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10…
Comenzó el conteo en el cosmódromo de Baikonur (Kazajstán), en aquel tiempo Unión Soviética. Una bandera roja aventando la cruz de la hoz y el martillo avanzaba bajo el cosmos aquel 12 de abril, en 1961. Ese día 102 del año iba por el tiempo en la línea de la órbita solar del planeta tierra. Todos estábamos en esa actividad unívoca de vivir la vida y atareados en las redes del mundo. La tierra daba sus flores de primavera en el hemisferio norte. En la tundra rusa la piel de hielo se desprendía, se hacía agua y corría entre cauces mientras generaba millones de iridiscencias de la infancia anual. Entre tanto en el sur caían las hojas del otoño sobre un suelo amable, quebradizo y acogedor, con muchos rincones sembrados de ancianos buenos.
9…8…7…
Medio planeta recorría la noche entre lechos de sueños, ruletas siseantes, cuerpos apareándose, plantas exhalando oxígeno, soledades bajo techo o al descampado. El mundo en oraciones o en millones de bullicios en cientos de dialectos, animales detenidos en sus sueños o en su movimiento natural entre las sombras. Y cientos de terrícolas muriendo y volviendo a la tierra resolviéndose en moléculas.
6…5…4…
El otro medio planeta abría y cerraba el día a la inversa complementaria, desde los acantilados del confín del sol naciente, con los chapaleos de olas y espumas bajo el vuelo de gaviotas, hasta el último rayo cayendo sobre las ciudades de neón y celuloide del confín del sol poniente, vislumbrando millones de autos con rumbos ciertos y gentes inciertas. Y entre las sombras frescas del umbral de las Kuriles y las sombras oxidadas del umbral de Hollywood el planeta diurno se movía incesante produciendo de todo, aunque no para todos, mientras a cada cual se le cumplía su trayectoria de vida. Era el tercer planeta viviendo en la física de todas sus trayectorias.
3…2…1…
Todo era conocido menos el disparo del conteo. Era la madrugada de aquel miércoles en aquel cosmódromo donde los despegues de los móviles hacia las capas exteriores son verticales, desde el azul naciente hasta el negro profundo de la estratosfera. El cohete impulsor se levantaba erizado en el paisaje en silencio de los bosques de abedules. Su perfil de bala gigantesca habitaba callado y ajeno a los afanes del lanzamiento inminente. Su metalería y el juego de sus redes inextricables sabía lo que los sabios habían fijado en sus órganos, predispuestos uno con otro para la hazaña. Y allá en la cabeza de aguja de la primera nave espacial habitada, hamacado, detenido y expectante, Yuri Alexséyevich Gagarin, nacido en Klúshino -cerca de Moscú- el 9 de marzo de 1934, en su ámbito amniótico, aséptico y calibrado dentro de su traje color naranja, viviendo con todas las máquinas conectadas a su cabeza en el casco transparente de la escafandra cósmica, acompasaba el latido de su corazón amaestrado, a la voz neutra del contador de segundos del despegue.
¡0!
Y el disparo se hizo silencio y detención por un instante, hasta que explotó en fuego ordenado, humo blanquísimo y un sonido de tronera colosal que aplicaron, como nunca antes, la tercera ley de Newton. Aquella concentración de fuerza, ingeniada por cientos de aplicados hombres -muchos sobrevivientes de la gran guerra- en miles de días y noches, sacó de su estado de reposo aquel cuerpo pequeño para la materia, gigantesco para el hombre, que se hizo móvil y comenzó a ascender como despertando de un sueño de millones de años con la tierra como lecho, y abriendo el cielo al hombre, después de esos millones de años. Ese día primero de la era espacial un único hombre de los cinco mil millones saltó hacia el cielo. Al sentir el lento y prolongado jalonazo contra la gravedad Gagarin gritó eufórico: ¡Poyejali! (¡Vámonos!), palabra que hoy es de brindis en las rusias.
*****
Cuarenta y dos meses antes, una esfera de 50 centímetros de diámetro, bañada en oro y llamada Sputnik I había salido en la punta de otro cohete y había quedado dando vueltas alrededor de la tierra durante 92 días para ser vista en las tardes de azules despejados por los niños más enterados de aquellos tiempos que se solazaban imaginándola como un ratoncito dorado jugueteando por una concavidad interminable.
Yuri Gagarin fue el hombre seleccionado por sus características entre los miles de jóvenes aviadores de la Rusia soviética aspirando a ser el navegante que en menos de cinco siglos después del genovés pudo escuchar a su vigía invisible gritar ¡Tierra...Tierra! al llegar al apogeo de la órbita cuando contempló alelado, allá en un abajo relativo, esa curvatura -hasta entonces noción matemática-, continente de toda la historia humana, girando majestuosa allá en su vida ya de miles de millones de años. En su mole sagrada. Exhibiendo su movimiento panorámico debajo -por decirlo así- pero ahí al alcance del parabrisas imaginarias, de aquel joven, hijo de carpintero, que sabía sacar buenas cebollas a esa tierra, hacer rodar balones por su lomo, tirarse sobre la yerba de cara al cielo y evocar los vientos esperando ver pasar los aviones mientras muy cerca pasaban las grullas.
Esa mole teogónica que estaba ahí en su mirador, llevaba en las tierras de su suelo, o a unos metros bajo su piel a los miles de millones de animales y humanos que habían nacido, vivido y muerto sin desprenderse de la gran madre. Allá estaban sus restos hechos químicas, físicas y espiritualidades. Hasta ahora ni uno sólo había estado más allá del techo de sus aviones. Contemplando en su quietud a 27.400 kilómetros por hora Gagarin había irradiado su convocatoria -hoy plena de patetismo- contemplando su tierra, nuestra madre: «Pobladores del mundo, salvaguardemos esta belleza, no la destruyamos». y su convocatoria radiada desde su nave allá arriba contemplando su tierra, nuestra madre: «Pobladores del mundo, salvaguardemos esta belleza, no la destruyamos».
Gagarin se había metido el primero en el único puesto de la carlinga inaugural de la nueva era. Aquí estaba como el primer hombre de este nuevo mundo, pero también como un joven del socialismo, ese otro salto al cosmos de la historia. Hace 55 años subió al cosmos a contemplar su cuna y todo lo que la rodeaba, 58 años después de que un joven de Ohio llamado Orville Wrigth, hubiese levantado unos metros su pájaro de lona, madera y metal bajo y hacia el cielo de la Nueva Inglaterra, trozo del planeta a donde habían llegado los peregrinos a la conquista de la tierra la llamada fértil y feraz de nuevo mundo.
Antes de Gagarin estaban en colosal fila los Wrigth, los Santos, los Zeppelin, y todos aquellos vindicadores de ícaros que cada vez saltaban más cerca del sol, con alas cada vuelo menos deleznables, y en todo caso quizás con la decisión de poder morir en el intento más mitificado de los hombres que sueñan con horizontes más allá de los anillos de Saturno, saliendo de la galaxia. El hombre cree que dispone de todo el tiempo para intentarlo y de todo el espacio para ensayarlo.
Después de orbitar su camino trazado y feliz, Yuri Gagarin atravesó la atmósfera de retorno, se coló adosado a su nave en llamas exteriores y cayó en la tierra, para ser llamado -sin faltar a la verdad- el hombre que cayó del cielo. Bajó a la tierra colgando del primer paracaídas para las caídas desde el llamado espacio cósmico.
“Una campesina siberiana fue la primera persona en ver la silueta del cosmonauta recubierta por un mono naranja. «¿Vienes del espacio exterior?», preguntó la anciana. «Ciertamente, sí», dijo Gagarin que para calmar a la campesina se apresuró a añadir: «Pero no se alarme, soy soviético»”.
En su viaje de una circunvolución, el joven ruso de sonrisa plena creó el catálogo de primeros puestos que ya ningún guiness book podrá superar.
Pionero del tipo de cohete, de nave, de módulo, de traje, de parámetros vitales y primer nombre inscrito en el cielo del más allá de los lejos de cualquier punto terrícola.
Y si un día, tres décadas más tarde, las banderas rojas fueron arriadas y el gigante socialista fue reducido al mercado planetario, distribuidor de guerras y desigualdades, también al tiempo desvelaron las grandes conquistas de 17 repúblicas multiétnicas, afincadas en todas las longitudes, produciendo para las mayorías y poniendo la ciencia al servicio de los primeros aletazos hacia el cosmos, para conquistarlo sin guerra y para todos. Aunque todo esto en general también se derrumbó ante la fuerza de los mercados que entre otras cosas están destruyendo el planeta azul de donde partíó Gagarin. Esa nave, Vostok I (Oriente I), había sido pensada, construída y puesta en órbita bajo la consigna general “De cada cual según sus capacidades. A cada uno según sus necesidades”.
Gagarin, al aterrizar en Tajtarova (Siberia), salió de su cono-icono ya veterano en viajes cósmicos. Se fue caminando entre palmadas y abrazos y comenzó a marchar entre compatriotas y conciudadanos que se iban haciendo multitudes compartiendo su hazaña. Así llegó hasta la Plaza Roja de Moscú y allí delante de la muralla centenaria, bajo las campanadas del viejo carillón del Kremlin y a la efigie de las siete torres medievales de multicolores cabezas de cebolla de la catedral de San Basilio, subió al pedestal del mausoleo de Lenin bello y pacifista -en su uniforme militar a la medida- y puso su hermosa sonrisa frente al mundo. Esa nueva sonrisa de hombre de nuevo tipo que había abierto bajo la bóveda ampliada y limpia de su techo orbital donde le admirábamos allá locuaz y libre e imaginábamos -al fin adolescentes de todo- que todas las madres del mundo en todas las etnias, en todos los idiomas y dialectos le gritaban en bandada: “Yury Alexséyevich, muchacho… ya deja de jugar con las estrellas.. ven a comer y a dormir que mañana volverás a ser uno de todos…”
Después de Gagarin fueron ascendiendo muchos hombres y mujeres (Tereschkova) y una bella perra (Laika) y parejas que salieron de la nave y fueron el primer satélite humano y los siete magníficos del Proyecto Mercury y los 11 Apolos hacia la luna, que al final llevaron a Neil Armstrong a su salto para la humanidad sobre las huellas de la rueda del Lunajod, el carrito que habían puesto antes los soviéticos en la esfera de Selene. Hasta los transbordadores cósmicos con sus héroes y mártires desintegrándose en vivo y en directo en la televisión universal.
El 27 de marzo de 1968, pocos meses antes de que los norteamericanos alunizaran, el caza Mig-15 piloteado por el primer cosmonauta de la historia, Yury Gagarin, con su instructor, Vladimir Sirioguin, se hundió de proa seis metros hacia el fondo de la tierra de Novosyolovo después de precipitarse por causas no conocidas. El avión hundido en la tierra se llevó al joven Yuri de 34 años junto con todas sus emociones ya cósmicas que lo habían transformado en un ser tocado por otros sentimientos y pensamientos que lo habían llevado a decir: “Después de haber cumplido la misión espacial me era difícil pasear por las calles de Moscú y la Plaza Roja sin que nadie se fijara en mí y sin ser reconocido. La popularidad es una cosa irreparable. Uno se ve obligado a meditar ¿a qué y a quién se debe?”
Gagarin fue el hombre que se prendió y regresó del cielo de aquella época que creó -y así se cree- la mitología denominada genéricamente como los años 60’s. Se instaló en el panteón en donde residen entre otros mucho:, Che Guevara, The Beatles, Bobby Fisher y Mijail Tal, los novelistas del llamado Boom latinoamericano, el existencialismo combatiente de Sartre y Camus, el PopArt, la ópera-film-ballet West Side Story, Pelé, Eddy Merckx, Cassius Clay, Bob Hayes, Ángela Davis, Marilyn Monroe, Elvis Presley, Miles Davis, Ástor Piazzolla, la Nouvelle Vague del cine, la resistencia victoriosa de VietNam y los millones que en todo el planeta de donde se desprendió por casi dos horas el joven soviético, luchaban y construían la más brillante utopía digna e integral para todo este astro azul habitado por hombres, árboles, animales y sueños.
* * *
Se avizora una paulatina visita a los planetas de nuestro sistema y tal vez en pocos siglos los expedicionarios se adentrarán -como los fundadores de Macondo- por un sendero de naranjos silvestres del espacio interestelar, siguiendo la huella radiada del Pioneer X que lleva la música de Bach y la de Lennon en el disco que puso en su entraña el padre del proyecto, Carl Sagan, el sabio judío de la misma sonrisa abierta y optimista de Yuri Alexséyevich Gagarin, primer ciudadano del cosmos, desde aquel miércoles 12 de abril de hace apenas medio siglo más un lustro terrícolas.
Por Hugo Ávila-Baquero / Especial El Espectador
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