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Compañeros o cónyuges, cuando el desamor cuesta

Sin amor, llegan las separaciones. Con ellas, el conflicto por los bienes y la custodia de los hijos.

Ricardo Ávila Palacios
23 de marzo de 2009 - 10:00 a. m.
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¿Se acuerdan de la película La guerra de los Roses, protagonizada por Michael Douglas (Oliver Rose) y Kathleen Turner (Bárbara), una pareja que después de veinte años de feliz matrimonio se distancia para iniciar una encarnizada disputa por la propiedad de sus bienes en un proceso de divorcio?

Pues bien, hablando del antes y el después de una separación, y sin llegar a una situación tan extrema, la legislación colombiana reconoce al matrimonio y la unión marital de hecho como instituciones fundamentales en la sociedad para crear una familia. Y aunque de lejos parecen abismales las diferencias, un acercamiento prudente permite concluir que día a día son más las similitudes entre ambas.

El abogado especializado en derecho de familia Luis Eduardo Leiva Romero recuerda que la Corte Suprema precisó recientemente que tanto el matrimonio como la unión marital de hecho modifican el estado civil de quienes hacen parte de ellos, ya que así como el matrimonio origina el estado civil de casado, la unión marital genera el de “compañero o compañera permanente”, pues no se trata de una relación cualquiera, teniendo en cuenta sus consecuencias jurídicas en lo económico y en lo personal.

La Corte subraya que se han introducido cambios que tienden a darle a la unión marital de hecho un tratamiento jurídico semejante al del matrimonio. Ejemplo de ello es la Ley 1060 de 2006, que reputa como hijo de los cónyuges o compañeros permanentes, al que es concebido durante el matrimonio o durante la unión marital de hecho.

En el campo económico (razón por la cual estalló la guerra entre los Roses), mientras en el matrimonio se habla de la sociedad conyugal y los bienes que se compren en vigencia de la misma pertenecen a ambos esposos, en la unión marital la ley —bajo ciertas circunstancias— admite la posibilidad de ‘presumir’ la existencia de la sociedad patrimonial entre compañeros permanentes, siempre y cuando no tengan vigente una sociedad conyugal anterior que, para el efecto, debe estar disuelta.

En este punto, Leiva aclara que cuando los esposos pretendan divorciarse deben tener en cuenta que el patrimonio (activos y deudas) adquirido en vigencia de la sociedad conyugal hace parte de los llamados bienes sociales que pertenecen a ambos cónyuges por mitades iguales y, por tanto, se distribuyen equitativamente, y no como pretendían Barbara y Oliver, quienes creían que todo lo adquirido en su matrimonio era suyo y sólo suyo.

La excepción a esta regla surge con los denominados bienes propios, como los recibidos en una sucesión o en una donación, y que pertenecen exclusivamente al cónyuge o compañero beneficiado.

Cuando el conflicto matrimonial es insalvable, el paso a seguir es iniciar un proceso de divorcio que tiene como consecuencia inmediata la disolución y liquidación de la sociedad conyugal, ya sea de común acuerdo (ante notario) o en un proceso contencioso (ante juez). Para ello se hace necesario contratar a un abogado y aportar —entre otros documentos— el registro civil de ese matrimonio. Si hay hijos menores de edad, deben presentarse los registros civiles de nacimiento. El juez debe decidir qué padre asumirá la custodia de los hijos menores de edad, la cuota alimentaria frente a éstos y el régimen de visitas.

En estas demandas es necesario probar la causal de divorcio que se invoque en el proceso, y quien salga victorioso en el juicio puede pedir una indemnización de por vida al ex cónyuge culpable del divorcio.

En la unión marital los compañeros deben declarar voluntariamente ante un notario la existencia de esa unión que —a diferencia del matrimonio— debe tener una vigencia mínima de dos años para que pueda hablarse de una sociedad patrimonial y entrar a reclamar el 50% del patrimonio adquirido en vigencia de la relación.

Sin esa declaración se debe demandar ante un juez de familia, aportando pruebas para demostrar esa unión marital, “como fotos, cartas de amor y desamor, testigos que declaren lo que ya todos sabían: que los bienes de ‘don Alfonso’ fueron adquiridos con la ayuda de doña ‘Magola’, quien trabajaba codo a codo con su compañero y en las noches le profesaba sus afectos en el lecho conyugal, haciéndose ver en su entorno social como la mujer de ‘Alfonso’”, anota el abogado Leiva.

Finalmente, dependiendo de la complejidad de cada caso y de los bienes a repartir, el cliente debe acordar con su abogado el monto de los honorarios a pagar.

Por Ricardo Ávila Palacios

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