En el nombre de Lavoe...

A propósito de la celebración de Salsa al Parque, reproducimos este artículo publicado por primera vez en el diario El Espectador en octubre 1 de 2006.

Hugo García Segura
16 de agosto de 2013 - 06:41 p. m.
En el nombre de Lavoe...

Si su voz no se hubiese apagado en aquella noche neoyorquina de finales de junio de 1993, Héctor Juan Pérez Martínez, aquel al que la raza latina conoció como Héctor Lavoe, estaría cumpliendo hoy, 30 de septiembre, 60 años. De la tragicomedia de su vida se ha dicho casi todo y han sido muchos los que han tratado de escudriñar en las entrañas de su pasado, alimentando el mito de quien fuera llamado `El cantante de los cantantes'. Muchos ignoran que un pequeño capítulo de su existencia tuvo como telón de fondo a Cali, la de los años 70 y 80, cuando la salsa, antes que música, era un sentimiento y Juanchito era de verdad la sucursal del cielo.

Héctor Lavoe vivió en Cali entre octubre de 1982 y enero de 1983, poco más de tres meses que se fueron en rumba, licor y drogas. Lo trajo César Agredo, el hijo de un trabajador de las Empresas Municipales que se convirtió en empresario de artistas gracias a `traquetear' cocaína, terminó sus días sepultado en una cárcel de Estados Unidos y se hizo famoso con el seudónimo de Larry Landa.

Se podría decir que lo de Lavoe y Cali fue amor a primera vista. Vino inicialmente en el 77, con la orquesta de su hermano del alma, Willie Colón, y desde entonces regresó cada año, ya sea con su propia agrupación o con las Estrellas de Fania. Pablo del Valle, cronista y melómano, recuerda haberlo visto el 29 de diciembre de 1980 sentado en una banca del parque del barrio Obrero, fumándose un cigarrillo. En ese entonces ya transitaba por el camino de las drogas rumbo al abismo.

Landa lo presintió y en 1982 le propuso venir a Cali para desintoxicarse. Sin quererlo, lo trajo a la boca del lobo. Lo alojó en un apartamento frente al Hotel Aristi, que compartió con Alfredo de la Fe , el violinista, y Jairo Sánchez, productor y director de televisión, quienes se convirtieron en sus compañeros inseparables de rumba. Juan Pachanga, el grill que montó Landa en Juanchito, fue el escenario para exorcizar sus penas y entregarse a su gente, contando, eso sí, cual niño mimado, con orquesta propia, la Juan Pachanga Charanga, dirigida por Alejandro Longa, Pichirilo, el timbalero que en 1988 fundó la agrupación Los Niches, disidencia del Grupo Niche de Jairo Varela.

"Héctor era muy depresivo y llorón. No le interesaba saber qué día era ni qué mes ni qué año. Se podía sentar tres horas en una silla a tararear canciones, después de que tuviera su vicio. En esos meses que vivimos juntos nunca vimos un programa de televisión. Su mundo estaba centrado en dos cosas: cantar todo el tiempo y meter droga", recuerda hoy Jairo Sánchez, convencido, sin embargo, de que siempre fue un hombre feliz y que vino al mundo a hacer eso: cantarle a la vida de risas y penas y morir en el abandono. "No tenía otra opción, ese era su destino", agrega.

Anécdotas hay muchas. Una vez, en una tarima montada frente a lo que hoy es el Centro Administrativo Municipal de Cali, se le olvidó la letra de El cantante, su canción insignia. "Entonces comenzó a improvisar, se quitó la camisa, botó los zapatos, duró como una hora improvisando y nunca pudo retornar a la letra original", cuenta Sánchez, quien tampoco ha olvidado el día que a la salida de Juan Pachanga le quiso quemar el carro a Landa tirándole fósforos, todo porque no le dio más `perico'; o el concierto que compartió con Ismael Rivera y Piper Pimienta Díaz en el coliseo El Pueblo, al que sólo asistieron unas 200 personas, al final privilegiadas con un espectáculo inolvidable: Píper, Maelo y Lavoe cantando a coro Las caleñas son como las flores, El incomprendido y Periódico de ayer.

Ese día, su esposa, Nilda Román, conocida como Puchy, quien había venido de Nueva York a visitarlo, salió a bailar con alguien. Lavoe los vio desde la tarima, "fijó su mirada en el tipo y le coreó: `caliéntala tú, que ahora me la llevo yo', y comenzó a improvisar con ese estribillo durante más de dos horas seguidas".

Por cierto, hablando de mujeres, eso de que se la pasaba con una y con otra no es más que un relato de ficción. "Era extremadamente tímido —recuerda Alberto Echeverri, otro de sus compañeros de farra y a quien el mismo Landa le encargó cuidarlo—, nunca lo vi bailando ni le conocí una novia. No era de esos que andaban persiguiendo mujeres. Lo que sí le encantaba era ir a Buenaventura y cada que podía se escapaba para allá, a fumar marihuana en la playa viendo la puesta del sol".

Édgar Hernán Arce, locutor y presentador caleño, conoció a Lavoe en los primeros carnavales de Juanchito de la historia. "Era flaco, lánguido, desgarbado, con unas gafas inmensas, cara de niño y siempre riendo. Daba la impresión de que sólo buscaba que el tiempo pasara para que su vida se fuera apagando poco a poco".

Nunca le gustó manejar plata. Lo que se ganaba se lo daba a sus amigos para que se encargaran de los gastos. No le importaba si cortaban el teléfono, el agua o la luz. "¿Comida? Alguien tenía que traerla", dice Jairo Sánchez, quien seguidamente derriba otro mito: el que además de Willie Colón, Rubén Blades fue su gran amigo. "Mentira. Le caía mal y decía que era un mamerto y se las daba de intelectual". Mencionaba también que Rubén vivía dolido y celoso porque Johnny Pacheco le había dado a él El cantante, a pesar de ser el panameño su compositor.

A mediados de enero del 83, Lavoe se fue a Nueva York, pero siempre regresó a Cali, visitas que se fueron convirtiendo en pesadillas para sus promotores. Ya había sido bautizado como `El rey de la puntualidad', aunque su voz seguía intacta, quizás curada por la sabiduría que se gana en el camino de los excesos.
"Jairo, el que canta dice mucho y sufre poco", me dijo una vez, cuenta Sánchez, quien llegó a recibir varias cartas de Lavoe, escritas desde el hospital de Nueva York donde esperó impaciente el avance del sida para abrazarse con la muerte, el 29 de junio de 1993. Desde ese entonces se convirtió en leyenda y en ídolo latinoamericano. Una estrella del barrio desde siempre y para siempre, el símbolo de la salsa, con sus virtudes y sus carencias, con su sabrosura y su dolor.

Willie Colón lo describió así en el diario La Prensa de Puerto Rico: "Graduado de la Universidad del Refraneo con altos honores. Miembro del Gran Círculo de los Soneros de los Soneros, poeta de la calle, maleante honorario, héroe y mártir de las guerras cuchifriteras, donde batalló valientemente por muchísimos años".
 

Por Hugo García Segura

 

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