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La triste noticia sobre el fallecimiento del doctor José Félix Patiño recibida esta semana ha traído el luto a la Universidad Nacional de Colombia, institución a la que el doctor Patiño siempre estuvo vinculado afectuosamente.
Por todos los cargos que el doctor Patiño desempeñó y por su influencia y aportes, especialmente en medicina, era un personaje ampliamente conocido en el país. Su lucidez hasta el último día de vida nos permitió además, a quienes tuvimos el privilegio de conocerlo, recibir sus orientaciones cargadas de experiencias.
Los medios de comunicación han informado su deceso y reproducido noticias y grabaciones de sus últimas intervenciones. También hemos refrescado algunos artículos de prensa con su semblanza. Pero no quiero ahondar en estos puntos sobre su abundante contribución académica, más bien voy a compartir con los lectores al Patiño que yo conocí.
Quienes ingresamos a la Universidad Nacional en la década de los 70 oímos hablar de lo que se llamó “la reforma Patiño”, adelantada en el año de 1965, durante la rectoría del doctor Patiño. La reforma había conseguido agrupar unidades académicas que estaban dispersas en unas pocas grandes facultades como la de Ciencias, por ejemplo. Pero aún siendo yo un “estudiante primíparo” podía percibir las críticas de algunos sectores a esa forma de organización académico-administrativa y se podía deducir que la reforma no había sido bien recibida por toda la comunidad universitaria. De hecho, la primera vez que tuve conocimiento de la reforma de marras fue por un grafiti ya descolorido que decía “Abajo la reforma Patiño”.
Con este antecedente es claro entonces que conocer al autor de la tantas veces mencionada reforma, algunas décadas después de ese grafiti, fue una gran experiencia. Conocí al doctor Patiño personalmente cuando, siendo yo aspirante a la rectoría de la Universidad Nacional, me citó a la Academia Nacional de Medicina, pues él como miembro del Consejo Superior, en representación de los exrectores, quería conocer a todos los aspirantes para decidir su voto. Fue una grata reunión y desde esa primera conversación, hasta la última, siempre disfruté de ese gran conversador que generosamente compartía sus experiencias y conocimiento.
El doctor Patiño, como miembro del Consejo Superior, mantenía una permanente preocupación por el bienestar de los estudiantes; en sus intervenciones acudía frecuentemente a anécdotas y ejemplos ilustrativos que presentaban las situaciones de vulnerabilidad de los estudiantes para motivar la necesidad de políticas de bienestar que evitaran la deserción estudiantil. Le aterraba la situación que conocía de algunos jóvenes brillantes que veían amenazada su permanencia en la universidad por tener que trabajar, y cuando pedía apoyo de los demás consejeros para la aprobación de alguna de sus propuestas repetía: “Es que estamos en Cundinamarca, no en Dinamarca”.
El doctor Patiño tenía dos grandes pasiones: los libros y la música. Su biblioteca personal, la más grande biblioteca privada que he conocido, compuesta por unos 11.000 libros, fue donada en 2015 a la Universidad Nacional. Antes de ser llevada al lugar que hoy ocupa en la biblioteca de la universidad, en su casa los libros ocupaban todos los lugares, pero él sabía con exactitud el sitio donde se encontraba cada uno. Cuando se le preguntaba por alguno en particular, indicaba en forma admirable, sin levantarse del comedor: “Está en el estante de la escalera, en la parte de abajo a la derecha. Es de lomo color verde”. Además de los libros, se podía observar la impresionante colección de música clásica con la discografía completa de María Callas, su favorita, sin lugar a dudas, también donada a la Universidad Nacional.
En 2015, cuando su biblioteca fue trasladada a la universidad, me dijo: “Ahora puedo morir tranquilo”. Ese era, sin lugar a dudas, su bien más preciado.
Al doctor Patiño le gustaba invitar a comer, pero preferiblemente a desayunar. Decía que los médicos debían desayunar muy bien, pues especialmente un cirujano no sabía si iba a poder almorzar o cenar luego. Y de verdad que cumplía a cabalidad con esa fórmula, pues los desayunos en su casa eran de una abundancia fuera de lo común y podían incluir extrañas combinaciones: tanto un gran tamal como varios quesos franceses; eso sí, siempre de corbata.
Amante de la buena mesa como era el doctor Patiño, era entonces en medio de una comida como mejor se disfrutaba de una excelente conversación con él. Siempre me llamaba la atención observar que a pesar de su avanzada edad comía sin restricción alguna. La última vez que nos reunimos fue en un club del que él era socio. La cita era para almorzar, y con su estricta puntualidad llegó un poco antes, así que cuando lo saludé ya estaba terminando una cerveza y había ordenado un plato de empanadas con ají para esperar.
Y tal vez pocas personas conocen de su afición por los automóviles, pero especialmente por la velocidad. Disfrutaba mucho narrando sus escapadas a Iza (Boyacá) para poder conducir a alta velocidad.
La lucidez y vitalidad del doctor Patiño lo acompañaron hasta sus últimos días. Me sorprendió, por ejemplo, cuando hace apenas tres años dio una conferencia en el auditorio León de Greiff de la Universidad Nacional a cerca de 1.500 estudiantes asistentes, no solo por la claridad de la exposición sino por el manejo impecable de la presentación en Power Point.
Finalmente debo agregar que en su trabajo era estricto, cuidadoso, exigente, intenso, así que comprometerse con un documento o para una fecha era de obligatorio cumplimiento.
Al despedir a este médico formado hace 70 años en la Universidad de Yale, profesor, humanista, científico, amante de la ópera y defensor, como pocos, de la Universidad Nacional de Colombia, solo puedo decir: ¡gracias, doctor Patiño!