Dios habita en el cerebro

Investigaciones en neurociencia señalan cómo la capacidad del ser humano para crear personajes de ficción puede estar relacionada con la existencia de la religión.

Javier Sampedro / Especial de El País para El Espectador
25 de febrero de 2009 - 11:00 p. m.

El Dios de Abraham era justo, inapelable, incorruptible, trascendente, omnisciente, omnipotente, omnipresente y omnibenevolente. El cristianismo antiguo se centró en la fusión de tres personas en una sola entidad divina. El Todo de los herméticos es más complicado que la suma de cuanto existe y el Buda puso el énfasis en la liberación del sufrimiento en la Tierra. Vista así, la religión tiene poco de universal.

Los experimentos, sin embargo, han encontrado una explicación más simple. Por ejemplo, los psicólogos cuentan a grupos de voluntarios una historia en la que Dios atiende cinco problemas a la vez. Los creyentes de cualquier confesión monoteísta aceptan la narración, puesto que Dios tiene sobrados poderes cognitivos para ello. Pero si se les pide recordar la historia un rato después, casi todos cuentan que Dios atiende los cinco problemas uno por uno: su subconsciente ha humanizado al omnipotente Dios de la doctrina.

En general, las creencias subconscientes de la gente religiosa de cualquier credo son extraordinariamente parecidas, pues plantean que los agentes sobrenaturales ejercen una vigilancia permanente del comportamiento moral de la persona, con acceso a sus pensamientos y deseos más íntimos. Cada grupo social suele atribuir a esos agentes su sistema moral y su cohesión social.

Los científicos cognitivos han reunido evidencias de que esta especie de religión natural se enraiza en cualidades humanas universales que no son específicas de la experiencia religiosa, sino una consecuencia de tener el cerebro más desarrollado y las estructuras sociales más complejas y estables. “El pensamiento y el comportamiento religioso pueden considerarse parte de las capacidades naturales humanas, como la música, los sistemas políticos, las relaciones familiares o las coaliciones étnicas”, explica Pascal Boyer, de la Universidad de Washington en Saint Louis (EE.UU.).

Y agrega que “los niños entablan relaciones sociales importantes y duraderas con personajes de ficción, amigos imaginarios, familiares desaparecidos, héroes invisibles, novios figurados, etc. La práctica constante con ese tipo de ‘agentes no físicos’ puede explicar parte de la extraordinaria destreza social de nuestra especie y la creencia en espíritus, dioses y demonios”.

Los ritos religiosos también parecen muy distintos entre unas culturas y otras, pero todos pertenecen a una clase de “comportamientos rituales” frecuentes entre los humanos. Los ritos se basan siempre en alguna secuencia de actos ejecutados en un orden rígido. También implican a menudo el uso de números, colores llamativos y símbolos de la pureza, el orden o la simetría.

“Sabemos que el cerebro humano tiene redes de seguridad y precaución dedicadas a prevenir peligros como la depredación”, dice Boyer. Y advierte que “las aserciones religiosas sobre la pureza, la suciedad y el peligro oculto de los demonios que están al acecho estimulan esos mismos sistemas y hacen que las precauciones rituales resulten intuitivamente atractivas”.

La crítica científica de la religión se ha centrado hasta ahora en argumentos racionales, pero grandes pensadores y teóricos, como Steven Weinberg, premio Nobel de Física, saben que “hay personas que tienen un concepto tan amplio de Dios que no hay forma de evitar que lo acaben encontrando en cualquier parte”.

Por Javier Sampedro / Especial de El País para El Espectador

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