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Francesc Granja nació dos veces. La primera vez fue en la Clínica Sant Jordi, en el distrito IX de Barcelona. “Era muy rubito, con los ojos azules. Los cuatro niños me salieron con los ojos del padre, nena –me cuenta su madre por teléfono–. Y mira que cuando era joven no me gustaban los ojos azules. Pero me hipnotizaron. Ahora veo ojos azules a todas horas”. Era la primavera de 1962, entre la una y media y las dos de la tarde. “Fue un parto normal, sin problemas de nada. Pesó 4, 200 Kg. Era un niño muy hermoso”.
El 12 de mayo de 1994, en la autopista que va de Oporto a Lisboa, Francesc Granja volvió a nacer. Mientras conducía, pensaba en la reunión que acababa de tener con el director de marketing de una empresa. Del cielo caía una lluvia furiosa. Pisó el acelerador de su Audi 80 hasta alcanzar una velocidad de 180 kilómetros por hora. Quería cenar en su casa. Agobiado por las prisas, las juntas, los informes, los viajes, los objetivos y las exigencias de sus jefes, apenas tenía vida social. Era el director de la compañía Kellogg's en Portugal. En 1992, Portugal era el único país europeo que no estaba liderado por la marca en el sector de los cereales. Francesc fue enviado a la capital lusa para cumplir una misión: desbancar a la competencia.
Todo ocurrió muy rápido. Un camión atravesado en la autopista. Apenas unos segundos para tomar una decisión. Dos opciones: si dirigía el carro hacia la izquierda, atropellaba al hombre que le hacía señas desde un costado de la carretera. Si frenaba, se empotraba contra el camión accidentado. Francesc se decidió por un golpe de volante. El carro empezó a dar vueltas. Chocó contra dos personas que estaban en la cuneta. Las dos murieron. El carro siguió dando vueltas. Francesc escuchó un “crack”: el sonido de su cuello al romperse. Más vueltas. Sangre, frío, confusión. Cuando se dio cuenta de que no podía moverse, el reloj del panel de control marcaba las 19:11 de la tarde.
“Con este calor no creo que pueda salir a la calle –me advierte en un mensaje, dos horas antes de nuestro encuentro–. Mi condición me obliga a estar en lugares frescos. ¿Te importaría quedar en mi casa? Aquí tengo aire acondicionado”.
Francesc Granja vive muy cerca del mar, en el barrio barcelonés de Poblenou. Un barrio que tiene casi una decena de iglesias de diferentes religiones, un parque de forma triangular y un casino con teatro. En la calle la temperatura sobrepasa los treinta grados. El mes de julio acaba de estrenarse con una ola de calor que azota casi toda la Península. Su asistente, un hombre de mediana edad, me recibe en la puerta del apartamento. Me guía hasta el dormitorio. Granja está en la cama, tendido boca arriba. Viste jeans azules, calcetines blancos y camiseta de mangas cortas. Aquí la temperatura está fresca. Mientras me acomodo en la butaca que hay junto a la cama, Francesc me cuenta que acaba de reformar la habitación. Es amplia, azul y luminosa. “Ahora lo tengo todo aquí”, dice con cara de satisfacción.
“Nunca más volverás a caminar”. Fue el diagnóstico del médico español que viajó a Lisboa para acompañarlo a Barcelona en un avión ambulancia. Él no lo creyó. Lola, su madre, tampoco: “Yo no podía creer que mi hijo se fuera a quedar sin ni siquiera poder rascarse la nariz”. En Barcelona le confirmaron que tenía una lesión completa: un daño permanente que afectaba su movilidad y su sensibilidad desde el pecho hasta los pies. “No puedo mover las manos. Puedo mover los brazos pero, si te fijas, mis brazos son muy delgaditos, porque aquí, en el tríceps, no tengo musculatura. Necesito ayuda para todo. Para vestirme, para ducharme, para entrar y salir de la silla de ruedas. Necesito ayuda para cortar un trozo de carne, para abrocharme los botones de la camisa. Pero me siento afortunado. Me quedó una buena pensión. Mi independencia económica me permite hacer cosas que otros tetrapléjicos no pueden hacer”.
Después de permanecer un año ingresado en el hospital, tuvo que enfrentarse a las secuelas físicas y emocionales del accidente: inseguridad, frustración, miedo, culpa. Tenía treinta y cinco kilos menos, un cuerpo que ya no respondía a sus deseos y muchas preguntas. ¿Cómo era la vida sexual de un tetrapléjico? No lo sabía. Ningún médico se lo explicó. Trató de volver a tener relaciones sexuales con su esposa empleando el único patrón que había aprendido: el genital. No funcionó. “Ella era súper cariñosa conmigo. De pronto dejó de tocarme, ya no se acercaba a mí. Fue un golpe duro. Podía entenderla, pero a nivel sexual me sentí rechazado”. Dos años después del accidente, Granja y su esposa se separaron. No tuvieron hijos. Decidió que quería vivir solo: “Yo sólo quería tener a alguien que me ayudara a levantarme y a acostarme. Cuando mi mujer se fue, mis padres me dijeron que me fuera a vivir con ellos. Pero me negué. Yo no quería verlos sufrir, y necesitaba mantener mi independencia”.
Su madre dice que heredó muchas cosas de su papá. “Esa educación, esa inteligencia, la manera de hablar… eso lo heredó del padre”. Granja tiene facilidad para relacionarse con otras personas. Es un hombre elocuente, inquieto. Dice que antes era distinto, que se ponía rojo. Sobre todo con las mujeres. Así lo cuenta en las páginas de Vivir el sexo, su libro testimonial. “Era exageradamente tímido. Cada vez que tenía que hablar en público, o que entraba en un vagón de metro, o que me sentía observado, mi cuerpo reaccionaba enviando litros de sangre hacia las mejillas y toneladas de inseguridad sobre mis espaldas. Las peores pesadillas aparecían cuando trataba de entablar conversación con una chica”.
En estos casos, quizá podía sacar ventaja de su físico –sugiero–. Sus rasgos físicos encajan con lo que en España se denomina un “guaperas”. No lo niega. Tampoco presume de ello. Simplemente sonríe, con los ojos azules, con toda la cara. “Era muy tímido”, insiste.
Aparecen los primeros desnudos integrales en los cines españoles. Pedro Almodóvar sale en televisión –con calzoncillos, chaqueta y pantuflas– cantando Voy a ser mamá a ritmo de punk. Son los años del destape, de La Transición española, los ochenta. El joven Francesc empieza a desinhibirse. No le interesan los preámbulos que retrasan la acción. Ni siquiera entiende por qué algunas mujeres le dan tanta importancia a ciertos detalles: besos, caricias, palabras cariñosas. Le parecen una pérdida de tiempo. “Los encuentros, salvo excepciones, tenían el mismo denominador común que caracterizó mi primera vez: el alcohol y la brevedad. Así de tristes y sosas eran mis aportaciones en el terreno sexual. Esto lo digo ahora desde la distancia y la experiencia vivida como tetrapléjico, pero en aquel momento era absolutamente inconsciente del tipo de relaciones sexuales que mantenía con las mujeres”.
Si, ahora, sus relaciones sexuales no podían seguir las pautas de siempre y, si como había aprendido desde niño, las experiencias sexuales de un hombre nacen y mueren en los genitales, Francesc prefería elegir el camino de la castidad. Después de probar, sin éxito, un compuesto químico vasodilatador que, según la prescripción de un médico, lo ayudaría a tener relaciones sexuales completas, llegó a la conclusión de que su vida sexual estaba acabada. Pero un encuentro casual lo hizo cambiar de parecer, y de sentir. Se tambalearon los dinteles de su memoria cultural. Estereotipos, tabúes y automatismos acumulados durante años, se desplomaron como estatuas de dictadores antiguos.
Todo empezó con un beso.
Una tarde, cerca de su casa, una mujer que paseaba con su perro se le acercó: ¿Necesitas ayuda para cruzar? Lo invitó a compartir un helado de nata que reservaba en su bolso para después de la cena. Dudó: ¿De dónde había salido aquella mujer? Quizás le fallaba una neurona, o su condición parecía más sombría de lo que él pensaba. A saber. Se sentía incómodo. Volvía del cine y, en mitad de la película, su colector de orina se rompió. Aunque el olor y la sensación de humedad apuraban su necesidad de regresar al apartamento, aceptó la invitación. “Las cosas no estaban como para ir rechazando oportunidades para conocer gente del sexo contrario”. Se acercaron a un banco de madera, en una plaza. Conversaron un rato. Del tiempo, de perros, de la vida. Lo cuenta con los ojos chispeantes. “Empezamos a relacionarnos sin necesidad de ir a ningún lado. Simplemente conversar, compartir un tiempo, pasear… pero no había esa urgencia de ir a la cama. Yo no la tenía y ella, por lo que me contó, tampoco. Nos estábamos regalando un espacio para conocernos, para estar juntos. Un día, de manera natural, cuando llevábamos un tiempo, nos dimos el primer beso. Y yo, con aquel primer beso, descubrí algo que no había descubierto en mi vida”.
Poco antes de aquel encuentro, Granja había recuperado su carrera como asesor de marketing. Luego, cuando publicó su libro, empezó a recibir llamadas de asociaciones de discapacitados. “Lo mismo que me pasaba a mí con la sexualidad les estaba pasando a muchas personas. Ser discapacitados no nos convierte en personas asexuadas. Mientras escribía el libro investigué una figura que existe en muchos países europeos. De la misma manera que hay un asistente personal que te cuida y te viste, existe la figura del asistente sexual, que es una persona que te ayuda a vivir tu sexualidad de otras maneras. Se trata de una asistencia necesaria, humana. Hay gente que nunca en su vida ha visto ni tocado un cuerpo desnudo. ¿Tú te imaginas? Personas con cincuenta años, que no han sido tocadas y que no han tocado, nunca, a nadie. Es tristísimo”.
“El tacto es el primer sentido que se enciende y el que tarda más en extinguirse –afirma el científico Frederich Sachs–. Mucho después de que los ojos nos traicionen, nuestras manos permanecen fieles al mundo”. Francesc Granja no puede mover sus manos. Pero, milagrosamente, conservó la sensibilidad del pulgar de su mano derecha. Está convencido de que hay sexo más allá de lo genital. De que la sexualidad y la tetraplejía no son incompatibles. De que dos cuerpos pueden conversar de mil maneras, y en mil idiomas distintos. Con caricias insurrectas, abrazos prolongados, besos atrevidos, soplos, silencios. Francesc está convencido de que se puede alcanzar el éxtasis con un simple roce de las yemas de los dedos.
A veces, las palabras que elegimos para describir los sentimientos pueden resultar demasiado ambiguas. Granja lo sabe. En su libro, refiriéndose a una de sus experiencias, cuenta que es imposible que alguien pueda acercarse, aunque sea mínimamente, a lo que él sintió. “Es como si alguien quisiera escribir un tratado para describir a qué sabe un pastel de chocolate –dice–. Es imposible. Hay que coger una porción de tarta y comérsela y dejar que fluyan los sentidos, sean cuales sean los sentidos”. Le pido que intente explicarme, como pueda, lo que sintió cuando descubrió que es capaz de alcanzar el éxtasis con el roce de un ápice de su piel.
“En mi programa mental tenía la zona genital como máximo órgano receptor y emisor. Al romperse la conexión neuronal con esa zona, mi deseo se dispersó por todas las terminaciones nerviosas de la piel. Pero esa, a mi entender, no fue la única causa que motivó esas explosiones de placer. Hay que abandonarse a la experiencia. Olvidarse del programa mental que nos dice cómo, cuándo y dónde tenemos que intervenir para llegar al orgasmo. No hay que tener prisa por llegar a ningún sitio. Ni hacer nada concreto. Ni decir algo especial. Basta con dejarse llevar. Bailar. Centrase en el gesto ofrecido y recibido. Aceptar el silencio como parte del diálogo de los cuerpos. Unir toda la energía en esa caricia que no sabíamos cuándo había empezado, ni cuándo iba a terminar. Que cada movimiento, intención o mirada tenga el matiz inocente y a la vez desbocado de las primeras veces. En ese estado de conexión, incluso de semiinconsciencia, el goce fluye libremente por cada célula de nuestro cuerpo. Los dedos empezaron a rozarse, muy suavemente, como si nunca se hubieran tocado. Y ahí, en ese espacio minúsculo, pudimos concentrar toda el ansia que habíamos acumulado. Como el rayo que descarga su energía sobre la copa de un árbol cualquiera. Así vivimos esos momentos repentinos. Soberbios. Inesperados. Adictivos”.
Una revolución puede empezar con un beso.
“Sí. Luego viví otras experiencias, con otras mujeres. Experiencias maravillosas, como la del roce… Pero ese beso me abrió las puertas de un mundo infinito. Descubrí que un beso puede ser la cosa más erótica que te puedas imaginar. Descubrí que podía volver a desear, y ser deseado. Descubrí que soy capaz de dar y recibir placer. Y fue increíble”.