho surgir; como si su prédica moralizante y mística, extremista y maniquea, más afín a los sermones religiosos que a los discursos de los políticos, hubiera dividido el país y las conciencias hasta el punto de hacer trizas la delicada trama de intereses y acuerdos corporativos en los que el peronismo se había apoyado al principio, e hiciera que la recomposición del rompecabezas resultara ahora más ardua que nunca.

Podrían citarse innúmeros ejemplos y señales, grandes y pequeños, tanto en los mayores poderes del Estado como fuera de esos ámbitos. Tomás Casares, integrante de la Corte Suprema hacía largos años, jurista y hombre muy próximo a la Iglesia, había sido el único en sobrevivir a la purga que el peronismo propinó a ese alto tribunal en 1947, pero negó su adhesión a la Comisión Nacional Pro Monumento a Eva Perón. Desde ya, numerosos funcionarios judiciales perdieron sus puestos por negarse a llevar luto. 

El malhumor por la imposición del luto estaba muy extendido en los cuarteles, y el ministro de Marina intentó oponerse a la disposición de rendir honores militares con el pleno apoyo de la mayoría de sus camaradas del arma, buena parte de los cuales se oponía asimismo a ceder un día de su salario mensual para financiar la realización del proyectado monumento a Eva. Entre las mieles mismas de las homilías episcopales asomaba también su cabeza la crítica, y los obispos reconocían en privado su fastidio por los rasgos exhibicionistas de aquellos ritos fúnebres, y se mostraban prontos a invocar a Dios para que perdonara los “errores humanos” de Eva, y las “ofensas” que eventualmente pudiera haber cometido. Y eso no fue todo; se mostraron también muy atentos a dirigir a los fieles la admonición de que no se debía pasar del culto católico al rito pagano; en otras palabras, que no debían convertirse en víctimas de lo que el cardenal Tardini definió secamente desde el Vaticano como un “culto idólatra y supersticioso”; que no debían caer en manifestaciones “psicorreligiosas” como las que en la Argentina estaba provocando la muerte de Eva.

En fin, cabe mencionar a vuelo de pájaro la resistencia de este o aquel sacerdote a abrir las puertas de su casa parroquial para hacer de ella la sede del tributo que se rendía a Eva; la ofensa que entre los historiadores mismos significó el homenaje rendido a Eva por la Academia Nacional de la Historia; la audacia de tantos empleados de correos que arriesgaban el despido por estampar de pleno la negra tinta de un matasellos sobre el rostro que sonreía desde las estampillas del franqueo; la inesperada ira del régimen para con Estudiantes, un club de fútbol de la ciudad de La Plata cuyos dirigentes se habían abstenido de distribuir ejemplares de La razón de mi vida entre sus asociados.

Habría que sumar a esta lista los empleados públicos, obreros o estudiantes antiperonistas que perdieron sus trabajos o fueron expulsados de sus centros de estudios por negarse a llevar luto. Sin olvidar, claro, a quienes habiendo llegado a la cima de la dirigencia peronista y habiendo caído después en desgracia, víctimas de Eva y su ascenso, miraban desde lejos esa muerte, casi como si el funeral no los afectara; como por ejemplo Domingo Mercante, durante un tiempo el delfín de Perón y el cordial amigo de Eva, y que ahora estaba a punto de abandonar la Argentina.

* Profesor de Historia de América Latina en la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad de Bologna, Italia. Autor de "Del Estado liberal a la Nación católica" y de "Perón y el mito de la nación católica".

* Cortesía Penguin Random House Grupo Editorial

Por Loris Zanatta * / Especial para El Espectador

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